No hay vacaciones para los poetas

Este año he decidido hacer como todo el mundo: tomaré vacaciones. He cerrado mi cuaderno, he guardado mi pluma, he apagado mi ordenador y lo he aparcado en un rincón del despacho. También he ordenado los diccionarios y las obras clásicas que leo para documentarme. Es tiempo de vacaciones, de tiempo libre, de la pereza y la siesta bajo un árbol magnífico en la Toscana o en Normandía. Estoy a punto. Las vacaciones no han hecho más que empezar. Las recibiré con los brazos abiertos. Ahí estoy. Bien, respiro profundamente, miro al cielo. Es azul. No hace ni frío ni calor. Es la temperatura ideal. Mi familia está contenta. Al fin estaremos de vacaciones y seremos como los demás. Después de todo es legítimo cambiar el ritmo y decidir descansar, descansar el espíritu, el cuerpo y la memoria. Es normal. Como se suele decir, hay que cargar las pilas. Las mías ya están bien cargadas y no siento la necesidad de conectarlas otra vez. Acepto el principio de hacer una pausa, de hacer un paréntesis en la novela en la que llevo trabajando desde hace un año. No escribiré crónicas para mis periódicos, no leeré las novelas que me envían, estoy ausente, guardo distancias con mi vida profesional. Soy como cualquier funcionario de la Administración que se toma sus vacaciones.

Todo esto estaría muy bien, pero, ¡ay!, no se cumplirá. He hecho todo lo posible pero no siento que esté de vacaciones. Me he vestido con prendas ligeras: unas bermudas, una camisa de lino, sandalias, llevo gafas de sol, estoy a punto para las vacaciones, pero, a pesar de toda esta preparación, siento que el personaje principal de la novela que estaba escribiendo me espera, me llama y me pide que vuelva a mi mesa de trabajo. Me atormenta toda la noche. Pienso en él y en los demás personajes. Están todos ahí, tirándome de la manga de mi camisa blanca. Para ellos el verano no existe, y más teniendo en cuenta que la historia sucede en la nieve de un país imaginario. Mi espíritu está preocupado. Contemplo mi despacho. Veo el cuaderno en el que tomo notas moverse como si estuviera animado por uno de los personajes; incluso mi pluma negra se agita. Es necesario que vuelva al trabajo. Lo siento por las vacaciones, por el chalet alquilado muy caro para que descansara toda la familia. Se irán sin mí. O yo me reuniré con ellos una vez haya acabado la novela. También podría trabajar cerca de mi familia. Tal vez, pero ¿cómo tener silencio y paz? No voy a molestar a mis hijos, prohibirles que griten y que hagan ruido con su música.

No, un escritor no puede hacer vacaciones. Imposible. Porque un escritor es un eterno observador, un escrutador, un buscador, alguien que, como dijo Balzac, escarba en la sociedad. Y no puede parar de escarbar, de descifrar, de contar, de denunciar y de encolerizarse. Evidentemente todos los escritores no son denunciantes pero cuando se proviene de un país árabe o de África me parece difícil mostrarse al margen de todo lo que ocurre alrededor de uno. Hoy en día un escritor árabe se ve muy interpelado por lo que está ocurriendo en Siria, por el futuro de las revoluciones en Egipto y en Túnez; también está atento a la evolución del islamismo en Libia y en otras zonas. ¿Cómo sentirse de vacaciones? Imposible. A menos que uno sea uno de estos escritorzuelos que llenan páginas con historias de buenos sentimientos.

Un poeta no puede dejar de tener una mirada de poeta. La poesía no es un oficio que se ejerza a horas fijas. Entonces ya no es poesía. Es burocracia. Un artista no cierra los ojos al mundo. Está siendo permanentemente llamado por la luz, por los colores de la vida. Ocurre exactamente lo mismo con un filósofo, siempre está pensando. El día en que eso se detenga es que le ha atrapado la enfermedad del Alzheimer.

Las vacaciones al sol, la playa, la natación, los juegos deportivos no están hechos para los artistas. Pocos son los que logran conjugar los dos mundos. Picasso nunca paró de pintar. Taha Husein nunca paró de escribir. Mozart nunca paró de componer música. Orson Welles nunca dejó de preparar su próxima película. Me acuerdo de mi amigo Mahmud Darwich participando en un coloquio en Valencia sobre la escritura. Era verano, hacía muy buen tiempo, la piscina del hotel era magnífica. La mayor parte de los participantes aprovechaban estos momentos. Todos excepto Mahmud. Él escribía. Pensaba. Fumaba y bebía. Nada de hacer como los demás. La poesía no espera. Es una urgencia. A la vuelta, en el avión, me tocó sentarme a su lado. Se durmió y me dije: no es el poeta el que reposa, es el cuerpo del poeta que ya no aguanta más estar vigilante.

Los poetas nunca duermen. Su cuerpo se les escapa y se deja arrebatar por las redes del sueño. Quizá durmiendo el inconsciente sigue trabajando, almacenando imágenes y preparando el próximo poema.

Sin vacaciones. Tanto mejor. Eso quiere decir que todavía estoy vivo.

Tahar Ben Jelloun, escritor. Miembro de la Academia Goncourt.

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