El escrutinio del 26-J deja dos noticias, una buena y una mala. La buena es que todas las encuestas que predecían el sorpasso de Unidos-Posemos y su conversión en la segunda fuerza política de España han fallado. La mala es que ese fracaso podría hacer posible que llegaran a entrar en el Gobierno, aunque sólo sobre el papel. En este tiempo en que el joven Sánchez y su joven coadjutor Rivera han hablado tanto del bloqueo, sería razonable redefinir el concepto conforme a unos parámetros racionales. El bloqueo digno de tal nombre es el de Pedro Sánchez, cuyo único objetivo es alcanzar la presidencia del Gobierno: con Podemos, si se tercia, con Ciudadanos, si consiguieran convencer a Rajoy de que debe suicidarse en aras del cambio que ellos propugnan. Y también el extravagante empecinamiento de Rivera contra Rajoy.
Hay una cierta justicia poética en la notable remontada del PP a costa de Ciudadanos y del PSOE, que era algo perfectamente previsible teniendo en cuenta que una parte importante del voto de Albert Rivera era un préstamo de votantes del Partido Popular que habían decidido castigar a su partido, pero no hasta el punto de que sus votos sirvieran para hacer presidente al joven Sánchez, ni para cambiar de valores.
La victoria o la derrota se produce respecto a las expectativas previas. Por eso no es completamente descartable que Sánchez, aun perdiendo cinco escaños, puede mantener su posición, ayudado por el hecho de que la derrota de Susana Díaz en Andalucía le cortará un poco a la hora de pedir la cabeza de Pedro Sánchez. Pero está bastante claro algo para Pedro Sánchez y Albert Rivera a partir de estos resultados. Porque estas elecciones han fortalecido considerablemente a Mariano Rajoy, y el PSOE y Ciudadanos deberían actuar en consecuencia, sin vetos y facilitando la gobernabilidad de acuerdo con los deseos expresados por los ciudadanos. No hay ninguna posibilidad lógica, ni siquiera para los más tontos de sus votantes, de que vayamos a unas terceras elecciones y echarle la culpa de ellas al bloqueo del PP.
Uno se pone en la piel de Pablo y es que no se la encuentra. Tanta campaña, tanta izquierda unida, ha sido nula. Si yo fuera Iglesias (esta hipótesis debería darles una idea de hasta qué punto practico la empatía) estaría profundamente deprimido: manda huevos, quédate con los dos hermanos Garzón y con los 11 millones de euros de la deuda de Izquierda Unida con los bancos y ni un solo escaño más.
Suelen resultar sorprendentes los análisis de los candidatos sobre lo que han querido expresar los ciudadanos con sus votos. Los resultados de anoche, después de seis meses y una semana tan surrealistas como los que hemos vivido desde el 20 de diciembre indican, a mi parecer, que los ciudadanos han optado por el bipartidismo. La única salida racional para formar Gobierno es la Gran Coalición, bien en su modalidad simple PP+PSOE, o bien en su modalidad ampliada, con el apoyo de Ciudadanos, que sería muy deseable (212 o 244 escaños). Hace falta mucho acuerdo para restañar tanta estupidez y tanto sectarismo como los que hemos vivido en los últimos tiempos, especialmente en la legislatura última.
Contra la Gran Coalición se han pronunciado todos los socialistas, incluidos los más listos: Felipe González y José Borrell, pero los hechos están precisamente para eso, para corregir los errores y los apriorismos infundados.
Hay otra buena noticia. España no ha seguido por la senda que marcaba el Brexit, que tres días antes había venido acompañado de anuncios de catástrofe. El índice Nikkei de la Bolsa de Tokio se desplomaba un 8% y la libra sufría una devaluación respecto al dólar: habría que remontarse 31 años para encontrar una caída semejante. Había pasado apenas una hora desde que el escrutinio estaba ya cerrado cuando las bolsas europeas empezaban a caer en picado, empujadas por las ventas.
Mientras, nos llegaban imágenes de los promotores de la campaña de ruptura, con Nigel Farage a la cabeza, celebrando el resultado del referéndum con una risa caballuna, desaforada e inexplicable. ¿De qué se reirán estos imbéciles? pensaba uno, mientras Farage, apenas apeado de la risa reconocía paladinamente la mentira básica de su campaña respecto a las pensiones de jubilación. 'Bueno, ya sabes. Soy un populista. Culpa tuya por creerme', vino a resumir eficazmente Cayetana Álvarez de Toledo su cínica respuesta.
Todos los populismos, movimientos antisistema y separatistas tienen un rasgo común en su afán por dividir, lo primero que rompen son las fuerzas propias, como hizo Mas, el increíble hombre menguante del secesionismo catalán. Los británicos, gente de natural riguroso, han conseguido romper la Unión Europea mediante la segregación del Reino Unido y el ejemplo que han extendido entre otros populismos, pero también han roto el Reino Unido, excitando el celo rupturista de los nacionalistas escoceses, que ahora exigen su referéndum para separarse de los separatistas. También Londres se plantea la ruptura con Gran Bretaña; la capital renuncia al campo para adherirse a la Unión. Se han empezado a recoger firmas, ya llevan cuatro millones de firmas para exigir la repetición del referéndum en todo el Reino Unido y no sería descartable que los llanitos -96% de los votos gibraltareños contra el Brexit- pidan uno para abandonar el Reino Unido y volver a ser España. No les iba a venir bien para el matute, pero si no se puede tener todo, hay que optar por el mal menor.
Los populistas, separatistas, antisistema y otras especies afines revelan hoy el acierto conceptual de George Orwell al englobarlos bajo la etiqueta de nacionalismo; y todas ellas coinciden en someter el yo individual e intransferible que caracteriza al ciudadano al nosotros, el pueblo, la gente y en sustituir la racionalidad y el interés individual por la emoción colectiva de la pertenencia.
No hay una diferencia sustancial entre nuestros populistas, los antieuropeos británicos, el frente nacional francés o los antisistema italianos. Están hechos de la misma pasta. Hace menos de tres años, el 17 de octubre de 2013, el líder más cualificado del populismo español, Pablo Iglesias, decía en la televisión que le paga la república islamista de Irán: '¿Qué es lo que debiera hacer una fuerza política democrática que ganara unas elecciones en un país del sur de Europa?. Yo no tengo dudas: deberían tomar el control de la política monetaria saliendo del euro e inmediatamente devaluar la moneda para favorecer las exportaciones. Debería también decretar la suspensión del pago de la deuda y nacionalizar la banca para garantizar así la inversión y el crédito para las familias y las Pymes [...] ¿Sería esto posible en un solo Estado del sur de Europa? Ni de coña, así que europeos del sur, uníos'.
Quince meses después, el 24 de enero de 2015, decía justo lo contrario en La Sexta, la parte de Atresmedia que le cede en usufructo el Grupo Planeta, ante la pregunta de Lucía Méndez sobre la posibilidad de que decidiera salir del euro si ganara unas elecciones: 'En ningún caso, en ningún caso. La moneda única es ineludible'.
Si sale con barba, San Roque, y si no, la Inmaculada Concepción. Podría admitirse que es, no sólo legítimo, sino deseable, cambiar de opinión si es para bien, si no fuese porque más de un año después, hace justamente cuatro meses, Podemos, IU, Bildu y Alternativa Galega de Esquerda, junto al UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido) de Nigel Farage y el Frente Nacional de Marine Le Pen apoyaron en la Cámara de Estrasburgo con sus votos una propuesta del Movimiento 5 Estrellas italiano para realizar una reflexión institucional sobre la idoneidad de la preparación de un plan alternativo para una ruptura ordenada de la zona del euro. Los eurodiputados de Syriza se abstuvieron. Durante la jornada de reflexión, Alexis Tsipras recordó el ofrecimiento de Iglesias: 'Espera, Alexis, que ya vamos'. Afortunadamente, vamos a tardar un poco en llegar.
Santiago González es periodista y columnista de EL MUNDO.