Lo confieso: soy una bestia con forma humana. Me miro al espejo y me pregunto cuándo se torció todo, porque hasta donde alcanza mi rastro genealógico, al menos siete de mis bisabuelos eran catalanes. Ganadería fetén, así que me barrunto yo que debió ser mi octavo bisabuelo, de origen quizá impuro, el portador de lo que Quim Torra llama mi “desorden de ADN”. En mi caso esta tara genética ha provocado auténticos estragos: hablo habitualmente en español, me emociona el himno de España y celebro las victorias del Real Madrid. Ello me convierte en una bestia sin remedio y en carne de gulag en la Cataluña independiente.
La colección de insultos de Torra –y del nuevo consejero Jordi Puigneró– contra España y los españoles pone al descubierto lo que siempre hemos sabido quienes los conocemos bien, que es que en ese mundo nacionalista que jamás fue moderado abundan los tipos en los que anida, al escarbar un poco, un supremacista de libro. Muchos con indudables problemas de miopía necesitaron de la primera entrega del culebrón del procés para caerse del caballo. Quedó entonces constatada la calaña de las élites políticas catalanas al impulsar desde las instituciones un golpe de Estado, ilegal por definición, en contra de la voluntad de más de la mitad de los catalanes y en base a un argumentario repleto de mentiras.
Y quedó latente también su peligrosidad, pues el referéndum del 1 de octubre, la aprobación de las leyes rupturistas y la declaración de independencia no fueron otra cosa que una llamada a la rebelión ciudadana en toda regla, con el tácito y perverso mensaje de que, una vez ejecutada la parte política, correspondía a la ciudadanía tomar el testigo para defender la causa en las calles. Ahora, sin embargo, los exabruptos de Torra, Puigneró y demás odiadores profesionales contra España quizá sirvan para que los equidistantes habituales (brillantemente retratados por Fernando Savater en estas mismas páginas) y quienes aún miran para otro lado se convenzan al fin de que, como dijo Juncker, el nacionalismo es veneno.
En realidad, haber dado las riendas del gobierno catalán a políticos xenófobos y supremacistas supone una oportunidad de oro para invertir el relato. Urge hacerlo, desde luego, en el extranjero, donde perdemos la batalla de la opinión pública por goleada. De hecho, no podemos en absoluto desvincular las decisiones de la justicia belga, alemana y suiza de una corriente de opinión comprensiva con la causa independentista. A ese relato desvirtuado han contribuido tanto la campaña propagandística del separatismo como la tendenciosa cobertura de la prensa anglosajona, cuyo principal pecado ha sido omitir una parte fundamental de los hechos. Con Josep Borrell al frente de Exteriores, es momento de pasar a la acción y acabar con los años de incomprensible pasividad de Rajoy.
Ahora bien, siendo importante que el relato gire de rumbo en el ámbito internacional, es en Cataluña donde más urgente es dar la batalla. No es sólo que allí se trabaja a diario desde las instituciones y con dinero público por la ruptura, es que –no lo duden– el golpe continúa. El “no hemos venido aquí a rendirnos” de Torra confirma que no renuncian a la vía unilateral y que siguen en el desafío constante, en espera de tiempos políticamente mejores para lanzar la siguiente ofensiva. Mientras, continúa el adoctrinamiento en las aulas, el agitprop mediático y el despilfarro que alimenta la red clientelar separatista con el propósito de seguir sumando adeptos. Ahora, con el 47% son aún minoría, su talón de Aquiles en términos de legitimidad. ¿Pero por cuánto tiempo?
Porque con la eventual desmovilización del constitucionalismo, una dura condena a los políticos encarcelados y un clima de agitación social y crispación política permanente, no estamos tan lejos de que superen el umbral del 50%. ¿Y entonces qué, cómo pararemos la independencia? Es por ello que es urgente diseñar de una vez por todas una política de Estado sin complejos, que incluya iniciativas en todos los frentes, para que el Estado se haga visible otra vez en Cataluña. Para acabar con la impresión de que España es algo ajeno. En defensa de, y como banderín de enganche para la mitad de catalanes huérfanos de apoyo que no renuncian a su españolidad. Y para recuperar a quienes sucumbieron al relato victimista y mentiroso del separatismo.
El peligro es real. Si no impulsamos iniciativas que cambien la inercia de los últimos 30 años y un relato que neutralice el desapego inoculado como un virus por los políticos independentistas, antes o después Cataluña se independizará. La única batalla que no se gana es la que no se libra. Si renunciamos a defender lo que somos nuestra derrota será sólo culpa nuestra.
Juan Pablo Cardenal es periodista e investigador asociado del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL).