Por Bernabé López García, catedrático de Historia del Islam Contemporáneo en la UAM y autor del libro El mundo arabo-islámico contemporáneo. Una historia política, Síntesis, Madrid (EL PAÍS, 10/03/03):
La invocación del establecimiento de un "nuevo régimen" en Irak que sirva de "ejemplo e inspiración de libertad para otros países árabes de la región" ha sido un argumento que el presidente Bush ha añadido recientemente a su arsenal de sus poco convincentes razones para hacer la guerra. En su conferencia pronunciada en el American Enterprise Institute el 26 de febrero, vinculó la desaparición de Sadam Husein al inicio de un proceso de democratización y pacificación en el mundo árabe. La idea de que la libertad y la democracia pueden imponerse por la fuerza es tan errónea como creer que la caída del líder iraquí tendría una influencia directa e inmediata sobre los otros regímenes de la región, a la que se sigue atribuyendo como antaño la imagen de un grupo de países coherente en el que el liderazgo de unos influye directamente sobre los otros.
Si algo ha demostrado la historia de los países de Oriente Próximo a lo largo del siglo XX ha sido que los regímenes implantados desde arriba se han aclimatado mal en la región, al no haber sabido desarrollar en la sociedad el clima necesario para que germine la democracia. ¿Cómo no recordar en estos días prebélicos las pretensiones de la declaración conjunta franco-británica en noviembre de 1918 cuando identificaba como su objetivo en Oriente "la liberación completa y definitiva de los pueblos tan largo tiempo oprimidos por los turcos"? Este mal arraigo de la democracia ha sido así tanto para las monarquías que Inglaterra estableció en la zona (Irak y Transjordania) como en las repúblicas que Francia inspiró en Siria y Líbano tras los acuerdos de Sykes-Picot en 1916. Y no digamos en los regímenes que surgieron más tarde en algunos de esos países como consecuencia de golpes militares más o menos violentos. La democracia nunca puede ser otorgada, y menos aún impuesta mediante la violencia. El politólogo tunecino Yadh Ben Achour, en su libro Politique, religion et droit dans le Monde Arabe (Cérès Productions-Cerp, Túnez, 1992), señala que "la democracia, para que triunfe, debe ser una doctrina social y no una simple receta. Debe ser alcanzada mediante un consenso, debe venir de la sociedad, ser objeto de un debate, estar interiorizada en el cuerpo social e impuesta por él al poder. La democracia otorgada no es más que una trampa destinada a engañar a los ingenuos".
Por otra parte, la argumentación acerca de los "bienes" que la intervención en Irak produciría en la democratización de todo el mundo árabe es algo cuya construcción viene fraguándose desde el 11-S. Y no creo, al decir esto, estar sucumbiendo a la teoría de la conspiración que tanto arraigo ha tenido en el mundo árabe desde el reparto de Oriente Próximo, si se ha de hacer caso al profesor sirio afincado en Alemania Bassam Tibi, autor de un libro denominado así, La conspiración. El trauma de la política árabe (Herder, Barcelona, 1996). Hace tan sólo unos días que esto quedaba patente en el artículo del columnista político de The New York Times Thomas L. Friedman, reproducido en EL PAÍS (21 de febrero de 2003), en el que se indicaba como la verdadera justificación de la guerra que el presidente "Bush debería empezar a decir" y que no había dicho hasta entonces, a la pretensión de "ayudar a los iraquíes a crear un Estado progresista que pueda estimular la reforma del mundo árabe-musulmán, de forma que esta región deje de producir jóvenes iracundos que se sientan atraídos por el islam radical y que son las verdaderas armas de destrucción masiva" (el título del artículo era precisamente: "Bush debería empezar a decir la verdad sobre esta guerra").
Atando cabos más antiguos, uno llega a preguntarse si la publicación antes del verano pasado de un Informe 2002 sobre el desarrollo humano en el mundo árabe, realizado por el PNUD bajo la dirección de Nader Fergany, formaba parte de una estrategia tendente a justificar una intervención exterior en el mundo árabe, a iniciar concretamente en Irak, ya que el informe resaltaba las bajas cuotas en el desarrollo humano en cuanto a la calidad de las instituciones de gobierno, a los niveles de libertad de expresión y de representatividad, definiendo a la región árabe como muy a la cola de otros conjuntos de países en el mundo. Tres déficit se señalaban como las claves del hándicap en el desarrollo humano de la zona: el de libertad, el de desarrollo de la mujer y el de capacitación-conocimiento.
No hay la menor duda de que el mundo árabe así, en bloque, padece esos déficit, pero sí la hay respecto a que se encuentre por debajo del África subsahariana o del Sureste Asiático en estos capítulos. En cualquier caso, mi otra duda está en el hecho de querer seguir agrupando a efectos de estudio a países que aunque cuenten con vínculos decisivos en común, como son una lengua de comunicación que une a casi 300 millones de personas y una Liga Árabe que fuera en otro tiempo instrumento de mediación y regulación de sus relaciones, han ido perdiendo homogeneidad en el último cuarto de siglo, distanciándose unos países de otros precisamente en sus grados de libertad, de emancipación femenina o de desarrollo educativo. La paradoja está en que en los países donde se ganan espacios de libertad -como en Marruecos o Argelia-, la educación deja mucho que desear, y en aquellos otros donde las inversiones en formación dieron frutos positivos, los regímenes dictatoriales impiden la libre expresión. No valen, pues, estudios tan englobadores en los que la radiografía media obtenida apenas sirva de retrato-robot para justificar una intervención "liberadora".
Esta argumentación a favor de un "nuevo plan" para arreglar Oriente Próximo parece no haber hecho mella en España más que en la cúpula dirigente del Partido Popular, convencida en solitario de que su belicismo está a favor de la paz y de nuestra seguridad, mientras el clamor de la calle se muestra contrario a la insensatez de la guerra. El pacifismo tiene una larga tradición en nuestro país, como se demostró en los días de la campaña contra el ingreso en la OTAN en 1986, cuando las movilizaciones masivas se extendieron por toda España a pesar de que el Gobierno socialista puso toda la carne en el asador para defender el sí a la Alianza Atlántica. Sin embargo, de aquella gran coalición antibelicista no surgió un movimiento alternativo en política, quizá porque convergieron en él elementoscontradictorios que tal vez ahora afloren de nuevo en este gran movimiento contra la guerra en Irak al que asistimos.
¿Cómo hacer conciliar el belicismo enardecido de nuestra opinión pública en los días del episodio de Perejil con el clamor pacifista de la voz popular que hoy inunda calles y plazas en todos los rincones de España? Si uno hace caso de las encuestas de opinión, una aplastante mayoría parecía estar en julio pasado a favor de una contundente respuesta del Gobierno, la misma que ahora busca cortarle las alas para que no nos complique en una aventura de carácter internacional de mucha mayor envergadura.
¿Puede hablarse de incongruencia, de diferente grado de información, de un trabajo a fondo de los partidos de la oposición, que han sabido tocar más hondo los sentimientos de la población?
Naturalmente, no pueden compararse las consecuencias que una u otra crisis podían -o pueden- derivar para España, pues el malestar con Marruecos, aparte de haber hecho aún más tirantes las maltrechas relaciones, nadie podía esperar que hubiera podido terminar en una confrontación bélica por tan ridícula presa como un islote deshabitado. Y, sin embargo, igual que en un pasado tan remoto como 1844, 1859 y 1893 la opinión se puso del lado de quienes querían "vengar" el "honor mancillado" por nuestro tradicional antagonista histórico. Entonces, en 1844, hubo hasta un famoso costumbrista español, como fue Serafín Estébanez Calderón, que llegó a redactar un Manual para el oficial español en Marruecos, invitando a prepararse para una confrontación contra nuestro vecino que reducía a un conflicto entre "civilización y fanatismo". En 1859, como recuerda Benito Pérez Galdós en su Episodio nacional Aita Tettauen, aunque "el agravio no era de los que piden reparación de sangre, fueron los españoles a la guerra porque necesitaban gallear un poquito ante Europa y dar al sentimiento público, en el interior, un alimento sano y reconstituyente". También en 1893 las tropas que iban a Melilla eran despedidas a los sones de El dúo de La Africana, aunque no faltaran voces que calificaran la operación de "caricatura" del patriotismo.
Me pregunto por el papel que desempeñaron en el enardecimiento de la opinión en julio de 2002 unos medios de comunicación que tocaban a rebato como si en Perejil nos fuera la sal y la vida. Y sin embargo, a nadie se le ocurrió salir a la calle a manifestarse, todo lo más a comprarse alguna película de cine legionario que las televisiones públicas airearon entre sus kilométricas publicidades.
Este clamor que hoy se levanta contra la guerra de Irak hunde sus raíces en ese pacifismo que cuajó en protestas de envergadura como las de 1909, 1911 y 1921-22 contra la guerra de Marruecos, en momentos en que lo que estaba en juego eran miles de vidas humanas. Campañas como la de Melilla en la primera de esas fechas, que provocó hasta una huelga general que derivó en Barcelona en la Semana Trágica, serviría de punto de arranque de un amplio y prolongado movimiento de masas liderado por la conjunción republicano-socialista, a cuyo frente se encontraba Benito Pérez Galdós clamando en contra de las "románticas aventuras belicosas, cuya finalidad nadie ha podido determinar". No está de más, ahora que nuestros gobernantes u opositores contabilizan los réditos electorales de la apuesta a favor o en contra de la guerra, recordar que el primer diputado socialista de la historia de España, el fundador del PSOE, Pablo Iglesias, fue elegido en 1910 al calor de esas protestas contra la guerra de Marruecos. Iglesias fue de los que en la España de su tiempo tuvieron el coraje de defender a los "moros" como patriotas por defender su tierra y enfrentarse a quienes les atacaban en nombre de la civilización. Y como él, un nutrido grupo de intelectuales como Gumersindo de Azcárate, Julián Besteiro o Joaquín Dicenta, que hicieron suyas las palabras de Galdós proclamando guerra a la guerra y llamando al cese de "las inquietudes quijotescas, las insensatas contiendas germen de ruina, que sólo satisfacen el prosaísmo positivista de unos pocos Sanchos, de bolsa repleta y corazón vacío".