No le echemos la culpa a la polarización

No le echemos la culpa a la polarización
Leah Millis/Reuters

No me gusta la palabra polarización. Me molestó cuando se empezó a usar para describir la circunstancia de Venezuela, mi país de origen. Me parecía ocultar la destructividad de un gobierno que atropellaba de mil maneras a una población desarmada y le negaba mecanismos políticos e institucionales para defenderse. ¿Cómo no “polarizarnos” contra ello? En la Alemania de Hitler, ¿debía condenarse la polarización? Lo que vimos el miércoles en Estados Unidos, ¿no hubiera pasado evitándola?

Polarizarse, pienso, puede ser la forma más natural de cerrar filas ante un poder cuyas propuestas o acciones políticas son inaceptables.

Pero en España, un país con una vida política más orgánica, he tenido que aceptar que la polarización es un fenómeno político que afecta el funcionamiento democrático. Su manifestación más peligrosa puede ser esa turba que instigada por Donald Trump dejó al mundo estupefacto al irrumpir en el Congreso de Estados Unidos.

Polarización, en el primer caso, alude a la división de la opinión pública en dos posiciones opuestas, pero eso en sí mismo no es negativo. En el segundo, a que las voces mesuradas en la política pierdan poder e influencia, y quedemos a merced de partidos o figuras que azuzan conflictos, exageran o mienten y obstruyen mecanismos y acuerdos necesarios para gobernar.

Pero hay dos fenómenos en auge hoy tras las críticas a la polarización que requieren atención específica. Solo lamentar que una sociedad esté dividida puede llevar a desconocerlos. El subjetivismo es el primero y el fanatismo es el segundo.

En un artículo sobre las elecciones en Estados Unidos, Siri Hustvedt, decía: “Ha habido innumerables noticias y lamentos sobre la división y la polarización en Estados Unidos, como si ‘los dos bandos’ estuvieran igual de engañados, como si fuera posible encontrar ‘una perspectiva equilibrada’ entre los que sostienen que la Tierra es plana y los que dicen que es redonda”. El equilibrio supondría aceptar que tenemos derecho a tomar como cierto un absurdo. Eso que ahora llamamos posverdad. Ese es un ejemplo de subjetivismo, la postura para la cual la verdad solo depende de la voluntad del sujeto o del grupo al que pertenece.

En esta época signada por enormes desplazamientos de personas, con culturas, creencias y costumbres muy distintas, que cambia a una velocidad difícil de asimilar y con una marcada desigualdad (también en el acceso a la educación), es seguro que se agudizaran choques muy similares. Y lo deseable sería evitarlos, pero no a cualquier costo.

En España, por ejemplo, hay quien piensa que el remedio para la polarización es desestimar viejos dolores. Se han abierto las heridas de la Guerra Civil, se dice, pero muchas de esas heridas nunca cerraron. La democracia dejó intacta parte de la vieja estructura de poder, muchos crímenes quedaron sin castigo, muchos criminales libres y se mantuvieron privilegios originados en la dictadura. Sin memoria ni reparación, sin dar más oportunidades a los desdeñados, va a ser difícil que la polarización se supere.

Amos Oz, escritor y activista que analizó el fenómeno del sectarismo y el fanatismo en el contexto de la guerra entre Israel y Palestina, pidió realismo en una de sus últimas entrevistas: “Cuando un maldito y cruel conflicto dura más de cien años hay heridas en ambos bandos. Oscuras imágenes del otro. Hay gente sentimental en Europa que cree que todo puede arreglarse… que en el fondo todo es un malentendido”.

No siempre las sociedades están divididas por equívocos que pueden aclararse. No deberíamos olvidar que la tragedia, que hace imposibles relaciones y convivencias, es una posibilidad humana. Pasa, ha pasado a cada momento. Tolerarnos es lo deseable, pero no siempre es posible. Quizás antes se permitían formas más drásticas de desaparecer diferencias y conflictos que hoy son inaceptables.

Y eso lleva a pensar en si lo negativo son las ideas extremas en sí mismas. Muchas demandas antes inaceptables permitieron ampliar el campo de las consideraciones éticas y los derechos políticos, y nos empujaron a aliviar sufrimientos invisibles. Algunos viejos radicalismos lograron una justicia a la que hoy es imposible renunciar. Es el caso de la abolición de la esclavitud, de los derechos de las minorías, de muchas reivindicaciones laborales, de las normativas que van limitando la explotación animal. Condenar la violencia para defender o imponer ideas no es lo mismo que condenar las ideas mismas.

Lo más peligroso del siglo XXI es el fanatismo, dijo Amos Oz en esa entrevista. Y en un artículo reciente del Times, Thomas B. Edsall se refiere al sectarismo político que crece en Estados Unidos como un problema que trasciende la polarización.

Un fanático es alguien que cree tener un saber muy simple que explica todo y que le da derecho a imponer su verdad a los demás, o al menos a apartar a los “equivocados” de su entorno. Es quien no puede contener sus sentimientos negativos cuando se topa con realidades que le chocan. Es quien piensa que el fin —su fin— justifica los medios, y la justicia —su justicia— es mas importante que el derecho de los demás.

El fanatismo es la actitud con la que muchos compensan hoy la pérdida de un piso firme, se resisten a los cambios, obvian el derecho de los otros, incluso a equivocarse.

Por eso, más que evitar la polarización y optar por una moderación inútil, hoy nos toca a los ciudadanos cuidarnos del subjetivismo, del sectarismo y del fanatismo, que nos tientan cada día.

Lo sucedido el 6 de enero en Estados Unidos muestra que prevenir estos fenómenos es una tarea ineludible para el propio sistema de instituciones democráticas y que es la mayor responsabilidad de la sociedad hoy.

El antídoto individual es un legado moderno: ser curiosos hasta con lo que nos desagrada e intentar ponernos en los zapatos del otro. Tratar de comprender por qué piensa lo que piensa y quiere lo que quiere. Hacerlo con imaginación empática y con humor. En especial con humor, para no tomarnos tan en serio nuestras certezas y recordar qué precario es siempre lo humano. Creo que esas son las facultades que más necesita la democracia hoy.

Con ellas yo elijo qué y a quién respaldo, y lo más importante: hasta dónde lo hago. Y también decido cuándo me distancio de los que antes me parecieron “los míos”.

Sandra Caula es filósofa y editora.

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