No, Le Pen no fue acusada injustamente

A finales del mes pasado, un tribunal francés le prohibió a Marine Le Pen presentarse a cargos políticos durante cinco años, alegando que su partido, la ultraderechista Agrupación Nacional (RN), malversó sistemáticamente más de 4 millones de euros (4,5 millones de dólares) de fondos públicos. Los recursos destinados al personal de los diputados del Parlamento Europeo en Bruselas se utilizaron, en su lugar, para cubrir los gastos de RN en Francia.

Le Pen ha apelado al veredicto, y sus seguidores no son los únicos que lo critican. Voces impecablemente progresistas también argumentan que sería mejor permitir que Le Pen se presentara a las elecciones presidenciales de 2027 y que fuera juzgada por los votantes. Sin embargo, estos argumentos para priorizar la política por sobre la ley son profundamente erróneos.

Uno de esos argumentos se hace eco de la afirmación del vicepresidente estadounidense, J.D. Vance, de que las élites políticas europeas no confían en su propio pueblo. Según él, no tienen ningún problema en anular los resultados electorales que no son de su agrado. Su ejemplo son las recientes elecciones presidenciales rumanas, que fueron declaradas nulas tras la victoria del candidato de extrema derecha, Călin Georgescu, en la primera vuelta. Tras concluir que había “incumplido las normas electorales”, la oficina electoral rumana directamente le prohibió presentarse.

A falta de prohibiciones, las élites europeas han excluido a los partidos de extrema derecha del gobierno. El ejemplo reciente más importante es el “cortafuegos” alemán: el compromiso de todos los demás partidos importantes de no gobernar con el partido de extrema derecha Alternative für Deutschland (AfD), que quedó en segundo lugar en las elecciones federales de febrero.

Sin embargo, no hay absolutamente ninguna prueba de que la justicia francesa actuara a instancias de los políticos o, lo que es más importante, de que se estuviera metiendo con Le Pen. Muchos otros políticos, incluidas figuras claramente del establishment, como el ex primer ministro François Fillon (que también fue favorito en la carrera presidencial), han sido condenados por malversación de fondos. Incluso expresidentes como Nicolas Sarkozy han sido declarados culpables de corrupción. Le Pen siempre había pedido castigos severos en esos casos, pero ahora convenientemente cree que el propio pueblo es el tribunal supremo.

Existe una diferencia categórica entre sancionar a un candidato concreto por conducta ilegal y eliminar toda una opción política del menú electoral. Esto último es característico del enfoque conocido como “democracia militante”, que se practica sobre todo en Alemania. En este caso, se prohíbe a un partido entero porque su programa y sus dirigentes buscan la destrucción del orden democrático liberal.

Se puede debatir la legitimidad de este tipo de prohibiciones, ya que es razonable temer que las acciones dirigidas a preservar la democracia puedan acabar perjudicándola. Pero esta no es la cuestión que se plantea con el veredicto de Le Pen. Su partido permanecerá en la boleta electoral y, aunque RN siempre ha sido una empresa de la familia Le Pen, sería extraño argumentar que preservar la democracia requiere que esto siga siendo así.

Por otra parte, mostrar indulgencia con políticos populares que han infringido la ley puede tener consecuencias nefastas para la democracia. Al fin y al cabo, indicaría que estas figuras están por encima de la ley, como en Estados Unidos, donde la Corte Suprema ha declarado al presidente Donald Trump inmune a todo procesamiento por cualquier acción oficial.

Aunque algunos observadores asumieron que Trump se sentiría escarmentado por sus muchas escapatorias legales por poco margen (para no mencionar dos procesos de destitución), se envalentonó. Su segundo mandato ya ha sido un desfile de anarquía, lo que refleja su creencia de que él es la ley. Peor aún, muchos votantes inferirán que el comportamiento de Trump, en general, es correcto, porque instituciones de élite como la Corte Suprema así lo han dicho.

La indulgencia para los políticos populares también corre el riesgo de crear un incentivo perverso para entrar en política y evitar así encuentros con los tribunales. Silvio Berlusconi se presentó a las elecciones en los años 1990 en parte porque sabía que estaba siendo investigado por soborno y fraude fiscal. Durante los siguientes 20 años, consiguió protegerse de la ley. (En 2013, fue declarado culpable de fraude fiscal, inhabilitado para ejercer cargos públicos durante dos años y condenado a realizar trabajos comunitarios).

Los escépticos a la hora de aplicar la ley adecuadamente contra los líderes populistas también alegan que las condenas permitirán que estos políticos se presenten como mártires -lo que posiblemente aumente su popularidad-. Le Pen se declara ahora víctima de una “caza de brujas” por parte de las élites que desean su “muerte política”.

Pero los políticos populistas siempre afirman ser víctimas de élites liberales corruptas que han ignorado “al pueblo” y han tratado de marginar a sus auténticos representantes. Una condena puede, por supuesto, ser presentada a los partidarios de un populista como prueba de una conspiración de las élites. Pero la narrativa no la crean los tribunales, sino los populistas.

También podría preocupar que las sentencias contra políticos que se autoproclaman como antisistema pudieran socavar la confianza en el poder judicial y, en este caso, reforzar una aversión francesa de larga data por el “gobierno de los jueces”. Pero aquí, también, los críticos lo entienden al revés: los populistas normalmente atacan a los jueces independientes acusándolos de “enemigos del pueblo”.

En lugar de hacer concesiones innecesarias cuando se trata del estado de derecho, los políticos -así como los profesionales del derecho, los periodistas y los académicos- deberían decir que los tribunales imparciales son cruciales tanto para impartir justicia como para sostener lo que los jueces de París llamaron un “orden público democrático”.

Jan-Werner Müeller, Professor of Politics at Princeton University, is the author, most recently, of Democracy Rules (Farrar, Straus and Giroux, 2021; Allen Lane, 2021).

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