No lo sé

No sé si el aumento de un 500% de las acciones de Tesla puede considerarse una burbuja, tampoco si Messi terminará o no la temporada siguiente en el Barça (ni si debería hacerlo). No puedo pronunciarme sobre las implicaciones que tiene resolver la Conjetura de Hodge, aunque el premio para quien la resuelva, cifrado en un millón de dólares, tendría que ser un aliciente para intentarlo. Por otro lado, ignoro por qué Hilaria Baldwin, nacida en Boston, afirma contundente que es mallorquina —a mí también me gusta Boston, pero suelo recordar que no nací ahí—. Tampoco sé qué contestar cuando me preguntan si la autoficción es tramposa, aunque no añado, como sospecho, que cada uno hace lo que puede (esa gran verdad que nos hermana a todos bajo el mismo paraguas: uno no hace lo que quiere si no lo que buenamente puede). Sigo sin saber qué opinión me merece la dieta Keto o el paleotraining, ni por qué lado es mejor que caiga el papel higiénico, si pegado del lado de la pared o lejos de ella. Por si todo esto fuera poco, sigo sin entender las consecuencias de la aperturidad fáctica del Dasein, y no he logrado dilucidar, a pesar de haber leído bastante sobre el tema, si la ballena de los 52 hercios es la ballena más solitaria de la tierra o más bien al contrario: la ballena más absolutamente libre y feliz que, sabiéndose no escuchada, recorre a sus anchas el océano.

En otro orden de cosas, sigo sin saber cuántos emoticonos debería poner para que te creas que te quiero o si a estos efectos, el corazón rojo suma más puntos que el azul. Ignoro si mi vecino Juanjo, que se acaba de separar, debería alquilar ese piso en las afueras a pesar de que entonces el trabajo le quede más lejos. También si la paella que hace mi madre no es, en realidad, más que arroz con todo según los puristas de la paella. No tengo una opinión formada sobre si mi padre debería aprovechar la jubilación para ponerse a tocar el piano, ni si debería fiarme de todo este negocio de la fertilidad que me mira en forma de folleto desde la repisa de la cocina diciéndome “no dejes que sea tarde”. Por último, no sé si hubiera sido mejor que en vez de escribir una columna sobre las cosas que no sé lo hubiera hecho al revés, pero entonces, quizá, mi lista no hubiera arrancado más allá del primer párrafo tentativo. Y con suerte.

Si el saber no ocupa lugar, ese mantra que tantas veces nos repitieron en la infancia ante la reiterada queja por tener que memorizar larguísimas listas de ríos y afluentes, de regiones más y menos desarrolladas de Europa, lo que sí lo ocupa es la inmediatez que le pedimos a la opinión. En esta misma línea, unas semanas atrás, el respetado y admirado periodista Iñaki Gabilondo se despedía de la radio después de 60 años de carrera, y dejaba su tribuna hablada diaria manifestando que le costaba muchísimo opinar. Él, que ha apuntalado una vida en el sabio oficio de preguntar y buscar respuestas, llegaba a esa conclusión: “Hay quien tiene certezas: no tengo ese consuelo”. Suspiré: no todo está perdido.

Dicen que vivimos en la era de la información, pero a mí me parece que más bien se trata de la de la opinión, entendida no como opinión fundada sino como la expresión —o la expansión— de una subjetividad. Nadie quiere parecer ignorante, ni tardar demasiado en pronunciarse con respecto a un tema candente, pero la opinión requiere de eso que se llama reposo. Tranquilidad. Tiempo.

Entre mis diarios, encontré la siguiente anotación: uno de sus discípulos le preguntó al gran poeta J. V. Foix qué era necesario hacer para convertirse buen escritor y él, sin dudarlo, le respondió: “Voy a darte no uno sino seis consejos. ¡Seis! En primer lugar, tienes que leer, eso es lo más importante. En segundo, pero no menos necesario, deberías leer. Después, siguiendo esta misma línea, hay que leer. A ver, veamos, en cuarto lugar… es necesario caminar. Mucho. En quinto, volver a caminar. Y ya, para terminar, ¿sabes qué es aconsejable también? Caminar”.

Escucho a menudo la expresión de “crear opinión”, como si esta surgiera por generación espontánea, setas que uno descubre en el improvisado jardín del pensamiento, y así contamos con muchos opinadores de todo, pero pocos sabedores de nada. Opinar desde la ignorancia o desde el dato parcial es fácil, amplificar las opiniones de otros también. Basta echar un vistazo a las redes sociales o tertulias radiofónicas y televisivas. Pero la opinión no puede convertirse en eso que hacemos cuando ponemos likes acríticos y engañosos en una red social, un acto que pide más de lo que da.

En tiempos como los que corren no está de más recordar a los maestros como J. V. Foix, que nos instan a seguir leyendo, a seguir andando para recordar que tenemos muy pocas certezas. Una de las pocas que me quedan a mí es que es valiente y necesario, cuando no sabes, simplemente decirlo: no lo sé.

Laura Ferrero es escritora. Su último libro es La gente no existe (Alfaguara).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *