No más políticas a voleo

Como se viene denunciando desde hace mucho, la no evaluación es la práctica general en todos los niveles de la Administración. Por supuesto que hay excepciones honrosas. Con todo, la propensión a gobernar por inercia, a golpe de ocurrencia o sin contar con un examen metódico de la experiencia es acusada. La alta politización de las direcciones administrativas en España favorece un amateurismo en la gestión que la práctica institucionalizada de la evaluación y su integración en el diseño de políticas algo compensaría.

Una evaluación requiere datos accesibles y sin embargo carecemos de ellos hasta un extremo difícil de concebir. En la era de los big data, en España es un lujo disponer de información elemental sobre la ejecución de programas. La razón es que los programas no suelen diseñarse desde el principio para ser evaluables o que, cuando se hace, no se activan los correspondientes sistemas de registro y seguimiento ni sus resultados se publican. Convirtamos esa precariedad en oportunidad, acordemos una base de indicadores y metodologías y empleémosla en todos los niveles de la Administración para no reproducir los errores de otros países federalizados. De este modo podremos saber, por ejemplo, cuánto nos gastamos exactamente en políticas activas de empleo.

¿Por qué no se evalúa? Para empezar, no tenemos costumbre. Hay que animar a gestores y políticos a convertirse en pioneros de la evaluación. La evaluación otorga prestigio; que se inauguren agencias, institutos, laboratorios o equipos de evaluación, gusta. El problema es que después se les asignen pocos recursos y se limite su labor hasta suprimirlos, como hizo la Administración General del Estado con la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios (AEVAL). Ciertamente, la cultura de la auditoría y la calidad está cada vez más presente en la Administración y se debe continuar apoyando. No obstante, auditorías y sistemas de calidad se centran en las organizaciones. Por mucho que ofrezcan información esencial sobre la puesta en práctica de las políticas, no están concebidas para valorar su dimensión estratégica, su impacto duradero.

Las consecuencias de esta falta de evaluación son, de entrada, que se impide el aprendizaje colectivo en el seno de la Administración y entre los expertos que investigan las políticas. En segundo lugar, no evaluar impide la rendición de cuentas: la no evaluación permite la corrupción, la dilapidación de recursos y la perpetuación de políticas que solo se explican por intereses clientelares. Además, la no evaluación dificulta el debate racional sobre los asuntos públicos. Aunque la eficacia y la eficiencia no sean nociones unívocas y quepa informar sesgadamente acerca de las evaluaciones, algo habremos ganado si el foco del debate público se centra algo menos en las tácticas de los partidos y algo más en las políticas.

Por último, no evaluar convierte en inciertos los resultados de las políticas. Gastar y hacer a ciegas no favorece que la democracia se legitime por sus buenos resultados. En ausencia de información, el siempre difícil consenso técnico acerca de la pertinencia de medidas concretas se torna imposible y todo se fía a la perspectiva ideológica. Sin evaluación, la viabilidad de acuerdos políticos sobre medidas incrementales o reformas parciales se reduce.

Considerando lo anterior, hay que celebrar la apuesta por la evaluación en el programa con que el PSOE concurrió a las elecciones. Unidas Podemos, por su parte, impulsó una iniciativa parlamentaria para recuperar la AEVAL después de que el Gobierno de Rajoy la disolviera en 2017. La clave es si un Gobierno del Partido Socialista y Unidas Podemos apostaría, aprendiendo de los errores, por una institución evaluadora independiente del Ejecutivo y que priorizara la evaluación de las políticas previa a su implementación; y si cabría esperar que las comunidades autónomas y las entidades locales asumieran un modelo similar de independencia, institucionalización y evaluación ex ante.

Por otro lado, haríamos mal en encomendar toda actividad evaluadora a una única agencia para el conjunto de la Administración General del Estado o de cada comunidad autónoma. La evaluación debe integrarse como un componente más de acciones y programas. También facilitarse a investigadores, periodistas y sociedad civil ofreciendo datos abiertos. No faltan las ganas ni el conocimiento experto: sobra miedo, el miedo razonable de los responsables políticos y administrativos.

Los especialistas en comunicación política prestarían un gran servicio público si nos convencieran de que la experimentación honesta es la única manera de abordar las cuestiones complejas. La evaluación sostenida de las políticas y su transparencia permiten esa experimentación y acreditan su honestidad. En la vida pública, como en la privada, a menudo cuesta decidir el curso de la acción y con frecuencia nos equivocamos. La práctica de presentar los problemas en toda su crudeza y reconocer los errores merece una oportunidad. Como escribía Fernando Vallespín hace unos días, difícilmente recuperaremos la confianza en los políticos si no se respeta la condición adulta de la ciudadanía.

Sebastián Escámez es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Málaga.

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