No me morí mañana

Hace un par de semanas, domingo a la media noche, ya metida en la cama poco antes de apagar la luz y dormirme, me dispuse a dar una última mirada a las redes sociales y a mi correo electrónico. Grave error si uno quiere dormir placenteramente. Pero allí estaba yo, leyendo un tuit de alguien que no conozco y que decía: “@claudiapineiro Me asusté xq me metí en Wikipedia y vi que te habías muerto pero cuando me di cuenta d q era 1 fecha futura me tranquilicé”.

Se tranquilizó él y me intranquilicé yo. Después del primer impacto me metí en mi página de Wikipedia, algo que no había hecho antes, y allí estaba el texto: “Murió el 26 de noviembre de 2015 a las 16.45”.

En medio de la perturbación inicial, enseguida me vino a la cabeza El perseguidor, de Julio Cortázar, y su famosa frase que desestructura el tiempo tal como lo conocemos, dicha por Johnny Carter, el músico de jazz protagonista de esa historia: “Esto lo estoy tocando mañana (…) Esto ya lo toqué mañana. Es horrible”. Allí, en el futuro, estaba la peor cuestión. No en el anuncio de una muerte que si hubiera sido anterior se podría haber desmentido con el solo hecho de que yo aún seguía respirando. Un presente futuro para Johnny, un pasado futuro para mí.

No me morí mañanaEn cuanto pude dejar a Cortázar para volver al problema concreto y luego de molestar con el asunto a mis hijos y a mi pareja, fui a pedir ayuda a las mismas redes sociales —algo que he hecho muchas veces antes y casi por instinto—. Escribí un tuit que cito de memoria: “Alguien puso en mi biografía de Wikipedia que morí el 26 de noviembre de 2015. ¿Saben cómo puedo corregirlo”. Enseguida empecé a recibir ayuda de amigos tuiteros, la mayoría de los cuales no conozco.

Alguno me explicó cómo editar en Wikipedia, otro se ofreció a hacerlo él mismo y de hecho lo hizo. Varios fueron aún más allá, lo que no dejó de ser inquietante, ya que me demostró con qué facilidad se pueden seguir nuestros movimientos en las redes y fuera de ellas. Así fue como al rato un amigo me mandó la IP, clave que identifica la computadora desde donde se anunció mi muerte futura. Otro usuario de Twitter me pasó la latitud y la longitud del lugar donde está instalada esa computadora según la misma IP. Algún otro ciber-amigo me mandó la captura de una imagen de Google Map con la ubicación precisa. Incluso un tuitero más actualizado en todas estas herramientas virtuales subió a la red la foto de Google Street View en la que aparece la entrada del edificio donde está dicha computadora.

No éramos CSI aquella noche, sin embargo, toda esta información me llegó en menos de media hora. Y como para esa altura de la madrugada la ayuda de mis amigos, pero sobre todo su compañía, habían distendido la cuestión, un tuitero se permitió bromear con que el viejo canoso que aparece en la foto, tomada por Google Street View vaya uno a saber cuándo, debía ser el “asesino”.

Lo cierto es que a las pocas horas el sistema (o sea todos nosotros) había puesto en funcionamiento sus anticuerpos y la cuestión formal estaba solucionada. En cambio, la otra cuestión, el hecho de que alguien se tomara el trabajo de anunciar mi muerte, siguió un tiempo más en mi cabeza y me permitió reflexionar sobre algunas cosas.

La más importante, que el mundo virtual en el que vivimos —mundo que yo valoro y en el que participo activa y hasta exageradamente— viene demostrando a diario uno de sus mayores riesgos: olvidarnos que del otro lado hay una persona. Ahí está la paradoja. Hemos creado un sistema de comunicación e intercambio de información fabuloso, pero no siempre entre personas. El que anunció mi muerte futura no pensó en mí, en esa mujer que metida en la cama poco antes de dormir lee que ha muerto en el futuro cercano. El suyo no fue un acto privado sino un acto público.

Quien escribió en mi biografía de Wikipedia usó esa página como si fuera una pared donde pintar un grafiti que desea que todos vean. Pero del otro lado estaba yo. Y otros varios. Mi amigo tuitero desconocido que se inquietó con mi muerte, los que me ayudaron, mis hijos, mi pareja, los amigos o los desconocidos que se preocuparon, y hasta los que me agredieron. “Eso te pasa por vanidad, por entrar a ver qué dicen de vos en Wikipedia”.

Quien anunció mi muerte no tiene por qué saber que este año tuve un grave problema de salud, que estuve internada en terapia intensiva varios días y, menos aún, que el alta médica final coincidirá con la fecha que se le ocurrió como el día de mi deceso. No tiene por qué saberlo. Las redes nos corrieron del lugar de personas para convertirnos en otra cosa. Un fake, un nombre de fantasía, un huevito en el lugar que debería ocupar nuestra cara.

El anonimato es el gran talón de Aquiles del sistema virtual. Antes, hace unos cuantos años —parecería que en la prehistoria— cuando alguien quería insultar a otro, escupirle la cara, darle un puñetazo o inclusive clavarle un cuchillo, debía ponerse frente a él y mirarlo. Hacer contacto visual aunque sea un instante.

En ese breve momento anterior a la agresión, los dos, agresor y agredido, eran personas. Hoy, en esta virtualidad, no. No sabemos quién es el que agrede. Pero lo que es peor aún, perdemos la consciencia de que el agredido también es una persona que puede sufrir con nuestro propio acto. Dejar de mirarnos antes de lastimarnos, o de abrazarnos, o de tocarnos, creo que es uno de los mayores riesgos de las redes.

Me han preguntado muchas veces si finalmente supe quién fue el que anunció mi muerte futura. No lo sé. No quise saberlo. Sin embargo, —tal vez por deformación profesional y como si fuera el personaje de una novela— me imagino al que una noche de domingo escribió en mi biografía de Wikipedia para dejar apuntado que morí un 26 de noviembre a las 16.45.

Lo imagino como un joven o una chica, aburrido, en ese atardecer dominguero que se lleva lo poco que queda del fin de semana, tratando de hacerse el chistoso frente a sus compañeros de colegio que al día siguiente tienen que entregar una monografía sobre un libro que escribí y que irán a buscar datos a Internet para completarla.

Me lo imagino riendo al día siguiente, divertido porque varios de sus amigos cayeron en la trampa, esperando que el profesor lo note y los repruebe. Un joven/chica aburrido, una tarde de domingo, ignorante del daño que me causa. Ignorante de mi inquietud y la de aquellos que me quieren. Anunciando una muerte que probablemente no desea. Sin que yo sea para él una persona sino nada más que una pared donde escribir un grafiti.

Y mientras tanto yo que, como diría el Johnny de Cortázar, no me morí en el próximo 26 de noviembre de 2015 a las 16.45. O eso espero.

Claudia Piñeiro es escritora. En 2013 publicó su última novela: Un comunista en calzoncillos (Alfaguara).

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