No mencionéis la Comisión de la Verdad en vano

Uno de los principales problemas que se plantean en aquellas sociedades que han sufrido un régimen dictatorial y avanzan hacia un sistema democrático es el de cómo afrontar el tratamiento jurídico-penal de las personas que han cometido graves delitos durante los años previos al cambio de modelo político. Estas personas suelen ser, por un lado, algunas autoridades o miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado, que abusan de su posición y cometen delitos contra la vida, la libertad, la integridad física y moral; y, por otro, activistas de la oposición (o paramilitares pro Gobierno) que, para el logro de sus objetivos, recurren a atentados, secuestros, extorsiones y daños contra las personas y bienes.

La solución de perseguir y castigar todos los delitos cometidos no suele ser la mejor fórmula para lograr la creación pacífica de un nuevo régimen. Ante el riesgo de la amenaza penal, las facciones en conflicto suelen enquistarse en sus posiciones, y terminan por resistirse al abandono del poder o a cesar en su actividad desestabilizadora. De ahí que en muchas ocasiones, ya desde la antigua Grecia, se haya recurrido a la amnistía, que consiste en olvidar la comisión de los hechos delictivos, que no dan lugar por tanto a ningún proceso penal posterior. Es una especia de borrón y cuenta nueva que intenta promover que los ciudadanos miren hacia adelante y que, en aras de posibilitar la convivencia, acepten que los agresores no reciban ningún castigo por sus delitos. El inconveniente de esta vía es que las víctimas se quedan ayunas de cualquier reparación, no solo jurídica, sino fundamentalmente moral, y tambien económica.

Por eso las soluciones más recientes de justicia transicional (recomiendo en este sentido a todos los interesados la lectura del libro del sociólogo Jon Elster titulado «Rendición de cuentas. La justicia transicional en perspectiva histórica») se han basado en la creación de unas Comisiones de la Verdad (y de la Reconciliación, se añadió en Suráfrica), que aspiran a construir un relato verídico de cada uno de los hechos delictivos producidos, obtener la colaboración en la investigación y la petición de perdón de los agresores, y proceder a la reparación moral y económica de las víctimas. Así se hizo en las pasadas décadas en numerosos países suramericanos, y también ha sido la fórmula elegida en Colombia para superar el conflicto del Estado con las FARC.

Cada uno de esos casos se ha desarrollado de forma diferente, y ha tenido distintas derivadas, pero en todos ellos concurría una misma circunstancia: agresores y víctimas (o sus familiares más directos) estaban aún vivos, y cabía elaborar un relato jurídico (basado en las pruebas) sobre cada situación acaecida, así como proceder a una efectiva reparación moral (y económica) de los directamente afectados. En primer lugar, porque se lograba descubrir la verdad de lo sucedido (muchas veces contando con la colaboración del propio autor del delito); pero también porque se obtenía bien la petición de perdón del delincuente, bien su castigo en caso de comportamiento contumaz.

Por eso, lo que ha anunciado el presidente Sánchez –y en lo que viene insistiendo una parte de la izquierda y algunas organizaciones internacionales por ella dominadas– de constituir ahora en nuestro país, en 2018, una Comisión de la Verdad sobre la Guerra Civil y el franquismo carece completamente de sentido. Ni las víctimas de la Guerra Civil, ni las de las actuaciones de la inmediata posguerra, ni sus familiares directos, ni los responsables de los actos que se pretendería investigar, están aún vivos, por lo que resulta imposible la investigación y reparación propias de una Comisión de la Verdad (al margen del problema que para ello implicaría la vigencia de la Ley de Amnistía de 1977 e incluso la prescripción ordinaria de los delitos). El relato de lo que sucedió en aquellos años corresponde realizarlo a los historiadores, no a un órgano «parajudicial» creado por el Estado; y las indemnizaciones que pudieran derivarse de conductas reprobables, aparte de que ya existen normas que han permitido o permiten percibirlas, podrían originar en su caso nuevos procedimientos específicos para su acreditación y cobro, pero en ningún caso a través del mecanismo consistente en una Comisión de la Verdad.

Hoy en España hace falta un proyecto nacional ilusionante, una tarea colectiva que nos permita unir fuerzas y competir de forma eficiente en el contexto globalizado en el que vivimos, y no medidas que ahonden en las fracturas sociales y las divisiones ideológicas. Lo que el Gobierno propone va frontalmente en contra de esa necesidad de armonía y unidad. Si se desea alcanzar tan negro objetivo, al menos que no se busque blanquearlo usando el nombre de la Verdad en vano.

Julio Banacloche, catedrático de Derecho Procesal de la UCM.

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