No morirás

Si algo ha traído la modernidad, la eclosión de la razón, la edad del conocimiento, es el buen gusto de repudiar la muerte, la innegociable certeza del mérito de la vida (y el propio mérito ante ella) y la asunción del deber de no morirse en forma de mandamiento, al fin bien formulado, que convierte la vida en derecho y la mortalidad en engorro, por eso es preceptivo protegerse de tal incomodidad con la voluntad avisada y la elemental buena fe de impedir que la muerte, tan anacrónica, nos sobrevenga, sea en forma de accidente, de contratiempo o de encantadora sorpresa, y si el modo de alejarla es ilegalizarla, sea, y si el modo de ahuyentarla es prohibirla, venga, y si el modo de conjurarla es tirar sobre ella un cubo de pintura, amén a cualquier providencia con tal de que se dicte enseguida, con el ánimo exaltado, ahora, ya, ya mismo, lo importante es encontrar a quien culpar cuando, a pesar de nuestros desvelos, lo imposible suceda, no asumir su inevitabilidad y buscar la explicación que ahogue cuanto antes la irrelevante verdad y erija un relato catártico, racionalizador, policial, explicativo, que mande a los sospechosos al exilio y esconda bajo la moqueta o bajo llave los cabos sueltos, aislados de la zozobra de los niños y las ancianas, incapaces de enfrentar una realidad que ha de modelarse con fines sociales para que nuestra nación, responsable y autárquica, dispuesta en todo momento a sacrificarse a sí misma para preservar al menos su idea, encuentre las respuestas que otras naciones no encuentran y enfrente como es debido el dolor de ignorarse, por eso es importante prohibir que los pilotos de avión se estrellen, para que no se estrellen, y saber de inmediato qué ha pasado –si pasa– para hacer, por ejemplo, cualquier cosa, porque, si algo sale mal, es deber del legislador reaccionar a tiempo, averiguar si hizo calor y prohibir el sol, averiguar qué se vestía y prohibir la ropa, y si hasta ahora dos pilotos eran suficientes para negar la gravedad con garantías, es hora de atender la llamada de la vida, sagrada, inmarcesible, y exigir la presencia de tres, hasta que uno de ellos se suicide y podamos subir la apuesta a cuatro: uno para que pilote, otro para que el primero no se duerma, otro para llevar el orinal y un cuarto para que desarrolle las tendencias suicidas, ya en minoría, con una puerta que resista el terrorismo pero no el hacha y una cadenita en la puerta para disuadir sin evitar, en busca del aristotélico punto medio, fuente de dicha, por eso el maquinista de Santiago debió llevar otro compañero, porque la solución es sumar uno a los timoneles en concurrencia, por eso Lincoln debió dejarse acompañar por otro presidente al teatro y por eso los camiones de transporte de mercancías peligrosas deberían tener un mínimo de dos suicidas al mando –con dos volantes–, por si un conductor está muy loco, para intimidar al otro loco, y lo mismo para los tranvías, los taxis, las motos y los dirigibles, por si embisten contra la gente desafiando el orden, y por eso cada vehículo particular del planeta, cada Peugeout 308 y cada Renault Twingo azul cielo, atendiendo a su peso, sus dimensiones y su vocación letal, debe subordinar su circulación al aval de un mínimo de ocupantes (sometidos a diario test psicológico) que garantice un itinerario paralelo al de la carretera, porque, ¿y si uno de ellos se desmaya?, ¿y si le da un ataque de tos?, ¿y si le deja la novia?, ¿y si tiene una ballesta?, preguntas ineludibles cuando todos saben –todos sabemos– que para ordenar los problemas presentes basta con marcar la dirección contraria a los futuros, y si el delantero chuta y falla, es que debió pasar, y si pasa y su compañero falla, es que debió chutar, y si los funcionarios son vagos e irresponsables y con vocación de ausencia porque el Estado garantiza su puesto, lo que hay que hacer es despedirlos, y si el nuevo Gobierno, por poder ya deshacerse de ellos, recluta, al ocupar el trono, un ejército obediente, dispondremos su blindaje por mor de la independencia, que aquí se tambalea todo pero no se cae nada, así cada veinte años, o cada dos, aunque hacerlo contradiga las medidas previas, los argumentos previos, la indignación previa, porque la cosa es moverse, avanzar en caliente, protestar y levantar la voz, plañir con convicción, gritar muchas veces «vergüenza», porque alguien debió evitarlo, y cumplir con el deber de informar de que la vida no se acaba, la muerte no sucede y las trémulas vidas que animan nuestros quebradizos cuerpecitos no se encienden y apagan de forma cíclica siguiendo un ritmo ordenado que, en pleno siglo XXI, no puede ya tolerarse, y ahora que sabemos defendernos de los pilotos, de los funcionarios, de los conductores de autobuses escolares suicidas, de los patinadores suicidas, de los progenitores suicidas, de los adolescentes suicidas y de los vividores suicidas, sólo nos resta protegernos de los suicidas suicidas, proscribiendo las montañas, desautorizando el peligro y legislando, maldita sea, contra la engorrosa, molesta, cargante, liosa muerte, estableciendo un observatorio de catástrofes, si es preciso, un terruño bien delimitado donde acotar las avalanchas, las riadas, las manifestaciones (aprovechando el terreno) y los desastres de todo orden, un mirador homologado desde donde observar los pocos accidentes de avión y tren y coche que la Nación permita para su detallado estudio, su cómoda contemplación en busca de remedio, convirtiendo lo inevitable en posible, lo posible en oportunidad y la oportunidad en nada, porque resulta que en chino la palabra crisis –hasta su inminente abolición– significa crisis y nada más que crisis.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.

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