No, no, no

Lo de audiencia en minúsculas tuvo que ser una errata. Debieron escribir Audiencia y añadir Nacional. El programa, dirigido nada menos que por una periodista curtida en los tribunales, había animado a la gente a votar la inocencia o culpabilidad de un hombre. Cuatro días más tarde, tras el exitazo dominical, sus productores volvían a colocar otro rótulo en pantalla: «Vota. Tras ver el primer programa de Rocío Carrasco, ¿a favor de quién estás: de Antonio David o de Rocío?»

No sé si conmovidos por el testimonio de Rociíto los espectadores de Telecinco cambiaron de opinión ni me interesa. Lo relevante es que una cadena de televisión se erija en tribunal. Bueno, en tribunal. Eso exigiría guardar cierto respeto por los procedimientos y las garantías procesales, empezando por el principio de contradicción. Y aquí nadie se ha tomado el trabajo de examinar no ya la versión del presunto inocente sino la de los jueces: los hechos probados. Ni siquiera para refutarlos. «¡Que somos tertulianos, oiga, no peritos!» Se nota. Aquí lo único que ha valido, sobre todo en la primera acepción del verbo, son las lágrimas de la presunta víctima. El poder del corazón y el corazón al poder. Abajo los sesos. Aquí el principal condenado es el Estado de derecho. Es decir, usted y yo.

No, no, noSupervivientes, Sálvame, Salvados... Más que nombres de programas, parecen alusiones a la tesitura del ciudadano en la selva populista. «La culpa es del pueblo», te dicen, «le encanta el circo». Quizá. Aunque habría que liberalizar la oferta mediática y ver qué pasa. Y, en todo caso, la responsabilidad del ciudadano no exime a la élite. El poder obliga. Y el poder es inmenso. Hace un año, en una entrevista en Onda Cero, dije que había medios en España que hacían negocio con la erosión de la democracia. Cuando Carlos Alsina me preguntó a quién me refería contesté que a La Sexta. Fui prudente. También lo hace Mediaset, el grupo que junto con Atresmedia ostenta el oligopolio de la televisión en España. Y hasta la Televisión Española de Cintora y los impúdicos émulos de TV3, más que vertebradora, invertebrada.

En una democracia, ¿se puede criticar a los medios? Sí, y al Rey y a un gay. Siempre y cuando la crítica esté sometida a la razón. Señalamientos para amedrentar, no. Vídeos contra periodistas para asomar la cabeza en campaña, ahórrenselos. Y, sobre todo, ¿se puede discutir una resolución judicial? Por supuesto. Yo discrepo de la sentencia del 1 de Octubre porque reduce los hechos de Puigdemont y Junqueras a una ensoñación de Puigdemont y Junqueras. Y qué habría sido de tantos inocentes –y tantos culpables– sin la mirada incisiva, exigente, rigurosa de un periodista durante un proceso judicial o incluso después. J’accuse…! Pero ni Rociíto es Dreyfus ni Jorge Javier, Zola. En nuestra atrofiada ágora no se están discutiendo racionalmente los hechos de un caso con el ánimo y la esperanza de llegar a la verdad. Se está instaurando una verdad paralela –subjetiva, sentimental, cochambrosa, puramente populista–, que enmienda la verdad judicial y la invalida. Es decir, se está liquidando la propia idea de la verdad y, con ella, cualquier posibilidad de mantener una conversación no ya civilizada y constructiva, sino pacífica. Tu verdad contra la mía y lo resolvemos a gritos. En el mejor de los casos... Es lo que vino a decir el socialista Montilla con esta frase nuclear del proceso separatista catalán: «Los tribunales no pueden juzgar sentimientos». La relación no es casual. No hay caldo de cultivo más favorable a un nuevo despotismo de post-juicio que la identidad.

Medio siglo después de Mayo del 68 y, sobre todo, diez años después de Tony Judt, algunos jóvenes progresistas ilustrados por fin empiezan a asumir que la identidad ha sustituido a la igualdad como el gran tótem de la izquierda y que esto supone una regresión. Ovejero ya no está solo; bienvenido Soto Ivars. La identidad es el neo-Dios al que la hueca moral dominante nos obliga a rendir pleitesía. Una nueva forma de religión y, como todo separatismo, incompatible con la democracia. Lo dijo Macron en referencia al islamismo: es separatista porque crea una legitimidad paralela a la republicana, que socava la comunidad de los libres e iguales. Su reflexión es igualmente válida para cualquier expresión identitaria, desde el nacionalismo, centrífugo o centrípeto, hasta el feminismo de tercera ola que tan perfectamente representa nuestra insólita ministra de Igualdad.

«El testimonio de Rocío Carrasco es el de una víctima de violencia de género. #RocíoYoSíTeCreo». No sé si Irene Montero se paró medio segundo a reflexionar antes de dictar su sentencia-tuit. Prefiero pensar que no. Tampoco lo habrá hecho la portavoz socialista, Adriana Lastra, antes de condenar a un hombre en prime time: «Rocío Carrasco es una mujer valiente, una superviviente. [¡Supervivientes!]. Su testimonio tiene un gran valor para visibilizar la violencia de género. No pararemos hasta que la vida sea segura y libre para todas las mujeres. #RocíoVerdad1».

No se pararon ni pararán, bien. Pero, ¿y si la cabecita que rodara por el plató fuera la del padre, hermano o pareja de alguna de las dos? La del propio Pablo Iglesias, por qué no. Hay que pararse, sí. Concreta y enérgicamente ante estas cinco palabras: «Yo sí te creo, hermana». La frase, consigna del nuevo separatismo, lo tiene todo. El «yo» afirma la primacía de lo subjetivo sobre lo objetivo. El «te creo» antepone la opinión, una fe cuasi-mística, al hecho probado. El «hermana» reivindica la identidad colectiva. En este caso, un feminismo que se ha vuelto puritano y pendenciero. Juntos, estos tres elementos impugnan el Estado de derecho y estimulan el conflicto social. Porque, si las opiniones se convierten en hechos y los hechos en opiniones, cualquier persona implicada en un litigio podría preguntarse: «¿Y por qué sus percepciones valen más que las mías?» Y, con toda la legitimidad de un mundo sin legalidad, lanzarse a la caza de seguidores para afirmar su verdad. Y entonces, ¿quién será inocente? ¿El que movilice más audiencia o consiga más likes? ¿El que llore más fuerte? El que no llora no mama y el que no mama es un gil, cambalache. ¿Y quién será culpable? ¿Lo decidirán en votación, clic, clic, los espectadores del oligopolio? ¿O directamente Irene y Pablo desde la piscina de Galapagar? Y aun decía el sábado El País, por boca de una magistrada, que convendría trasladar el modelo Rociíto a la Justicia ordinaria: testimonio televisado, sin cortes ni apenas injerencias, si acaso unas pocas preguntas planteadas por un psicólogo, para que la mujer pueda «contar libre su verdad». Y el hombre penar en la cárcel sin las garantías de un proceso justo.

Quizá sea esto lo que nos distinga de Francia: aquí el ataque populista al demos se produce desde las propias instituciones del Estado. Por eso, además de una reflexión sobre la responsabilidad de las élites mediáticas, el caso Carrasco exige una lectura política. Otra frase que me trajo problemas: «¿De verdad van ustedes diciendo: ‘Sí, sí, sí, hasta el final?’» En directo, la futura ministra de Igualdad me acusó de legitimar la violación. Dos años después, el Consejo General del Poder Judicial, por unanimidad –todas las ideologías, todos los géneros–, emitió contra su proyecto del solo sí es sí un dictamen devastador. Montero contestó: «Será Ley». Debió decir: «Seré Ley».

Pablo Iglesias es un político fracasado. Por eso trabaja para el fracaso de la política. Es decir, para el triunfo del populismo y la demolición de la democracia. Sólo le queda un camino, una vuelta de Tuerka. Lo ha demostrado en Vallecas. Ni él ni sus ministros y portavoces han condenado la violencia contra un adversario político, en este caso Vox. Al revés. Han jaleado a la turba y justificado sus pedradas. Iglesias aspira a ser un híbrido entre Otegi, Ortuzar y Puigdemont: mis escuadrones en la calle, mis peones en las instituciones y mi poder en las televisiones. Su figura sería marginal y hasta patética si no fuera por la complicidad de Pedro Sánchez y la degradación de las élites. Pocas veces había sido tan necesario un periodismo de calidad, inmune al cinismo, inasequible a la demagogia, combativo con la ignorancia y comprometido con los hechos. Porque la verdad no es una opinión. Y porque en su fariseísmo y su frivolidad los agitadores mediáticos y políticos del show de Rociíto no juegan con la reputación de un zascandil, sino con la libertad de todos.

Cayetana Álvarez de Toledo es diputada nacional del Partido Popular por Barcelona.

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