Hace unos siete años un joven y casi desconocido senador por el estado de Illinois, recién llegado al Capitolio, encandilaba a la sociedad norteamericana con un verbo fluido, una formidable capacidad para llegar al corazón de los electores y un discurso positivo y optimista. Sí, los norteamericanos podían dejar atrás las campañas militares desatadas tras los atentados terroristas del 11-S, podían tener un sistema de seguridad social como el que disfrutamos los europeos, podían superar los debates sobre la emigración que les dividían profundamente, podían dejar atrás la grave crisis económica y devolver a la clase media su añorado bienestar.
Siete años después aquella esperanza se ha desvanecido, dejando atrás una etapa política significativa de la reciente historia de Estados Unidos. La ciudadanía parece haber recuperado la cordura aceptando la realidad tal cual es. No, no es posible dejar atrás las campañas militares cuando a uno le apetece sin provocar desastres mayores ni poner en peligro intereses estratégicos. No se puede jugar a cambiar de aliados en Oriente Medio desde la debilidad ni diseñar operaciones militares sin tener en cuenta el entorno estratégico. Que el secretario de Defensa escriba al presidente afirmando que la campaña militar en Siria e Irak es incoherente y que el documento acabe filtrándose no es algo normal, como tampoco lo es el grado de enfrentamiento al que se ha llegado entre los altos mandos militares y la Casa Blanca.
El daño infligido por la Administración Obama al prestigio y credibilidad de Estados Unidos en el mundo no tiene precedentes. Prestigio y credibilidad que nada tienen que ver con simpatías. Bismarck no era simpático, como tampoco lo era Prusia ni el II Reich. Seis años después de que Obama llegara a la Casa Blanca Estados Unidos carece de estrategia y ha perdido autoridad en teatros tan importantes como Europa-Rusia, Oriente Medio o el Pacífico. Costará años devolver la credibilidad perdida a la diplomacia estadounidense.
Obama se comprometió a establecer un sistema de salud nacional. El problema es que al acabar la II Guerra Mundial Estados Unidos, como los estados de la Europa Occidental, debatió qué modelo quería y se optó por el seguro privado. El sistema funciona, con sus pros y contras, como todos los demás. Hacer convivir dos sistemas no es fácil, pero se convierte en inviable cuando se disparan los costes y además se hace mal. El Partido Demócrata se dividió y al final los electores rechazaron el resultado.
La emigración es un problema en la medida que supone reconocer comportamientos ilegales. ¿Por qué premiar a quien delinque? Pero también lo es en cuanto constituye submundos que se desarrollan en paralelo a la sociedad, fuera del marco impositivo y sin los beneficios sociales propios de una sociedad desarrollada. Obama no ha logrado superar el debate, defraudando a minorías que se habían movilizado en su favor.
La economía ha mejorado en algunos aspectos. La capacidad productiva y de adaptación de la empresa norteamericana es de sobra conocida, y en gran medida ha sido ella quien ha actuado como locomotora. La ventaja de disponer de la máquina emisora de la divisa de referencia es de sobra conocida y no parece necesario volver sobre ella. Pero la realidad es que la deuda generada es un problema de difícil gestión, con consecuencias importantes en el medio y largo plazo. La clase media es la víctima principal, del mismo modo que sucede en Europa. Dar a la manivela no sale gratis.
Los resultados no han sido ninguna sorpresa. El distanciamiento de Hillary Clinton presagiaba una campaña en la que los candidatos demócratas tendrían que distanciarse del presidente para evitar el rechazo del electorado. No hacía falta esperar al recuento de los votos para poder afirmar que la etapa Obama había muerto. La sociedad norteamericana le ha dado la espalda. Su oratoria ha perdido aquella extraordinaria capacidad de ilusionar. Ya solo es un mal gestor que traicionó las ilusiones que muchos pusieron en él.
Pero Obama no era un personaje aislado, sino el mejor exponente de una de las dos corrientes principales de su partido, la liberal o progresista ¿Sobrevivirá al fracaso de su gestión? No lo tiene fácil, pero continuará siendo un importante grupo de presión que tendrá mucho que decir en las primarias presidenciales. Los «centristas» de Clinton deberán entenderse con ellos para lograr la candidatura, lo que no será fácil, y convencer al electorado de su inocencia ante los errores de la Administración Obama, lo que aún puede ser más difícil. os republicanos han sabido explicar a la ciudadanía hasta qué punto la acción presidencial era incoherente, atentaba contra sus intereses particulares y dañaba seriamente el prestigio y los intereses nacionales. Gracias a ello han logrado el pleno control del Capitolio. Así, a la pérdida del apoyo popular Obama deberá sumar un Congreso a la contra y crecido. Serán dos años muy duros en lo personal. Pero mientras el presidente recorre su vía crucis particular, los republicanos deberán dotarse de un líder y de un programa. Por una parte, el sistema político norteamericano prima al electo sobre el partido, por lo que no sabremos cuál es el programa hasta que no haya candidato. Por otra, un partido en una nación tan poblada es inevitablemente una coalición que recoge corrientes diferentes, cuando no incompatibles. El candidato republicano supondrá un nuevo equilibrio entre esas corrientes, que imprimirá carácter a la identidad conservadora durante un tiempo.
Obama no solo fue un salto demócrata hacia el progresismo, con la consiguiente penitencia. Además representó un cambio generacional. Bill Clinton y George W. Bush eran de la misma hornada. Lo más probable es que las primarias republicanas den paso a figuras jóvenes con una visión distinta del ideario republicano. Entonces podremos comprobar hasta qué punto determinados aspectos del legado de Obama, por ejemplo el abandono de Europa, era progresista o propio de su generación.
Florentino Portero, analista del Grupo de Estudios Estratégicos.