No nos importa tanto

Tras las conversaciones entre UPyD y Ciudadanos en 2014, Rosa Díez explicó el fracaso aduciendo que ambos partidos eran muy distintos. Recitó diferencias orgánicas, de democracia interna. Probablemente, para la ejecutiva del partido fueran aspectos sustantivos, pero lo cierto es que eran matices menores para el electorado frente a la verdad que subyacía: ambos partidos representaban el mismo espacio político, que en el mejor de los casos se dividiría en partes iguales, o bien —pragmático como es el centro— se decantaría por uno de ellos. Sabemos lo que pasó, y el matiz esencialista —al que no caben reproches morales, aunque sí políticos— acabó con UPyD.

La gente, sencillamente, no tiene tiempo ni interés para este tipo de debates, y finalmente vota por impresiones e intereses esenciales incompatibles con la minuciosidad orgánica y la pureza programática. La profusión de medios políticos —con escasos aditamentos para pasar por generalistas— no ha cambiado esta verdad, pero sí la ha difuminado aún más. Un periodista de una tertulia de radio definió involuntaria e inmejorablemente este hecho cuando dijo en antena: “Lo que hemos publicado es que no, pero lo que en privado me dicen es que sí” (sic).

Por eso, aunque loables, los llamamientos a que prestemos atención a las políticas públicas y no a los políticos y sus dimes y diretes solo pueden tener alcance limitado. Las políticas públicas son de una complejidad técnica incompatible con la atención del gran público. Solo en aquello en lo que le afecta (pensemos en un gestor estudiándose las nuevas deducciones fiscales) presta este atención suplementaria. La gran política, como todo lo que es grande en literatura, cine o arte, es para minorías. Analistas, politólogos, expertos en demoscopia, periodistas, consultores, altos funcionarios... Si España fuera ellos y solo ellos, el matiz de UPyD habría podido calar. La España que hace ganar elecciones va por otro lado.

De modo que vivimos instalados en una falsa idea, creada y reforzada por el infotainment y el amarillismo político predominante en los medios. Es un error pensar que quien es capaz de ver determinadas tertulias está solo insuficientemente politizado, aunque en camino de esa politización plena que le llevará a leer programas electorales y papers académicos sobre la renta básica. Más bien, quien ve determinadas tertulias ya está perdido para la reflexión política.

No es casual que el partido que más ha creído controlar esta realidad haya sido el más decepcionado con sus resultados electorales. Podemos parecía moverse con soltura en esta superficie, con sus flashmobs y golpes de efecto permanentes. Resultó que no habían descubierto las Indias, sino una pequeña isla, y el 26-J la realidad se impuso. Poco antes, tras el debate a cuatro, Pablo Iglesias ya había dado una pista clave de su inmersión en su mundo pequeño de spin doctor: “Rajoy ha suspendido el examen en el momento en el que ha dicho que gobernar es muy difícil”.

Por eso, más que un llamamiento a que se hable y se sepa de políticas públicas, sería más efectivo hacer pedagogía mínima de la democracia representativa frente a la directa. Enseñar constitucionalismo básico, no pedir conocimientos puntillosos. Valorar más el trabajo de los representantes públicos y de los expertos en las empresas públicas y privadas. En definitiva, aumentar la confianza —hoy inexistente— en los políticos, en los técnicos y los funcionarios que sustentan el Estado y los que lo vigilan; en los científicos, médicos o ingenieros que mueven el mundo con conocimientos que deben escapársenos al común de los mortales. Y desviar el foco de debates menores que solo buscan una rentabilidad desesperada a golpe de clics con el coste excesivo de una polarización social innecesaria y de la distracción del gestor de los asuntos relevantes.

La realidad, como Moby Dick, va por las profundidades y emerge de cuando en cuando, en elecciones, referendos o pinchazos de burbujas. España está plagada de capitanes Ahab que creen encontrarla cada cinco minutos, pero esta es demasiado fuerte y esquiva como para que ese empeño totalizador no sea juzgado desde fuera como hacemos los lectores de la novela de Melville con el proceder obsesivo del capitán. Pedir que el ciudadano trabaje en lo suyo y además sepa de política es como pedirle a un marinero agobiado por las deudas que se enrole con nosotros en el Pequod. Le encantará la novela, pero de ahí a la implicación real hay un paso que es legítimo y lógico no dar.

Antonio García Maldonado es periodista, analista y editor.

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