Ni los pacientes ciudadanos ni los jueces y funcionarios responsables que hay en España, que no son pocos, nos merecemos un servicio público de la Justicia tan deficiente. Lo extraño es que no ocurran más desgracias, o quizá suceden, pero no las conocemos, porque no hay un padre con la serenidad, aplomo y constancia para exigir explicaciones y responsabilidades por un hecho que, si funcionáramos adecuadamente, igual no se hubiera producido. Ese padre ha provocado una serie de reacciones que han obligado a poner sobre la mesa, y no bajo la alfombra, como siempre, los males endémicos de la Justicia, que ha quedado como un reducto al que no han llegado las necesarias transformaciones democráticas y tecnológicas, imprescindibles para ofrecer un servicio de calidad. Disponemos de un mal servicio en un pilar básico, pues por muchas normas que se dicten, si la Administración encargada de garantizar que se cumplan por todos, funciona en las actuales condiciones, el déficit democrático se hace insostenible, porque algunos conocen las grietas del sistema que permiten los incumplimientos.
Se ha impuesto una sanción ejemplarizante a una secretaria judicial, y otra al juez Rafael Tirado, considerada por muchos una burla, por escasa. Y a partir de ahí, el grueso de jueces y secretarios, que suelen estar ausentes, convocan juntas masivas y huelgas en toda España, precedidas por un encendido debate que ha colapsado el mail del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), desatándose una reacción sin precedentes de las bases de la judicatura.
Calificar de corporativa y gremialista esa amplia reacción solo puede contentar a quien se conforma con explicaciones simples. Si miles de jueces han mostrado su descontento públicamente, sin conocer al detalle la actuación del juez del caso Mari Luz, es por algo más. El problema radica en que el juez y la secretaria más eficientes podían haber sido sancionados aplicando el criterio de ofertar cabezas de turco, sin considerar las patéticas condiciones de trabajo que tenemos, en las que se hace difícil exigir responsabilidades, y sin respetar principios democráticos básicos del derecho sancionador.
Quizá nadie contó con los efectos que, en ocasiones, generan las decisiones injustas. Los jueces han comprobado que pueden ser sancionados en cualquier momento, dependiendo de la suerte de que no suceda un hecho luctuoso en los expedientes que se tramitan en sus destinos. Y además no se sienten representados por las asociaciones judiciales. Unas, convertidas en agencias de colocación para los pocos miembros que participan en ellas --salvando honrosas excepciones--, pues se está en mejores condiciones si el candidato es dócil y mira hacia otro lado cuando el CGPJ, el ministerio o la consejería de una autonomía adoptan medidas que deterioran aún más el servicio público, o nos imponen condiciones de trabajo más penosas. Y otras, porque tampoco han exigido soluciones.
En esta década, con independencia de quien haya ocupado el poder, se han vendido a la ciudadanía reformas penales que iban a remediar todos los problemas sociales y de seguridad. El lema desde hace más de cinco años ha sido todos a la cárcel. Hemos conseguido tener las prisiones más llenas de Europa y los juzgados más colapsados, cargando el peso de esas alegres reformas en las espaldas de los órganos judiciales.
Juzgados en los que para conocer el estado de las ejecutorias se han de repasar, hoja por hoja, miles de procesos y apuntar plazos en una libretita. Juzgados en los que prescriben miles de penas por la desorganización y el caos, diagnosticado por el CGPJ, que no ha exigido remedio a los diferentes ejecutivos, nacionales o autonómicos. Juzgados en los que se asigna más trabajo a los funcionarios más diligentes porque otros ingresan de las oficinas de empleo sin formación, mientras se demora muchísimo la convocatoria de oposiciones. No se imparten instrucciones que permitan homogeneizar criterios entre órganos judiciales, y podría hacerse a través de la estructura jerárquica de secretarios judiciales dependientes del Ministerio de Justicia. Juzgados en los que tenemos escribanos en los juicios, los secretarios judiciales, técnicos en derecho absolutamente desaprovechados y a los que pagamos para que se aburran mirando el techo de la sala de vistas mientras los sistemas de grabación podrían realizar infinitamente mejor la función de reproducir lo que acontece en un juicio. Las estadísticas, confeccionadas manualmente, solo pueden reflejar datos cercanos a la realidad, pero escasos, que no permiten planificar políticas. Estas se hacen sabiendo que la estructura judicial no podrá asumirlas, pero como los ciudadanos no conocen la precariedad, siempre se podrá imputar toda la responsabilidad a los que aquí trabajamos.
Si el sistema no se hunde, es porque unos cuantos, y no deben ser pocos, asumen el trabajo que no les corresponde, incluso el de algunos compañeros que no cumplen mínimos. Así no es posible hablar de independencia judicial, que debe ir siempre unida a la exigencia de responsabilidad. Nadie debe ser intocable. Miles de jueces han lanzado un grito de hastío, desmoralización, y temor. Como nadie está libre de pecado, es hora de que nos esforcemos juntos para tener un servicio público eficiente. Nos lo merecemos.
María Sanahuja, Magistrada de la Audiencia Provincial de Barcelona. Miembro de Jueces para la Democracia.