Cuando cruzas el nuevo cauce del Turia todo se tiñe de sepia y se te encoge el corazón. A ambos lados de la carretera, ya practicable, se ve devastación.
Cuando llegas a los pueblos, las calles están transitadas (que no abarrotadas, como nos habría gustado poder decir) por personas vestidas de blanco y manchadas de marrón ya desde primera hora de la mañana.
El trabajo no cesa mientras la luz del día lo permite, porque las noches siguen siendo oscuras como la peor de las pesadillas.
El escenario ha mejorado, sí. Ya no se ven coches o muebles sino barro, en su mayoría seco, que te acompaña allá por dónde caminas. Las calles están despejadas a fuerza de haber trasladado los coches a solares y descampados más amplios en los centros y las afueras de los pueblos. En las varias alturas apiladas, se pueden ver carrocerías cuyas marcas indican la peor de las suertes.
Las necesidades de los vecinos cambian a diario y es muy complicado, ante la desorganización institucional que les tiene abandonados, prever que faltará o sobrará en cada centro logístico improvisado.
Cada día, desde bien temprano, hay personas que intentan poner cabeza a la desorganización absoluta de las instituciones y los gobiernos. Desde allí, te dirigen a visitar a personas que no pueden salir de sus casas o a limpiar garajes o negocios que a día de hoy siguen inundados con varios palmos de agua. Te ofrecen material como botas, trajes EPI, gafas, guantes, mascarillas, etcétera.
Algunos de los garajes siguen abnegados y la falta de maquinaria pesada hace que muchas veces haya que empezar a achicar a paladas, llenando cubos que luego se subirán a mano a la superficie.
Es un ambiente tóxico y que requiere de inmediata acción, puesto que, a la preocupación de los vecinos por comer, ducharse o que no les roben y okupen, se añade la de perder sus casas por el colapso de los edificios.
Por ello, de lunes a viernes los vecinos cambian sus zapatos de oficina en las paradas de las nuevas líneas de autobuses a las entradas de los pueblos por las botas de agua que los acompañarán en su tiempo libre, que tardará en ser tal. Porque sacar lodo a paladas en cubos no sólo es agotador, sino también muy lento.
Los vecinos necesitan ayuda. Y en vista de que la oficial no llega, o al menos, no en la medida en que se necesita, ayudémosles nosotros.
Todo aquel que pueda ir, que no crea que estorba o que ya no hay nada que hacer. Hay. Y mucho. A paladas, por supuesto, pero también dándoles voz, escuchándoles y, sobre todo, no dejando que se queden en el olvido.
Andrea Conesa y Carmen Figaredo son voluntarias en la reconstrucción de Valencia tras la DANA.