No perdamos la ocasión

Por Ricardo Senabre (LA RAZON, 08/03/04):

El próximo día 1 de mayo, diez países se convertirán en los nuevos estados miembros de la UE, que aglutinará desde entonces veintidós naciones diferentes. Éste es un hecho político cuya importancia no debe, sin embargo, ocultar un fenómeno de gran envergadura que la ampliación comporta: los doce idiomas que actualmente se utilizan en la Unión Europea como lenguas oficiales y de trabajo pasarán a ser también veintidós. ¿Qué posición ocupará el español en la compleja Babel que se avecina?

Por ahora, y según la legislación comunitaria, el español forma parte, junto con las otras once lenguas de la Unión, de los idiomas oficiales. En la realidad cotidiana, sin embargo, hay tres lenguas predominantes, que a menudo son las únicas utilizadas en numerosas comisiones y grupos de trabajo: el inglés, el francés y el alemán. Es evidente que el predominio de estas dos últimas no se debe a que tengan en el mundo mayor extensión y más hablantes que otras, como el español, sino a diversos factores que no es del caso analizar, porque la realidad estrictamente lingüística es que tanto el francés como el alemán son, comparadas con el español, dos lenguas minoritarias. Sin embargo, en la práctica de muchas reuniones, el español queda relegado a un segundo término, junto a idiomas como el neerlandés o el gaélico. Si aceptamos que esta falta de equidad constituye un fracaso, es preciso añadir a renglón seguido que el fracaso no es imputable a los infinitos escritores que, desde Fernando de Rojas hasta García Márquez, han elevado las posibilidades expresivas de la lengua a cimas sobrehumanas; ni tampoco a instituciones como las universidades, el Instituto Cervantes o la Academia de la Lengua, cada una de las cuales tiene su particular área de competencia. Por si fuera poco, este arrinconamiento choca con la vitalidad y la extensión real del propio idioma, que es ya instrumento de comunicación para cuatrocientos millones de hablantes y sigue creciendo. La impotencia para situar el español en el lugar que le corresponde dentro de los organismos políticos supranacionales, lo que parece una renuncia tácita, acaso resignada, a ocupar un puesto en la primera fila del escuadrón, es un fracaso exclusivamente político. Preocupados por enarbolar y, poner de relieve nuestros índices de inflación o de creación de empleo, además de proclamar lo bien que nos salen las cuentas, como si la sociedad fuera únicamente un gigantesco libro de contabilidad, hemos olvidado sacar partido a nuestra mayor riqueza: la lengua. El reflejo de esta omisión, no sé si desdeñosa o ignara, lo tenemos dentro de nuestras propias fronteras. En efecto: durante la campaña electoral, que es época propicia para acuñar promesas incontables, a menudo peregrinas, y edificar castillos en el aire, se ha hablado mucho de beneficios fiscales, de ayudas a las familias, de reducción de impuestos ¬de dinero, en suma¬, pero no se ha oído ni una sola voz que, al margen de cualquier coloración política, apuntara la necesidad de reforzar el papel de nuestra lengua en las instituciones internacionales a las que pertenecemos y en las que se ventila una parte de nuestro futuro

Lo peor de todo es que llueve sobre mojado. Cuando cayó el muro de Berlín, en las universidades y los centros de enseñanza de la antigua Alemania oriental ocurrió algo que nadie había previsto: las asignaturas de lengua rusa y marxismo, antes obligatorias en todos los planes de estudio, desaparecieron como por ensalmo del mapa docente. Había que introducir una segunda lengua que ya no fuera el ruso. Era una gran oportunidad para el español, que en aquel inesperado páramo podía florecer en forma de lectorados sostenidos por nuestro Ministerio de Educación. (Hay que aclarar que un lectorado representa, en el conjunto de los gastos asignados a la enseñanza, algo así como el chocolate del loro). Hubo gestiones de diversas personas con jefes y jefecillos de dos ministerios, y hasta con un ministro de cuyo nombre no quiero acordarme. Se escucharon las habituales buenas palabras, acompañadas por las consabidas y campechanas palmadas en el hombro ¬porque a campechanía y llaneza no nos gana nadie, sobre todo si se disfruta de un cargo político¬, pero no se dio un solo paso para aprovechar la oportunidad. Y los numerosos centros donde podían haberse creado lectorados de español se vieron invadidos por otros de lengua italiana. Hoy se escucha el dulce idioma de Petrarca en las aulas donde, con otros auspicios, hubiera resonado el de Cervantes. Y lo cierto es que la expansión del español ¬como de cualquier otra lengua¬ comienza ahí, instalando su oferta en el núcleo de las enseñanzas regulares de un país, lo que, en nuestro caso, no resulta nada arriesgado, puesto que se conoce la magnitud actual de la demanda. Los demás apoyos, como el cortejo de actos culturales de distinta naturaleza organizados por el Instituto Cervantes, constituyen refuerzos convenientes, cuya eficacia, sin embargo, depende de la existencia previa de esos grupos, cada año más numerosos, que aprenden español como segunda lengua en sus estudios secundarios o en la universidad. Por eso fue una torpeza, e incluso una irresponsabilidad ¬política, naturalmente, puesto que a los políticos correspondía la decisión¬ no haber creado las bases necesarias para que esta situación se diera en la antigua Alemania oriental. Recordar aquel error puede ser útil para no cometer otros. Es preciso cuidar la creación de lectorados de español, estimular su desarrollo y proveer de libros a los departamentos en que se enseñe nuestra lengua. He visto algunos de esos lugares en los que la biblioteca de español estaba formada sobre todo por libros en catalán, lo que dice mucho de la generosidad y el buen sentido de la Generalitat, pero no responde a la realidad objetiva de la diferencia, mantenida durante siglos, entre el volumen de la producción literaria en catalán y el de la lengua común, que incluye la literatura de Hispanoamérica.

¿Qué ocurrirá cuando, dentro de muy pocos meses, las instituciones europeas, los grupos de trabajo y los comités del Consejo se vean incrementados con representantes de diez nuevos países? ¿Se extenderá el área de interpretación a todas las lenguas, con el consiguiente aumento presupuestario? ¿Se aceptará la fórmula que algunos proponen de «Request and Pay», que establece el pago de una cuota por parte de aquellos países que exijan una traducción a su idioma? ¿Se reducirá en la práctica, como parece más probable, el uso general a un par de lenguas, además del inglés? En tal caso, ¿cuál sería el destino del español? Urge hacerse cargo de la situación, y nadie que esté en sus cabales puede pensar que se trata de un asunto baladí. No perdamos la ocasión. Los políticos deben actuar, y hay que confiar en que se pongan de acuerdo. Resultaría alarmante que lo consiguieran para afrontar el cáncer del terrorismo y no para defender la lengua de todos. En este punto sería tan reprobable el rechazo como la omisión. Me gustaría en este caso no tener que dar la razón a George Steiner cuando afirmaba hace poco, observando con atención nuestros problemas, que el idioma español, instrumento de comunicación con el que se puede viajar por más de medio mundo, tiene sus mayores enemigos dentro de casa.