El descenso en la prima de riesgo de España —y de Italia, Portugal, Francia, etcétera— no ha sido causado por la política económica seguida por el Gobierno en el último año y medio, como afirmó Rajoy sin pestañear en el debate parlamentario de la semana pasada. Esta política es responsable del aumento hasta el infinito del paro, al aprobar una reforma laboral suicida cuyo efecto ha sido el despido masivo. De eso sí es responsable. Pero no, desde luego, de la relajación de los mercados financieros mundiales en las últimas semanas.
El origen de este punto de inflexión coyuntural está en tres hechos concatenados: la decisión del Banco Central de Japón de inyectar, por fin, liquidez en la economía financiera, siguiendo la política de la Reserva Federal de los Estados Unidos; la bajada del tipo de interés decretada por Draghi y su amenaza de ir más allá; y la resignación de la Comisión Europea a que la cifra mágica del 3% del PIB de déficit sea retrasada dos años más en Francia, España y Holanda (en este caso, un año más).
La razón de esas decisiones del BCE y de la Comisión es “la crisis dentro de la crisis” sufrida por el (hasta ahora) dogma de la austeridad, que lleva dominando el escenario de la política económica europea desde la noche del 9 al 10 de mayo de 2010; la del pánico de los Gobiernos europeos a los mercados financieros, tras el estallido de la economía griega. Ese pánico es el que desencadenó la política de austeridad, porque los Gobiernos de la eurozona, mayoritariamente, entendieron que, si no se daba un hachazo a los gastos públicos, los inversores dejarían de financiar la deuda y abocarían a la quiebra a un país tras otro.
La campeona del rigor presupuestario en estos años ha sido Angela Merkel, la derecha alemana. Lo sigue siendo. Tiene un objetivo, ganar las elecciones del 22 de septiembre. No va a cambiar hasta entonces. Pero los demás países, particularmente los llamados periféricos, y en especial el nuestro, no pueden aguantar más dosis de recorte de gastos a palo seco.
Asistimos, como dice el título del Informe de las Fundaciones Alternativas y Friedrich Ebert sobre el estado de la Unión, al “fracaso de la austeridad”. De hecho, las economías que más han cortado el gasto público —rescatadas como Grecia y Portugal y no rescatadas como Reino Unido— son las que más contracción han sufrido. Se ha producido algo que la doctrina de la austeridad no había querido prever. La lucha unidimensional contra el enorme déficit y la correspondiente deuda de los países europeos ha terminado en más recesión y en una subida impetuosa de la deuda. La eurozona tiene, como media, un 90% del PIB de deuda. Tendrá un 96% —pronostica la Comisión— en 2014. Un 12,1% de la población activa desempleada. Decrecimiento de la economía mayor aún (0,3% en 2012; 0,4% como previsión para 2013). Debilitamiento acusado del Estado de bienestar, sanidad, educación, dependencia. Hundimiento de la capacidad del consumo. Podríamos seguir desgranando cifras a cual más negativa, que empiezan a extenderse a los países “acreedores", como Alemania. BMW y Siemens acaban de anticipar peores resultados en 2013 a causa de la debilidad manifiesta de los mercados europeos.
Ya no vale decir que los inversores castigan con intereses altos a las emisiones de deuda de los países más sedientos de financiación. Incluso Bill Gross, del Pacific Investment Management Company, uno de los grandes inversores, que había sido firme sostenedor del mantra de la consolidación fiscal, ahora defiende con la misma contundencia lo contrario, diciendo que la austeridad ha ido demasiado lejos. Es lo que están diciendo empresas inversoras del Ibex 35 (recientemente, ACS). Lo mismo declara sin tapujos el nada sospechoso Fondo Monetario Internacional. Hay una conciencia cada vez más acusada de que las economías europeas habrían crecido de no haberse aplicado de forma rígida la política de austeridad, y de que hoy es más urgente fortalecer la demanda y crear empleo que reducir la deuda rápidamente.
La cuestión no es dar un bandazo y renunciar a hacer descender la cifra de deuda, sino tener suficiente flexibilidad para abrirse a un plan de estímulo económico creíble para la creación de empleo, sobre todo entre los jóvenes. ¿Cómo financiar este estímulo a corto plazo? Básicamente, a través de créditos del Banco Europeo de Inversiones para infraestructuras; del descenso de la prima de riesgo, aún muy alta y poco competitiva para España, mediante una acción más decidida del BCE en la compra de bonos; y de que el dinero que este da a los bancos, ilimitadamente y casi regalado, llegue a las pymes europeas con este mismo bajo interés. Esa condicionalidad es la que debería establecer el BCE a cambio de dar crédito barato a la banca. Sería esencial esta acción porque, a diferencia de Estados Unidos, los créditos bancarios representan en Europa el 80% de la deuda corporativa. Por otra parte, la unión bancaria, con su complejidad legal y las constantes dudas germánicas, aún queda lejos.
Las medidas supranacionales requieren un complemento nacional, que no es sino la reforma fiscal, para que las rentas del capital, de las multinacionales, de las grandes fortunas, de los poderosos servicios financieros, sufraguen el precio de una crisis creada por ellos.
La necesidad de orientarse hacia el crecimiento, financiado con más ingresos —no con menor gasto público— es ya una evidencia imposible de obviar. Hay una fatiga de austeridad que las sociedades europeas no soportan por más tiempo. Sobre todo cuando observan que países como Estados Unidos, que no ha seguido esta política, abandonó la recesión a mediados de 2009 y tiene resultados como el del mes pasado: 165.000 empleos creados, y una tasa del desempleo que baja del 7,6 al 7,5%. En la Unión Europea, los bancos son incapaces de transmitir a las empresas los beneficios de una política monetaria laxa como la impulsada —con regular éxito— por un BCE dividido y siempre cuestionado desde el Bundesbank.
El giro hacia la creación de empleo no se puede hacer desde un solo Estado. Necesita de una estrategia europea. La Unión Política es la culminación natural de una política económica común, pero esto es a largo plazo. Por eso, el Consejo Europeo de junio tendría que dar el salto hacia una política económica activista para la recuperación del crecimiento. Solo este órgano —en detrimento de la Comisión y el Parlamento Europeo— tiene hoy la autoridad y capacidad política para hacerlo. Una serie de países —mayoritariamente del Sur— deberían aunar esfuerzos en esa dirección. Los nuevos Gobiernos en Italia y Francia lo facilitan. Falta que el español deje su actitud pasiva y se una a una política que debe aspirar a ser mayoritaria en el Consejo Europeo, como empieza a serlo en el seno del BCE. Veintiséis millones y medio de parados en Europa, más de seis millones en España, no pueden esperar a las elecciones alemanas.
Diego López Garrido es director y Nicolás Sartorius y Carlos Carnero coautores, respectivamente, del Informe sobre el estado de la Unión Europea 2012 (Fundación Alternativas y Friedrich-Ebert Stiftung).