Vivo en la Franja de Gaza desde hace 60 años, y nunca he sido testigo de nada parecido al horror de estas últimas semanas. Hasta ahora [9 de agosto], el Centro Palestino de Derechos Humanos (CPDH) ha confirmado la muerte de 1.994 palestinos. De ellos, las primeras investigaciones indican que 1.657 son civiles, entre los que hay 468 niños.
El grado de destrucción que han sufrido las viviendas tampoco se había visto nunca. Hay ya casi medio millón de desplazados en el interior de la Franja. Casi un tercio de la población. ¿Dónde se supone que va a ir esa gente? A refugios, hospitales, instalaciones de la ONU: todos ellos han sufrido ataques.
Los servicios en Gaza ya no dan más de sí. Se calcula que alrededor de un millón de personas no tiene acceso a agua potable. Miles de civiles se han quedado sin hogar. Los suministros médicos escasean. Nos encontramos ante un sufrimiento humano sin precedentes.
Esta realidad nos empuja a la conclusión de que Israel está aplicando la doctrina Gaza —una versión refinada de la doctrina Dahiya, observada por primera vez en Líbano en 2006—, que consiste en causar muertes y destrucción desproporcionadas entre la población civil para presionar a las autoridades de Hamás. Porque, si no, ¿cómo se explican las estadísticas? El 85% de los fallecidos son civiles. Se han borrado del mapa zonas enteras.
Queremos desesperadamente que acabe este conflicto. Queremos que terminen los ataques y las muertes. Los datos sobre heridos y fallecidos ocultan la verdadera tragedia: el desgarro de las familias, las vidas malogradas.
Pero, aunque deseamos que terminen los ataques, sabemos que cualquier alto el fuego debe construirse sobre la base del respeto a los derechos humanos. Esa es la lección que nos ha enseñado el proceso de Oslo, un proceso que ha dejado muy claras las consecuencias de sacrificar los derechos humanos por el bien de los avances políticos. La vida actual en la Palestina ocupada es considerablemente peor que hace 20 años. En lugar de ver la autodeterminación y la independencia, nuestra labor consiste en documentar crímenes de guerra y asegurar la provisión de alimentos, agua y asistencia médica. En la Franja de Gaza estamos sometidos a cierres y ataques constantes. Un niño de seis años ha vivido ya tres guerras.
Los crímenes de guerra se cometen con impunidad total. Tras la Operación Plomo Fundido —la ofensiva del 27 de diciembre de 2008 al 18 de enero de 2009—, el CPDH presentó 490 querellas criminales en nombre de 1.046 víctimas. En los cinco años posteriores, no recibimos más que 44 respuestas. Las autoridades decidieron que los otros 446 casos no merecían ni una reacción.
¿Con qué resultados?
— Un soldado fue sentenciado por el robo de una tarjeta de crédito a siete meses de condena.
— Dos soldados fueron condenados por utilizar a un niño de nueve años como escudo humano. El castigo fue una sentencia suspendida de tres meses.
— Un soldado fue declarado culpable de “mal uso de arma de fuego” por haber disparado contra un grupo de civiles que llevaban banderas blancas y haber matado a dos mujeres. Fue condenado a 45 días de prisión.
Eso no es justicia; es la ley de la selva. Los constantes crímenes de guerra y la impunidad con que se cometen niegan nuestra dignidad, nuestra valía como seres humanos. Están diciéndonos que nuestras vidas no son sagradas, que nosotros no importamos.
Pedimos que se investiguen todos los presuntos crímenes de guerra y se juzgue a los responsables. ¿No es razonable?
Debemos aprender de la experiencia de Oslo. Hay que aplicar la ley. Hasta el Comité Internacional de la Cruz Roja ha dicho expresamente que el cierre de la Franja de Gaza constituye un castigo colectivo e ilegal según el Derecho Internacional. No podemos regresar a esa realidad.
Hay que acabar con el cierre.
No es una demanda política, y creo que es una demanda razonable. Queremos que la ley se aplique por igual para todos. Queremos que se respeten nuestros derechos. Exigimos que se nos reconozca como seres humanos.
En última instancia, nuestro mensaje es sencillo. Los habitantes de la Franja de Gaza somos personas como cualesquiera otras. Tenemos los mismos sueños, las mismas esperanzas y las mismas ambiciones. Sangramos igual y lloramos igual.
Solo pedimos que se nos trate como a iguales. No somos peones en un ajedrez político; nuestro sufrimiento es muy real. Queremos que se respeten nuestros derechos humanos, que se pidan responsabilidades a quienes infringen la ley y que ese respeto a los derechos humanos sea la base de cualquier acuerdo futuro, incluido el alto el fuego que tanto se necesita.
Raji Sourani es director del Centro Palestino de Derechos Humanos. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.