No queremos que nos desnuden

El Gran Hermano nunca lo ha tenido tan fácil. ¿Por qué? En una palabra, por la tecnología. El volumen de información privada que compartimos en nuestro smartphone y la facilidad de acceso a esos datos que tienen hoy los espías hacen que, a su lado, la Stasi sea una reliquia de la Edad Media. Por desgracia, los espías no son los únicos que “leen nuestras cartas”, por usar una expresión pasada de moda, y que siguen todos nuestros movimientos. También lo hacen periodistas británicos que pinchan teléfonos y empresas estadounidenses de Internet que devoran datos en busca de beneficios.

También basta con una palabra para decir qué bien fundamental es el que está amenazado por todos esos agentes reforzados por la tecnología: la privacidad. “La privacidad ha muerto. Hay que hacerse a la idea”, dijo una vez, por lo visto, un directivo de Silicon Valley. Pero algunos no estamos dispuestos a aceptarlo. Queremos que no nos desnuden por completo. Creemos que proteger la intimidad personal es crucial, no solo para la dignidad humana, sino también para otros dos bienes fundamentales: la libertad y la seguridad.

El problema es que la privacidad es esencial para la libertad y la seguridad pero, al mismo tiempo, está en tensión con ellas. Un ministro del Gobierno que le paga las sábanas de raso a su amante a expensas del contribuyente francés no tiene derecho a protestar cuando la prensa divulga sus vergüenzas. La libertad del ciudadano para examinar la conducta de los personajes superiores es más importante que el derecho a la intimidad del ministro. La pregunta es: ¿Dónde y cómo trazamos el límite entre lo que redunda en interés de la gente y lo que solo “interesa a la gente”? Del mismo modo, si queremos estar protegidos frente a atentados terroristas cuando vamos a trabajar, es necesario pinchar los teléfonos y leer los correos de algunos personajes posiblemente peligrosos. La pregunta es: ¿Quiénes, cuántos y con qué controles?

La conclusión principal de lo que han sacado a la luz las informaciones de The Guardian, The New York Times y otros periódicos sobre las filtraciones de Edward Snowden es que esos controles no han funcionado bien ni en Estados Unidos ni en Gran Bretaña. La NSA y el GCHQ se dedicaron a absorber demasiados datos sobre demasiadas personas particulares en demasiados países, aprovechando el margen que les otorgaban unas leyes caducas y poco específicas y una supervisión insuficiente del Congreso y el Parlamento, respectivamente. El hecho de que, al parecer, el Gobierno de Obama y el Congreso estadounidense quieran establecer ahora unos controles más estrictos y Reino Unido esté avanzando en esa misma dirección indica que algo estaba mal. ¿Tomarían estas medidas hoy si no hubiera sido por las filtraciones y la existencia de una prensa libre? La pregunta se responde por sí sola.

En las últimas semanas, el debate se ha desviado hacia el problema de los Gobiernos supuestamente amigos que se espían entre sí. Esa es otra cuestión. Si yo soy el Gobierno del país X, por supuesto que quiero que mis secretos estén totalmente seguros mientras accedo de forma clandestina a los de todos los demás Gobiernos. En la práctica, todos lo intentan. Algunos podrían alegar —y así lo hicieron los espías de los dos bandos durante la guerra fría— que, si los ministerios de Defensa de todo el mundo se miran mutuamente hasta la ropa interior, el mundo quizá acabe siendo un lugar más seguro. Parafraseando a George W. Bush, habrá menos peligro de que unos y otros se valoren demasiado.

Pero ese no debería ser el tema central de este debate. Lo prioritario es la privacidad de los ciudadanos particulares e inocentes. La libertad de prensa ha asestado un golpe a esa privacidad cada vez que los controles legales y parlamentarios no han funcionado. Ahora bien, los espías no son los únicos que aprovechan las posibilidades de las tecnologías contemporáneas de la comunicación, muy superiores a lo que pudo soñar Orwell, para violar la intimidad de las personas sin motivos legítimos. La revista satírica británica Private Eye lo resume de manera genial. Bajo el titular “La furia de Merkel por las escuchas telefónicas de Obama”, muestra una foto de la canciller alemana sujetando su móvil mientras frunce el ceño. En el bocadillo que tiene encima se lee: “¿Pero quién te crees que eres? ¿Rupert Murdoch?”.

Mientras el primer ministro británico David Cameron y los columnistas de los periódicos de Murdoch acusan al Guardian de poner en peligro la seguridad nacional, comienza el juicio de Rebekah Brooks, antigua directora del difunto diario sensacionalista de Murdoch News of the World. Los cargos se remontan a las escuchas telefónicas realizadas a particulares por periodistas que trabajaban a sus órdenes cuando era directora. Unas escuchas que no se practicaron en interés de la seguridad nacional, sino del morbo nacional y cuyo propósito era, por tanto, obtener beneficios económicos con la venta de más periódicos.

Por eso, aunque necesitamos una prensa libre que controle los excesos del Estado con su espionaje secreto, los británicos, en su mayoría, quieren limitar también los excesos que comete esa prensa libre. Pero no quieren dejarlo en manos de los políticos, y hacen bien, a juzgar por el reciente intento del presidente del Partido Conservador, Grant Schapps, de manipular a la BBC con vistas a las próximas elecciones generales, en mayo de 2015. Pese a ello, el miércoles presenciamos un intento torpe y anticuado de reforzar la autorregulación de la prensa británica mediante una Cédula Real aprobada en el Consejo Privado. El Consejo Privado consiste, en la práctica, en unos cuantos ministros de los partidos en el Gobierno que asisten (de pie, no sentados) al acto por el que su británica majestad se limita a decir “aprobado”. Y ya está. Si Estados Unidos tiene su magnífica, clara y sencilla Primera Enmienda, nosotros tenemos a la reina Isabel<TH>II que declara que, “gracias a nuestra prerrogativa real y nuestra gracia especial, conocimiento certero y mero gesto”, se establece “un órgano corporativo llamado Comité de Reconocimiento”. Lo único que ha hecho es crear un mecanismo para dar reconocimiento oficial a un órgano autorregulador de la prensa al que muchos de los grandes periódicos (incluidos los de Murdoch) han dicho ya que no se van a someter. Ni Washington podría hacerlo peor.

Más aún, la mera idea de regular algo llamado “la prensa” en un marco puramente nacional se está quedando anacrónica. ¿Dónde termina “la prensa” y empieza una persona que dice algo en Twitter o Facebook? Además, los datos, las palabras y las imágenes se difunden sin tener en cuenta medios ni fronteras nacionales. La UE quiere proteger mejor la privacidad de los europeos frente a los gigantes estadounidenses mediante una nueva directiva sobre protección de datos. Pero eso puede llevar a que Internet se fragmente en territorios soberanos, algo que sería del agrado de regímenes autoritarios como China y Rusia. Defender la intimidad de unos pocos podría costarnos a todos la libertad de expresión en la Red.

¿Qué solución hay? Ninguna fácil; pero al menos no perdamos de vista lo fundamental, que no es que unos Estados espíen a otros, sino la merma masiva de nuestra privacidad.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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