¡No quiero vivir!

Según todos los indicios, y me refiero a los que resultan de la autopsia practicada en el Instituto de Medicina Legal, Verónica Forqué, de 66 años, falleció por asfixia mecánica, es decir, por ahorcadura. El suicidio se produjo el pasado lunes, en su domicilio de Madrid. Descanse en paz la gran actriz.

En mi juventud se decía que la tendencia al suicidio aumentaba con la edad, que los hombres se suicidaban más que las mujeres, que los solteros lo hacían más que los casados y que los intelectuales se suicidaban más que los que no lo eran. Ignoro qué habría de cierto en ello, pero lo que sí sé es que hoy las cifras son aterradoras. Según un informe del Centro de Control y Prevención de Enfermedades, de Estados Unidos, cada 15 minutos una persona se quita la vida y son muchas las que piensan en la posibilidad de hacerlo. Otros estudios aseguran que cada 40 segundos se suicida una persona en el mundo. Eso supone unas 800.000 al año. En Europa, la media anual es de 13,9 por cada 100.000 habitantes. En España lo hacen entre 10 y 11 personas al día.

¡No quiero vivir!¿Por qué se suicida la gente? ¿Por qué se ha quitado la vida Verónica Forqué? ¿Por qué un colega, juez de profesión, se suicidó hace ahora 14 años? ¿Por qué en el verano de 2015 un buen amigo periodista hizo lo propio? ¿Qué pasa en las cabezas o en los corazones de esas personas antes de llevar a cabo tan luctuoso acto? La respuesta a estas interrogantes está en que, al parecer, en el 90% de los casos existe algún tipo de trastorno psiquiátrico, la mayoría de las veces una depresión, y el 10% restante obedece a un factor existencial que hace que la persona en cuestión vea en el suicidio la única manera de poner fin a sus problemas. En psicología clínica, y a salvo el natural margen de error, se da por hecho que en gran parte de los suicidios concurren dos factores: desesperanza e impulsividad.

La Organización Mundial de la Salud, a tenor de las estadísticas que maneja, sostiene que la depresión es una de las grandes enfermedades del siglo XXI. El suicidio es una enfermedad de la química cerebral con desajustes entre los neurotrasmisores, pero casi siempre y pese a cualquier cuadro clínico, el que se priva de la vida es consciente de lo que va a hacer y de que no puede seguir buceando en una existencia sin oxígeno. Casi todos nos suicidamos un poco cada día y esa mayoría mundial que se ahorca, se defenestra, se envenena, se arroja al vacío o se da un tiro en el paladar lleva tiempo de meditación hacia el último paso, asumiendo que un derecho primordial del hombre es la voluntad de irse de este mundo.

«Nadie que es feliz se suicida», nos dice la psiquiatra Carmen Tejedor, especialista en la materia, para, a renglón seguido, añadir que «quien se suicida siempre es una persona con dolor físico o moral, que no ve salida y se le hace insoportable». El suicidio no es una decisión racional. El que se suicida es que no tiene otra solución, luego no dispone de libertad. Otros expertos en psicología defienden la tesis de que detrás de cada suicida hay un drama y, en especial, una historia que a todos nos estremecería, lo que me lleva a pensar si para algunos la muerte no es el reverso de todo y no sólo el de la vida, que puede ser fantástico, pero también rebosante de dolor. Lo contaba el actor Damián Alcolea en el acto conmemorativo del Día de la Salud Mental celebrado en 2018, cuando ante los asistentes exponía su propia experiencia: «Pasé por un largo periodo depresivo en el que no podía pensar con claridad. Todo era como un agujero negro que me engullía. Atravesé, como dicen los poetas, mi noche oscura del alma. Y en esa noche oscura llegué a tener pensamientos suicidas».

Sea lo que fuere, a todos nos duele imaginarnos a alguien camino de la muerte, pues el auténtico lugar del hombre es la vida. El suicidio es una locura transitoria. No me refiero a trastornos momentáneos o pasajeros. Es temporal en tanto que se trata de un simple movimiento del tiempo que acaba, por fuerza, en la victoria de la muerte. Los griegos eran conscientes de cómo la absoluta racionalidad habría de llevarnos de forma necesaria a precipitar lo que de todas formas es inevitable. Son malos tiempos aquellos en los que la gente decide despedirse de esta tierra que, por un motivo u otro, no les resulta hospitalaria. Para mí tengo que quien se quita la vida, de paso supera el temor a la muerte. Lo único que puede dar miedo de la muerte es su ulterior misterio, la ignorancia de qué es lo que va a ser de nosotros y de nuestras pretensiones, mientras descubrimos el ignorado paisaje que nadie nos ha descrito nunca con fidelidad suficiente. Los hombres somos los dueños del tiempo, pero jamás hemos sabido administrarlo.

Aparte de la tristeza, la desgraciada muerte de Verónica Forqué me refresca las dudas acerca de su ilicitud. Cicerón decía que Dios prohíbe partir de este mundo sin su consentimiento y, en la misma dirección, Shakespeare se pregunta si es verdaderamente un crimen despeñarse en la secreta morada de la muerte, antes de que ésta venga a nosotros. Por su parte, la Iglesia considera pecado saludar a la muerte sin que te la presenten, cosa con la que estoy en absoluto desacuerdo. No digamos con quienes sostienen que el suicida se va de cabeza al infierno, pues habrá casos en que éste produzca menos espanto que la vida. Porque no le demos más vueltas. Hay suicidas para quienes la muerte es la espita por donde huye el contaminado aire a presión que convierte la vida en muerte, avisando de su cruel presencia. La muerte del que teme a la vida es el dramático «¡apaga y vámonos!», que no suele ser entendido por casi nadie y que, sin embargo, ahí está con su última razón que tan sólo un hombre o una mujer entienden, aunque no sepan que, en el fondo, la muerte es un mar tenebroso de olas sin memoria y de violentas tempestades de profundos silencios.

La muerte no es un misterio insondable. La muerte es la cruz: la cruz de todo y no sólo de la vida, que puede ser placentera y saludable, pero que a veces duele como ni la muerte duele. Incluso hay supuestos en que la muerte no es el envés de la vida, sino el borrón y cuenta nueva que mancha el recuerdo del haber y del debe de los gozos y las amarguras. La imagen del suicida se torna, cada una a su velocidad, en fantasmagórica y termina por diluirse.

Con el cuerpo muerto y todavía vivo de Verónica Forqué y de tantas verónicas se agotan los adjetivos y pierden densidad y hasta significado las palabras. Con cada suicida se consumen las frases rituales. Todos los muertos son iguales, se dice, pero esto no es verdad, puesto que la muerte no es sino el denominador común de la cruel evidencia de que a un hombre ha dejado de latirle el corazón. No es lo mismo morir de viejo y dulcemente, que morir violentamente, lo que quizá pudiera tomarse como una venganza del diablo contra el hombre que se le resiste. No es lo mismo morir deseando que alguien nos cierre los ojos, que morir sin tiempo de pensarlo siquiera.

A mí el sentimiento que me produce el suicidio de Verónica Forqué, a quien únicamente conocía por su trabajo en cine y televisión, es el de una enorme pena porque su muerte prueba que no podía con la vida. Todo se llena de tortuosas interrogantes cuando el ser humano muere a voluntad y a contrapelo de la ley natural. Se me ocurre si acaso la esquela mortuoria de Verónica Forqué no podría ir encabezada por estos versos de Lope de Vega: «No hay vida como la muerte / Para el que vive muriendo».

Decía al principio que descanse en paz Verónica Forqué, una mujer que desde joven se las prometía muy felices y que con su trabajo, con sus cuatro premios Goya, deseaba hacer felices a los demás. «Portadora de valor» significa el nombre de Verónica. Descansen en paz también quienes ante la ida de Verónica Forqué y para el buen concierto de sus conciencias, sientan algún que otro remordimiento.

Javier Gómez de Liaño es abogado. Fue magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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