¡No quiero vivir!

No quiero vivir

“La muerte es un castigo para algunos, para otros un regalo, y para muchos un favor”. (Lucio Anneo Séneca).

Se llama Luis de Marcos y pide permiso para morir, pero no se lo conceden. Luis acaba de cumplir 50 años. Luis era un hombre alegre y sano hasta que comenzó a padecer una esclerosis múltiple, del tipo primario progresivo, para el que no existen opciones terapéuticas.

Luis está tetrapléjico y permanece inmóvil en una cama hospitalaria instalada en el salón de su casa. Luis, que conserva plenas las facultades mentales, en una entrevista concedida el mes pasado a la cadena SER, declaró que no le merece la pena vivir. “He tirado la toalla. Para mí la vida no tiene sentido y cada día es una tortura”, dijo.

Luis de Marcos se ha mostrado dispuesto a experimentar en carne propia el derecho a decidir su muerte. Según explica en la carta de presentación de una campaña emprendida con el título Por el derecho a una muerte digna, Luis no sólo está incapacitado para moverse, sino que su sufrimiento va más allá: “los dolores insoportables de la enfermedad que me ha tocado, me hacen desear abandonar este mundo antes del tiempo que la naturaleza, y por desgracia, la legislación española me han asignado”, escribe. Por eso Luis solicita que le apliquen la sedación extrema.

Tras las declaraciones de Luis y de las crónicas publicadas a raíz de ellas –excelente la de Ainhoa Iriberri en EL ESPAÑOL–, el debate entre defensores y detractores de la eutanasia se ha reavivado. Los primeros afirman que en nombre de la dignidad humana, cuanto antes se termine con la degeneración física, mejor. Los segundos contestan que nadie es nadie para decidir la muerte prematura de un ser humano, ni siquiera la propia, y que con los progresos de la medicina la vida sigue siendo un valor absoluto. Aquellos replican que no, que la libertad consiste también en decir adiós a la vida cuando es inapelablemente decrépita. Y, en trámite de dúplica, los otros se ponen como fieras alegando que con los avances de la ciencia no hay enfermedades intratables ni dolores horribles.

En varias ocasiones he escrito lo que pienso de la eutanasia como fenómeno social y jurídico, como situación humana y como actividad susceptible de calificaciones éticas. La muerte, por mala que pueda resultar, siempre será mejor que la suma del pesar y de la incertidumbre. Lo digo con el mayor respeto, pero ni siquiera invocando el dogma de la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino -para quien la eutanasia era la “usurpación del poder de Dios, único dueño de la vida y muerte”- en el caso de Luis de Marcos -lo mismo que en el de otros muchos Luises- puede decirse que se está disponiendo de la vida ajena. ¿En qué ofende a la Autoridad Suprema una forma de eutanasia tan suave y moderada como la sedación terminal que reclama Luis? Sedar no es matar, afirman los expertos. Su objetivo es el alivio de un síntoma intolerable.

La eutanasia, bautizada por algunos como muerte dulce, es tan vieja como la propia vida. Fue un tal Trasias de Mantinea el que, en el siglo III antes de Cristo, se dedicaba a fabricar potingues para alcanzar la muerte indolora.

Nada hay mejor que una muerte oportuna defendieron cuatrocientos años después los Plinios, tío y sobrino y como “correcto morir” entendían la eutanasia los estoicos, para quienes el método preferido era el patentado por Zenón de Citio que consistía en algo tan sencillo, económico y poco latoso como el ayuno por tiempo indefinido.

Arthur Koestler, el pensador inglés –aunque de origen húngaro– que se quitó la vida junto a su mujer antes de que la enfermedad acabase con él, escribió que la eutanasia era una forma de superar un obstáculo biológico. Confieso que no conozco bien esta teoría, pero estoy seguro de que la frontera entre el querer vivir y el desear no seguir haciéndolo está en según nos vayan las cosas en este mundo y en el apego que se tenga a esta tierra en función de las circunstancias de cada cual. Quizá fuera por esto por lo que Espartaco dijera al cónsul de Roma aquello de “los dos podemos morir, pero para ti la muerte significa perder lo mucho que tienes, mientras que para mí, en cambio, es librarme de una vez del sufrimiento”.

Al margen de condenas religiosas –Spinoza defendía que sólo una torva religión puede glorificar el dolor–, quizá el nudo de la cuestión sea acertar en si merece ser tratado de delincuente quien quita la vida a un semejante porque éste, por sí mismo, en plenitud de facultades, o, en defecto y por vía documental, a modo de testamento, decide poner fin a su existencia. En concreto: ¿debe encarcelarse a quien, sea médico o no, retira la respiración asistida al paciente que es como un vegetal o le aplica una sedación terminal?

Hoy por hoy, ninguna legislación de occidente permite que los médicos acaben con la vida de los pacientes que les piden morir y la eutanasia activa se considera delito prácticamente en todo el mundo. Sirva como ejemplo el caso de Nancy Cruzan, aquella joven que se quedó igual que un fósil tras un accidente de tráfico, en el que la Corte Suprema de Missouri sentenció que el Gobierno estaba obligado a mantener intacto el finísimo hilo de su vida y que era delictivo que la chica muriera antes de que le llegase su hora. O, por citar Europa, el de un jurado inglés que en 1992 condenó como vulgar homicida al doctor W.S., por inyectar cloruro potásico a un enfermo que estaba agonizando mientras sufría dolores insoportables y pedía a gritos que le mataran.

Al parecer la situación va evolucionando favorablemente. A tenor de los resultados de la encuesta realizada por Metroscopia el pasado mes de febrero, un 84% de las personas considera que un enfermo incurable tiene derecho a que los facultativos le proporcionen algún medicamento o substancia que les ayude a morir sin dolor. El año pasado un jurado inglés absolvió a un médico que actuó de forma parecida y tengo anotado que en 1997, en Escocia, un tribunal autorizó a un enfermo desahuciado para que muriese a voluntad.

No creo equivocarme si digo que en este panorama, el país con la legislación más permisiva es Holanda, pues desde el año 1994 la llamada eutanasia activa está despenalizada cuando se practica por un médico, previa consulta con otro colega y siempre que sea a petición escrita del paciente o de sus familiares y aquél padezca intensos dolores.

Nuestras leyes –las españolas–, sin duda por influencia de la religión católica, siempre fueron muy severas con la eutanasia, hasta el punto de que el Código Penal (CP) se ocupa de ella en Título I del Libro II, bajo la rúbrica “Del homicidio y sus formas”. Si se examina con detalle el artículo 143.4. CP resulta que, con la excusa de despenalizar la eutanasia pasiva, se castiga con prisión al “que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar (...)”.

Resulta evidente, pues, que ese texto se inclina por limitar la disponibilidad del bien jurídico individual de la vida, lo que no parece fácil de comprender con la Constitución en la mano, salvo que los padres del Código Penal olvidasen que nuestro Estado, además de democrático, es no confesional.

“Yo espero que los tribunales vean y escuchen. Tengo esperanza de que autoricen mi petición, pues sería injusto que la negaran”, ha afirmado Luis de Marcos, para acto seguido añadir que como no quiere implicar a nadie en un delito, está intentando solucionar su situación por una vía sensata y legal.

Legalmente la petición de Luis de Marcos está bien planteada, pues los derechos que se reconocen en la Constitución son para garantizar el desarrollo de la persona, de su dignidad y de su libertad. A la voluntad de hacerlo se suma una situación objetiva de enfermedad irreversible y dolorosa. Sin embargo, la solución no es tan clara y el caso es difícil de resolver.

Un tribunal no puede autorizar lo que Luis quiere porque no tiene base legal y si alguien le ayudase a morir cometería un delito, aunque siempre podría alegar la eximente de actuar impulsado por un estado de necesidad. Se sacrifica un bien menor para salvar uno mayor. Esta es la tesis que en el año 1993, a propósito del caso de Ramón Sampedro, sostuvo el magistrado Cándido Conde-Pumpido, entonces portavoz de la asociación Jueces para la Democracia y hoy miembro del Tribunal Constitucional: “el derecho a una muerte digna se apoya en el derecho a la libertad, al libre desarrollo de la personalidad y a la dignidad de la persona que contempla la Constitución y debería ser respetado cuando se expresa con serenidad, voluntariedad y firmeza, máxime si esta persona se encuentra en condiciones vitales tan mínimas”.

“Agonía sobre agonía” ha escrito Luis de Marcos en una red social, para concluir que “la eutanasia es la salida compasiva a un drama indeseado; la sedación que reclamo es lo mínimo exigible a una sociedad civilizada”. No conozco a Luis de Marcos. Hablo de él de oídas, más bien, de leídas. Lo único que sé es que ese hombre divertido que describen sus familiares y amigos, lleva tiempo deseando contactar con el otro mundo. Para él, su vida no es demasiado distinta a la muerte. Entiendo su súplica y hasta me parece justa. Distinto es que el Estado violente sus propias normas. Mientras no se modifique la ley, ningún tribunal puede autorizar a disponer los medios necesarios para quitar la vida a nadie, ni puede dejar que ningún particular lleve a cabo la acción.

No quisiera ser ave de mal agüero, pero me temo que en el actual estado de la jurisprudencia, si Luis de Marcos decidiera plantear su situación en los tribunales, el fracaso sería más que probable. Sirva de referencia la postura del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en supuestos muy semejantes al suyo –casos Pretty c. Reino Unido (sentencia 29/04/2002); Haas c. Suiza (sentencia 20/01/2011); Kock c. Alemania (sentencia 19/07/2012); Gross c. Suiza (sentencia 30/09/2014); Lamber y otros c. Francia (sentencia 05/06/2015)–. Sobre todo en el primero, el de la británica Diane Pretty, que padecía de una esclerosis lateral amiotrófica que, al igual que a Luis, la había paralizado del cuello a los pies y estaba abocada a una muerte por asfixia pulmonar. La respuesta a su demanda por parte de los siete magistrados de la Corte de Estrasburgo fue que “el derecho a la vida no significa un derecho a morir, ni genera un derecho a la autodeterminación en el sentido de otorgar licencia de escoger entre la muerte y la vida”.

En fin. Cicerón decía que Dios prohíbe partir de este mundo sin su consentimiento y Shakespeare asegura que quien se quita la vida se quita de paso el temor a la muerte. Sea lo que fuere, a mí me duele imaginar a Luis de Marcos morir no contra su voluntad sino al aire de su deseo, puesto que para Pitágoras el lugar del hombre es la vida. Será por esto por lo que tanto admiro a un amigo del alma que desde hace más de 50 años vive en una situación física como la que Luis de Marcos padece. Mi querido Eduardo, que es como este amigo se llama y que desde joven siente pasión por Nietzsche, a menudo me dice que con una sola razón para vivir se puede soportar cualquier forma de hacerlo.

Javier Gómez de Liaño es abogado, juez en excedencia y consejero de EL ESPAÑOL.

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