No sabe lo que usted se pierde...

El debate sobre los límites de la cultura (o sea, qué es cultura en sentido propio y qué no son otra cosa que productos supuestamente degradados) es, desde luego, muy antiguo. Pero si queremos situar la cosa cerca de nosotros, sin remontarnos a las viejas discusiones de hace casi un siglo entre los partidarios de la cultura minoritaria, aristocratizante (aunque fuera con el matiz que introducía Juan Ramón Jiménez: "Con la inmensa minoría"), y la cultura de masas, podríamos evocar como precedente más inmediato los planteamientos que desarrrollaba Manuel Vázquez Montalbán a principios de los años 70. De alguna manera, lo que el autor de Crónica sentimental de España venía a proponer era una especie de (con perdón) lectura sintomal de lo que denominaba los productos subculturales más populares de nuestra larga posguerra. Una lectura que permitía reconocer las huellas de la represión en los boleros, del hambre de los años del racionamiento en las historietas de Carpanta, de la educación autoritaria en Zipi y Zape, del anticentralismo en el rechazo al Real Madrid por parte de los aficionados del Barça, etcétera.

Hoy eso en gran parte ya ha quedado admitido: los intelectuales acuden a las tribunas de los estadios de fútbol (o a los tendidos de las plazas de toros) sin esconderse, alardean de poseer una espléndida colección de cómics, escuchan con ostentación en su coche CD con melodías cursilonas (a ser posible de los años 50, cuando no anteriores) o se atreven a defender los valores literarios de Corín Tellado y Marcial Lafuente Estefanía. Pero quizá esa aceptación debería ser, ella también, relativizada. Digamos que los intelectuales --guardianes en el fondo del copyright de la cultura, aduaneros de las fronteras del mundo del espíritu-- han acordado los nuevos guiños de ojo, las nuevas complicidades para seguir marcando los contornos del territorio. Vale, aceptan a Armando Manzanero y a doña Concha Piquer, pero les sigue pareciendo una horterada insufrible Andy y Lucas o Bustamente (confidencia incidental: vergüenza le da a quien esto escribe incluso teclear sus nombres en el ordenador), hasta el punto de que, si alguien los nombrara en su presencia, tenderían a repetir el viejo gesto (hipócrita hasta la médula: era el mismo que componían los intelectuales de hace 40 años ante los productos de masas de su época) de fingir que no los conocen cuando, si algo resulta materialmente imposible en esta sociedad, es ignorar la existencia de determinados personajes públicos, difundidos por los medios de comunicación.

Quizá resulte más fecundo hoy plantear el problema de otra manera. Por ejemplo, como proponía Vicente Verdú hace no mucho en un artículo publicado en el diario El País, al señalar que a lo mejor en estos tiempos constituye una forma particular de ser inculto no reconocer las marcas comerciales, cuando ellas se han convertido en señales culturales de nuestra época. Efectivamente, parece razonable suponer que cuando las generaciones futuras quieran estudiar cuál era el canon de la elegancia en las sociedades occidentales desarrolladas de hoy tengan que tomar, al menos como uno de los puntos de referencia, los trajes de Armani.

Por lo pronto, habría que partir de una premisa muy modesta, y es que el viejo ideal renacentista de la persona culta en un sentido completo hace mucho que estalló por los aires. Sin ir más lejos, la consagradísima división entre cultura humanística y cultura científica nos ha convertido a todos en parcialmente incultos. Lo comentaba recientemente la brillante escritora argentina Beatriz Sarlo: no pudo leer La breve historia del tiempo, de Stephen Hawking, porque no entendía nada (y cuando se le ocurrió pedir ayuda a una amiga científica, ésta le respondió que, dada su completa ignorancia en física, no había auxilio posible). Así pues, aceptado que todos somos parcialmente incultos, la cuestión debería quedar, tal vez, circunscrita a lo siguiente: pero, al menos, lo que sabemos, ¿de eso podemos afirmar, con absoluta certeza, que es cultura? O, si se quiere plantear de otra forma (o sea, añadiendo un elemento más): ¿la ignorancia de qué nos convierte en algo más que incultos, esto es, directamente en analfabetos?

A mí me parece que tal vez por ahí pueda haber una pista interesante a seguir. El viejo intelectual que presumía de no saber manejar el ordenador ha quedado definitivamente arrumbado (y qué no decir de aquel director de periódico de derechas que presume todavía de escribir sus artículos con pluma estilográfica: ciertamente, existiendo secretarias prestas a la transcripción, ningún conocimiento tecnológico es necesario), pero tal vez deberíamos reparar en otros analfabetismos, que nos escandalizan poco. Por ejemplo, el del ejecutivo desenvuelto y con dominio de idiomas (empieza a atreverse con los rudimentos del japonés), que se mueve con desparpajo por el mundo (especialmente, por los aeropuertos), pero que es rigurosamente incapaz de escribir una carta por sí solo. En resumidas cuentas, la pregunta que se me ocurre a modo de imposible resumen para intentar ponderar el valor de unos productos culturales frente a otros es: ¿qué se pierde el que ignora determinadas cosas?

Manuel Cruz, catedrático de Filosofía de la Universitat de Barcelona.