No se la estima en lo que vale

A pesar del continuo ruido mediático en contra, algunos siguen hablando del éxito de la UE. Es el caso del conocido sociólogo Ulrich Beck en su excelente librito Una Europa alemana (Paidós, 2012): “El éxito de la Unión Europea es una de las razones de que no se la estime en lo que vale”. Estoy de acuerdo, creo que tiene razón, es lo que está pasando.

Y añade Beck: “Muchas de sus conquistas parecen obviedades, y probablemente sólo si dejaran de existir las percibiríamos. Imagínense que se reintrodujeran los controles de pasaporte en las fronteras y aeropuertos; que no hubiera en todas partes una legislación alimentaria fiable (…) que un estudiante no pudiera aceptar un puesto de trabajo en Barcelona o Aviñón sin superar grandes obstáculos burocráticos; que para viajar a París, Madrid o Roma tuviéramos que cambiar de divisa y memorizar a cómo está el cambio. La ‘patria Europa’ se ha convertido en una segunda naturaleza para nosotros, y quizás por esta razón nos cuesta tan poco darla por perdida”.

La actualidad nos lleva a añadir a esta lista un elemento específicamente español: gracias a la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE se ha declarado que nuestro sistema de ejecución hipotecaria infringe la directiva 93/13/CEE sobre cláusulas abusivas en los contratos de préstamo celebrados entre entidades financieras y sus clientes, por lo cual el Estado debe modificar la ley y los jueces deben aplicar de inmediato la directiva. Y si hiciéramos un estudio minucioso, que resultaría extensísimo, podríamos comprobar como una gran cantidad de leyes que garantizan nuestros derechos son una mera consecuencia de las normas europeas. Por no hablar, naturalmente, de los grandes avances ya consolidados: Europa es hoy una zona sin los conflictos bélicos del pasado, con amplias libertades democráticas, un alto nivel de vida y un modelo social relativamente igualitario. No tengo dudas: un gran éxito.

Pero, a pesar de todo ello, también es cierto que en los últimos años se ha ido deteriorando la confianza de la opinión pública europea en las instituciones comunitarias. Según el Eurobarómetro, instituto oficial de sondeos de la Comisión Europea, en el año 2007 el 65% de los españoles confiaba en la UE y el 23% desconfiaba. En el 2012 se han invertido las proporciones: sólo el 20% confía y el 72% desconfía. Índices parecidos son comunes tanto en los países deudores como en los acreedores, tanto en el norte como en el sur. Así pues, la UE es un éxito histórico, pero su actual situación es preocupante. Y las medidas para salir de la actual crisis son, a mi modo de ver, y como mínimo, insuficientes.

En efecto, son insuficientes porque se limitan a lo más urgente, en especial a las cuestiones financieras y monetarias. Por ello los protagonistas de estos últimos años son el Banco Central Europeo y los distintos comisarios de las áreas económicas. No hay duda que la economía es un elemento clave, quizás el elemento clave. Sin embargo, para remediar la creciente desconfianza ciudadana no son suficientes las soluciones a los problemas económicos, aunque estas soluciones sean las más adecuadas para resolverlos. Falta otro elemento: la legitimidad democrática. Es decir, falta que el ciudadano europeo sepa responder a esta pregunta: ¿quién es el responsable último de las políticas europeas, quién elige a este responsable, quién lo controla, cuál es mi relación con él, cómo puedo pedirle explicaciones, cómo puedo contribuir a que dimita o a que lo destituyan?

Todas estas preguntas tienen respuesta, el gobierno de la Unión es democrático, que quede esto claro. Pero a su vez también es claro que la respuesta es compleja y oscura: identificar la legitimidad democrática y las competencias del Parlamento, la Comisión, el presidente y el Consejo europeos no es tarea fácil. Al final todo se simplifica diciendo que quien manda en realidad es la señora Merkel, lo cual es como decir que en España manda el Banco Santander. Algo de verdad hay en ello pero no es, ni mucho menos, la verdad. Si lo fuera, no viviríamos en una democracia.

En cualquier caso, la reforma política no sólo es importante sino también urgente: el ciudadano debe considerar como propias las instituciones políticas para que así deposite en ellas su confianza, ahora tan debilitada. Con todas las imperfecciones que se quiera, el modelo para resolver este problema ya está inventado: una forma de gobierno semejante a la de los estados democráticos occidentales, sea la parlamentaria o la presidencial. Aquí se abre, indudablemente, un debate, en el que hoy no podemos entrar, sobre la conveniencia de una u otra forma de gobierno. Pero, en todo caso, es necesario que el ciudadano europeo pueda elegir un presidente de la UE al que pueda pedir responsabilidades por las actuaciones políticas de la Unión.

Lo sucedido en Chipre es una señal de alerta. ¿Quién tomó la decisión del corralito para el pequeño ahorrador? Ni se sabe, se van pasando las culpas los unos a los otros. No es de extrañar que aumente la desconfianza y, volviendo al principio, que a la Unión Europea no se la estime en lo que vale.

Francesc de Carreras

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