No se puede seguir en Afganistán un día más

Vamos a salir de Afganistán, según el presidente Zapatero, enviando allí más tropas. La falta de lógica se cae por su propio peso. Si de verdad se quiere salir de aquel avispero, hay que poner la marcha atrás. Y creo que ha llegado (ha sobrellegado) el momento de abandonar la contienda.

La guerra de Afganistán nunca tuvo justificación moral. Su inicio fue un acto de venganza por el ataque yihadista contra las Torres Gemelas de Nueva York y un intento de castigar a los talibán por su apoyo al terrorismo. Pero la venganza es una trampa en la que suelen caer los que la tienden; y el castigo, para funcionar bien, tiene que ser justo. Ahora, gracias a las investigaciones de Lawrence Wright, sabemos a ciencia cierta lo que en su momento ya nos parecía bastante claro a los que habíamos estudiado el tema: los vínculos entre los talibán y los terroristas de Al Qaeda eran muy débiles. No hay pruebas de que el Gobierno afgano de entonces hubiese aprobado ni sabido que sus huéspedes iban a apuntar a Nueva York. Y se hallaban dispuestos, a la hora de producirse el horror mundial por el 11-S, a colaborar con la comunidad internacional sin ninguna necesidad de que conquistásemos su país.

La historia del Islam está llena de casos de movimientos extremistas, animados por fantasías milenarias o por el dogmatismo fundamentalista, que llegan al poder sudorosos por el calor del desierto y la fiebre de los excesos violentos, y que después se vuelven sosos y complacientes. Así ocurrió, por ejemplo, con los almorávides entre los siglos XI y XIII, y más recientemente con los wahabíes, que se han convertido en apóstoles del capitalismo en sus placenteros palacios de Arabia Saudí.

El caso del coronel Gadafi es una muestra bastante clara. Ese arcipreste del terrorismo sigue siendo un monstruo, sí, pero un monstruo con quien podemos negociar y colaborar. Como lo fue también en su día Sadam Husein. Los talibán hubieran terminado igual si se lo hubiésemos permitido. Para ser justa, una guerra tiene que ser el último recurso posible. Y la de Afganistán se lanzó precipitadamente, sin dar lugar a soluciones pacíficas, con grandes perspectivas de éxito.

Por la imbecilidad e ignorancia del ex presidente George Bush y su comitiva, nos lanzamos al abismo. La guerra de Afganistán no fue sólo un crimen, sino también un error. Como era previsible, la contienda no tardó en convertirse en un conflicto de guerrillas. Y, como sabemos bien por la historia de España, sin contar con los fracasos que sufrieron los británicos en el siglo XIX y los rusos en los años 80 en el mismo Afganistán, las guerras contra las guerrillas no se suelen ganar.

Un estudio comparado de operaciones militares llevadas a cabo contra grupos terroristas y guerrilleros a través de la Historia moderna revela que menos del 10% de esos conflictos se han resuelto con la victoria de las fuerzas convencionales. En alrededor de otro 10%, ganó la guerrilla. Y más del 80% terminaron por una mezcla de medidas policiales y compromisos políticos. La violencia suele resultar más o menos inútil.

Por lo visto, la guerra de Afganistán no va a romper el molde. Nuestro apoyo al Gobierno de Karzai, que es irremediablemente corrupto y fraudulento, y los excesos de violencia de las fuerzas estadounidenses, aumentan el fervor de los talibán. Su influencia como opositores al fraude electoral y a la corrupción financiera gana peso. Y su supuesta gloria como defensores del país contra los invasores es incontestable e influye a sus correligionarios en todo el mundo. Los soldados de la alianza liderada por los estadounidenses mueren diariamente sin conquistar más territorio y no cabe duda de que ciudadanos españoles se añadirán a la cuenta de muertos si no se retiran nuestras tropas.

Mientras tanto, la estrategia de EEUU está convirtiendo un fracaso probable en un desastre inevitable. El mando está dividido entre el general McChristal, que intenta elaborar tácticas positivas, y la CIA, que es una agencia racionalmente incontrolable y que sigue lanzando ataques miopes por misiles no tripulados. El reciente episodio en Kunduz, donde perecieron hasta unos 90 civiles en un ataque aéreo, demuestra que aun con tecnología convencional seguimos matando a víctimas inocentes, reforzando el odio que siente la gente por los extranjerotes invasores, y respaldando la creciente popularidad de los talibán.

Todo ello equivale a decir que por nuestra propia culpa estamos perdiendo la guerra. Tal vez aún más importante que los hechos que se desarrollan en los frentes de batalla son los cambios de opinión pública en EEUU. Sin el apoyo de los votantes estadounidenses -así como en Vietnam e Irak-, la guerra de Afganistán será insostenible. Y ese apoyo ya está tocando a su fin. Según los últimos sondeos, por primera vez, la mayoría de los votantes ya se proclama en contra a la guerra. Incluso algunos de los mayores entusiastas de la contienda apuestan ya por la retirada de las tropas y por mantener sólo una guerra llevada exclusivamente por bombardeos aéreos y operaciones especiales. Lo más probable es que Obama renuncie a la política de intensificación de la guerra antes de las próximas elecciones.

Así que es evidente que una guerra que nunca tuvo justificación moral ya carece de justificación práctica. Que jóvenes españoles arriesguen sus vidas en un conflicto con el que no tenemos nada que ver es una locura que da rabia. Afganistán es un abismo, de fondo invisible. Como sabe todo el mundo, para España, el único motivo de involucrarse en esa guerra fue el respaldo a EEUU. Irónicamente, cuando el Gobierno de Zapatero cumplió con su promesa electoral, retirando a las tropas españolas de Irak, tuvo que ofrecer a cambio un sacrificio propiciatorio, y terminó por acceder a las demandas de Bush de enviar más gente a esa otra guerra, supuestamente menos mala.

Aun más irónicamente, Obama, que acaba de ganar la Presidencia comprometiéndose a poner fin a la guerra iraquí, se encuentra obligado a aumentar el esfuerzo militar en Afganistán para mostrar su valentía y patriotismo. Y, ya de nuevo, Zapatero se apresura a meter en peligro a más soldados, tras la aprobación de envío de más de 200 efectivos. Pero el rumbo actual de la política de Obama cambiará, tarde o temprano. Si el Gobierno español volviese a respetar la lógica que le llevó a abandonar Irak, haría lo mismo con la de Afganistán. Y los norteamericanos, al fin y al cabo, cuando se den cuenta de la necesidad de seguirle los pasos, se lo agradecerán.

Felipe Fernández-Armesto, historiador. Ocupa la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston, Massachusetts, EEUU.