No sé si soy ‘Charlie Hebdo’

Como ante todo ataque terrorista, la opinión pública occidental se ha dividido en dos bloques irreconciliables. Por un lado, los “Yo soy Charlie Hebdo”, que defienden una libertad de expresión sin límites, el derecho a ofender a todo tipo de religión o grupo humano. Es una visión liberal sensata, por mucho que se hayan adherido a ella oportunistas de última hora que hubieran cerrado los Charlies Hebdos de muchos otros países, incluyendo el nuestro. Por el otro lado, tenemos a los “Yo no soy Charlie Hebdo”, para quienes la coexistencia pacífica en el mundo moderno requiere impedir las expresiones “ofensivas” mediante leyes antidiscriminación y antidifamación más estrictas. Si pensamos un poco, vemos que también tiene sentido lo que dicen. Basta con echar un vistazo a algunas de las viñetas del antisemita semanario alemán de entreguerras Der Stürmer para sentir auténtico miedo ante la propagación de ciertos odios colectivos. ¿Podemos reconciliar estas dos sensateces opuestas?

Creo que sí. En un mundo ideal, con recursos ilimitados para hacer, actualizar y aplicar con imparcialidad las leyes, podríamos establecer unos límites perfectos a la libertad de expresión. Unos límites que permitieran la sátira, la mofa, pero que filtraran los desagravios que pudieran directamente incitar a la violencia. Pero trazar la delgadísima línea que separa lo tolerable de lo intolerable es una tarea hercúlea. Bueno, hasta que alguien invente un medidor de ofensas, disponible en aplicación de móvil, que salte cuando una persona (el Rey, fulanito de tal) o una comunidad (religiosa, étnica) se sientan tan seriamente ofendidos que pudieran llevar a cabo una acción desestabilizadora. Mientras, en el mundo real y a día de hoy, si la disyuntiva es entre limitar la libertad de expresión con leyes o no limitarla, la segunda opción es más razonable, además de más económica.

Sin embargo, tenemos una tercera alternativa: institucionalizar límites, pero no legales, sino profesionales. Límites no fundamentados en normas jurídicas, sino en los códigos éticos de los profesionales; en este caso, de los periodistas. Límites que son más flexibles que las leyes —rígidas por definición— y que, por tanto, se pueden adaptar a las problemáticas sociales de cada momento. Límites que no están especificados de forma detallada ex ante, sino que se valoran en función del caso concreto sobre la base de la extensa experiencia y reputación del profesional que lo dirima.

Hasta ahora, cuando alguien se siente ofendido en países como Francia o España, suele recurrir a los tribunales. Allí, un juez, con toda la buena intención del mundo, pero sin ser un experto en libertad de expresión, aplica la ley. Una ley que, a su vez, ha sido redactada por legisladores que, con toda la buena voluntad del mundo, pero sin ser expertos en libertad de expresión, han reaccionado a un contexto muy específico. Por ejemplo, a una oleada antisemita o de violencia machista o xenófoba; o, todo lo contrario, a una ausencia total de violencia. El resultado de esta judicialización de la ofensa es, primero, decisiones arbitrarias o descontextualizadas, en las que o se tolera prácticamente todo (como ha sucedido en Francia con Charlie Hebdo) o no se toleran las bromas más inocentes (como ha pasado en España). Segundo, los castigos son absurdos, pues se basan en multas económicas, creando incentivos perversos: los periodistas ricos pueden incluso llegar a chulear públicamente de pagar una multa mientras algunas publicaciones pequeñas se pueden llegar a arruinar. O, si no imponen multas, los jueces obligan a rectificaciones que pueden ajustarse a derecho, pero que son ridículas, como el penoso “ce-ce-o-o” de TVE.

Los castigos efectivos deben venir en la forma de reputación y vergüenza pública, que es lo más efectivo para corregir malas praxis profesionales. Por ello, deberíamos institucionalizar un mecanismo estable que desjudicialice la gestión de las ofensas. Sí, muchos periódicos tienen defensores del lector muy sesudos y tenemos organizaciones, como la Comisión de Quejas y Deontología de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), que apuestan seriamente por la autorregulación del periodismo. Pero no es suficiente, dado que demasiados periodistas en España viven con un ojo puesto en si van a tener que sentarse delante de un juez por decir tal o cual cosa.

Esta situación debe cambiar: los periodistas deben autorregularse más y mejor. Para ello, deben invitar cariñosamente al Estado a que deje de inmiscuirse en los asuntos que ellos conocen mejor, proponiendo un mecanismo ambicioso para arbitrar entre ofendidos y ofensores que reemplace de forma convincente a la denuncia judicial. Que la reemplace en primera instancia, claro. En última instancia, siempre debe quedar la opción de recurrir a la justicia ordinaria en un Estado de derecho. Pero la experiencia en países con mecanismos muy estandarizados es que, si el mecanismo es eficiente, y combina profesionales del periodismo junto con profesionales del derecho, los denunciantes pueden quedar satisfechos sin tener que recurrir a la justicia ordinaria. Menos casos para nuestros sobresaturados jueces y más sentido común en la gestión de la profesión periodística.

Desgraciadamente, no hay ningún país con una gestión modélica: la autorregulación de la prensa presenta lagunas tanto en los países anglosajones como en los nórdicos. Pero las dos alternativas sobre la mesa —la desregulación total o la regulación estatal— son todavía peores. En una situación de riesgo, los Charlies Hebdos del mundo no deberían sentirse ni completamente solos ni bajo la tutela del Estado, sino arropados, pero también vigilados, por sus colegas.

Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

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