No se trata del dolor de las madres

Estos días hemos asistido atónitos a la impactante historia de un niño de 4 años que, como en el juicio de Salomón, unos padres adoptivos y una madre biológica se disputaban en un procedimiento que se ha calificado de «aberración jurídica». Sí, ya sabemos que los niños tienen derecho a una infancia feliz, a unos padres sonrientes, a una casa sin gritos, a un cuarto ordenado, a una escuela cercana, a una alimentación sana… Solo que estas condiciones las pueden ofrecer con mucha mayor facilidad unos padres que tienen recursos (no solo económicos) que un sector de la población en el que las desigualdades han hecho mella y donde el primer maltrato ha sido su propia infancia.

Por supuesto que impacta mucho la idea de un niño que lleva tres años viviendo feliz y bien atendido en una familia preadoptiva y del cual, de repente, un fallo judicial decide que ha de ir con su madre, de 19 años, a quien no conoce y a quien además privaron de todo contacto con él en la infancia. Pero también impacta escuchar a la madre cuando dice: «No me quitaron a mi hijo por llevar una mala vida, sino porque yo era una niña custodiada, que vivía en un centro de acogida».

Este caso concreto -como suele pasar- ha puesto el dedo en la llaga en un sistema de servicios sociales que con el tiempo se ha erigido como el más capacitado para decidir sobre el interés del menor. Según algunos, perversidades como la que nos ocupa se sitúan en la justicia, cuando en realidad hay que atribuirlas al modelo diseñado.

En principio, los técnicos de la Administración deciden y evalúan qué es lo mejor para los niños, pero no están sujetos a ningún control judicial. El llamado supremo interés del menor avala sus decisiones. Pero solo hace falta leer -al menos en este caso- la carta de la madre para entender que los servicios de protección decidieron que su vida mejoraría internándola en un centro y culpabilizaron a su vez a su madre por no educarla conforme a los parámetros de la sociedad en la que vivía.

Sin duda, la primera conclusión es que hay que intentar tratar a los niños en sus propias familias, aunque sea mucho más difícil. Hay que dotar a los padres del soporte y la ayuda necesarios para afrontar las crisis y ayudarles económicamente para que puedan ocuparse de sus hijos. En caso contrario, la pobreza y la marginación actúan siempre como detonantes y criminalizamos la miseria acusando a los progenitores de ser malos padres.

La segunda cuestión se centra en que la función de los técnicos de la Administración es proponer aquellas medidas que crean más adecuadas para proteger a un menor, especialmente si este está en una situación de riesgo o desamparo. Pero esta intervención, precisamente por lo delicada y difícil que es, necesita unos límites. Sobre el papel, la respuesta parece clara: los técnicos informan sobre lo que creen mejor para los menores, pero la Administración está obligada a respetar, con las mismas garantías que en los procesos judiciales, su decisión y esta debería ser avalada por los tribunales. Esta sería una protección coordinada de la infancia.

En el caso que nos ocupa, si un tribunal ha decidido retornar a un hijo a su madre biológica, pese al dolor inmenso que puede suponer apartarlo de las personas que han creído durante años ser sus padres, probablemente muy graves debieron ser también los defectos del procedimiento.

Un juez que vela por el interés del menor, lógicamente es consciente de lo sucedido aunque no sea un especialista en infancia, pero un proceso sin garantías y sin pruebas no puede ser confirmado. Por duro que sea, el paso del tiempo no puede consolidar la vulneración de los derechos de los niños y sus padres. Ninguno de nosotros lo permitiría.

No tiene sentido discutir sobre el dolor de los padres: ¿qué dolor es mayor, el de la madre biológica, que ha luchado desde el inicio por recuperar a su hijo, o el de los padres adoptivos, a los que tras serles entregado un niño con garantías de adopción se lo retiran a los tres años? Ahí está la perversidad del sistema. No se puede dar un niño en acogida con carácter preadoptivo si la madre recurre constantemente y trata de recuperar a su hijo, como no se puede tampoco pretender que mantenga una vinculación si solo se le permite visitarlo una hora al mes. Pero tampoco debe entregarse un niño a una familia ajena sin advertirla de los procedimientos de impugnación de la madre y sin que conozca con exactitud la situación jurídica.

Desconocemos las razones exactas por las cuales se ha retornado este niño a su madre, pero desgraciadamente también conocemos otros casos en los que ha sido a la inversa, que en aras del interés del menor y especialmente por el paso del tiempo se han consolidado graves vulneraciones de derechos. No hay varitas mágicas, sabemos de la complejidad del tema, pero precisamente por eso creemos que es tiempo de una revisión profunda de los procedimientos.

Esther Giménez Salinas, cátedra de Justicia Restaurativa, Fundació Pere Tarres (URL). Silvia Giménez Salinas, abogada de Familia.

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