No se vaya del Ejército, comandante

Vaya por delante todo mi respeto por una jefe del Ejército de Tierra que, terriblemente afectada tras una lucha desigual contra una institución del Estado, ha perdido parte de su salud y ha decidido abandonar la carrera militar y, con ella, su vocación de siempre. Todo mi respeto, toda mi solidaridad y toda mi pena. El asunto, conocido desde hace unos años, ha saltado a la actualidad a raíz de un programa de televisión de gran impacto y a una interpelación parlamentaria de resultado previsible, pero penoso. Un resultado indignante para una parte de la ciudadanía. El que la afectada, o su entorno inmediato, hayan tenido que recurrir a la ayuda de un partido político para encontrar una solución a lo que consideran un abuso de autoridad de considerables proporciones representa un síntoma de que algunas cosas no funcionan bien en el seno de la institución y, más aún, en el Gobierno responsable político de la misma.

Las relaciones Ejército-Gobierno(s) tienen una larga y tortuosa trayectoria en nuestra historia contemporánea. Del continuado intervencionismo militar de generales progresistas, moderados o unionistas decimonónicos se pasó, en la Restauración, al fin de los pronunciamientos y al relativo abstencionismo militar, excepto en cuestiones de orden público. Todo ello a cambio de autonomía y de privilegios, ganados a veces a fuerza de presiones, como ocurrió con la llamada Ley de Jurisdicciones de 1906, que concedía a la castrense nada más y nada menos que las ofensas a la unidad, a la bandera y al propio Ejército.

La segunda gran etapa de intervencionismo militar la abrió el general Primo de Rivera en 1923 en una dictadura de siete años que, tras el brevísimo período de la Segunda República, tendría una segunda versión mucho más cruel, ésta de 41 (1936-1977). El Ejército vencedor, el de Franco, si bien aceptó formalmente la democracia en 1977 lo hizo con reservas, llegando algunos de sus mandos a conspirar en diversas ocasiones para destruirla o reencauzarla, como se vio el 23 de febrero de 1981.

Conscientes del problema, los Gobiernos socialistas a partir de 1982 se esforzaron por profesionalizar y despolitizar a las fuerzas armadas, dotándolas de mejores medios y reformando la enseñanza militar. Un proceso que, aunque criticado por excesivamente contemporizador y timorato, acabó dando frutos. Se incorporó plenamente a la mujer y, después, de la mano del Partido Popular, llegarían la supresión del servicio militar, de la prestación sustitutoria —y, de paso, la insumisión—, así como una creciente presencia del Ejército en misiones internacionales, mayoritariamente de interposición y mediación. Con la notable excepción de Irak, a donde se fue por la decisión política de un Gobierno que ignoró la contestación masiva de buena parte de la ciudadanía. Sin embargo, la reconversión tuvo también sus agujeros negros y no fue el menor de ellos la resistencia a la plena rehabilitación de los miembros de la Unión Militar Democrática, que tuvo que esperar lustros, para vergüenza no sólo de los que se oponían a ella dentro del Ejército sino de los que no tuvieron el coraje de imponerla desde el primer momento de su llegada al poder.

Lo sucedido tras las reformas ya no es achacable a la —por algunos denostada— Transición, sino a la gestión política de las Fuerzas Armadas por los Gobiernos de turno. Algunos de los casos causan indignación sólo de recordarlos, como el tristemente célebre del Yak 42, con un ministro incapaz de asumir sus responsabilidades, descargándolas en subordinados. Otros, responden a omisiones flagrantes, como no incluir en su día en el Código de Justicia Militar el delito de acoso sexual y tener que hacerlo cuando ya existen víctimas, conocidas y desconocidas. Y otros casos más, como el de la comandante Cantera, responden a la incapacidad política para enfrentarse a las redes de falso compañerismo, amiguismo y represalia que al parecer se dan entre determinados mandos. Y muestran la nula voluntad de atajar abusos y enmendar errores, como se ha visto estos días en el Congreso de los Diputados, sin que valga escudarse tras sentencias judiciales.

Las Fuerzas Armadas, como cualquier otra parte de la Administración del Estado, se merecen una gestión política impecablemente respetuosa con los derechos de la ciudadanía, a la que no le tiemble la mano en la defensa de aquellos, incluyendo los de su propio personal. Me consta la preocupación de sus muchos miembros por su imagen ante la sociedad a la que sirven y a la que dedican sus vidas. Me consta fehacientemente su disposición y colaboración desinteresada con otras instituciones, como la Universidad. Por desgracia, la absurda confluencia de incapacidad política, falta de voluntad y rémoras de rancio corporativismo, como se ha visto en el caso de la comandante Cantera, viene a empañar mucho de lo ganado en los últimos años. También por desgracia, la ciudadanía ha descubierto que queda mucho por hacer y asistido a un nuevo ejemplo de mala gestión política. En cambio, y por encima de todo, muchos ciudadanos hemos descubierto a una profesional, no de valor supuesto, sino probado.

Joan Maria Thomàs es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Rovira i Virgili.

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