No será una guerra, será un crimen

Por Antonio Gutiérrez Vegara, colaborador del Observatorio de la Globalización de la Universidad de Barcelona  (EL PAÍS, 27/02/03):

La enemistad no se provoca por expresar las diferencias, sino negándose a compartir las diferentes razones, pasando directamente a la descalificación de quien piensa de distinta manera. Es la asimetría evidenciada en los comportamientos del núcleo central de la Unión Europea y de la Administración norteamericana, que viene agrandándose desde que ésta marcase por su cuenta que el ataque militar contra Irak debía ser la siguiente fase de la llamada guerra contra el terrorismo internacional. Cuanto más se exigen a sí mismos los europeos en su argumentación para lograr el desarme del dictador iraquí sin llegar a la guerra, de mayor calibre son los desprecios e insultos que reciben de los miembros más destacados del Gabinete de Bush y de los editorialistas de los principales periódicos estadounidenses alineados con él. Si una ministra alemana deslizó una inaceptable comparación entre Hitler y Bush en el fragor de la campaña electoral, no repitió cargo y su Gobierno presentó las oportunas excusas. Pero si Donald Rumsfeld empieza por hablar despectivamente de la vieja Europa, es jaleado por su jefe; después se aplaude la ramplonería de un diario en el que se asimila la necedad con ser francés, o la estrafalaria alineación de Alemania con Cuba y con Libia, para terminar con las insinuaciones de Colin Powell acerca de la complicidad de Francia y Alemania con Sadam Husein "para sacarle del apuro".

No se sostiene, por tanto, la acusación a los europeos de estar azuzando la enemistad con los EE UU. Desde esta parte del Atlántico norte no se promueve el enfrentamiento entre los pueblos de los dos continentes, son las actitudes de los respectivos dirigentes políticos las que difieren. Las opiniones públicas no tienen tantas divergencias y aún son menores entre sus exponentes más destacados, los que pertenecen a las comunidades científica, cultural y buena parte de la política -aunque los de EE UU no ostenten ahora el poder-. Tal vez por que los de aquella ribera, con más cultura que sus actuales gobernantes, comparten con los de aquí la enseñanza principal que puede extraerse de la historia de la vieja Europa: que la grandeza más ruinosa a la postre es la que se construye a fuerza de mentiras y de muerte. Aprendida por última vez cuando derrotar a quienes en su delirio pretendían engendrar a la Joven Europa costó millones de muertos y supuso la mayor tragedia en la historia de la humanidad.

Precisamente por el profundo reconocimiento y gratitud debidos a tantos norteamericanos que dieron su vida luchando por la libertad en suelo europeo, es por lo que no se debe perder el matiz que diferenció su sacrificio de la mística para traspasar, sesenta años después, la delgada línea que separa la energía de la violencia y a la fuerza de la crueldad, como dijera Albert Camus durante la ocupación de Francia por los nazis. Invocar el nombre de Dios, como tan frecuentemente se hace en los discursos oficiales del presidente Bush, para ponerlo al servicio de una matanza o erigirse en libertadores del pueblo iraquí al margen de la razón y del derecho, sería la peor manera de atesorar la memoria que trenzaron los ciudadanos libres de Europa y de Norteamérica enfrentándose al fascismo y dinamitar la base más sólida sobre la que se asentó el vínculo atlántico. La que cristalizó en el compromiso de respetar y defender la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con más camino por recorrer en el futuro para caminar hacia un mundo donde se conviva en paz que la instrumentada militar e ideológicamente para una guerra fría por fin superada. También aprendimos unos y otros que quienes enarbolaron la bandera de la libertad, ciegos de ira y divorciándose de la justicia, devinieron en tiranos, peores en muchos casos que los derrocados. Aunque por diferentes itinerarios. Ellos, descubriendo que su soberanía fue utilizada por algunos de los inquilinos de la Casa Blanca para mantener o promover dictaduras fascistas y sangrientas en aras de combatir al comunismo. Nos tocó a los españoles sufrir las primeras, cuando, satisfechos porque Franco había realizado la faena contra el comunismo se ahorraron el esfuerzo de librarnos del fascismo, como se había hecho en el resto de Europa; a los chilenos, las segundas, viendo cómo se propiciaba desde Washington que Pinochet hundiera el Gobierno democrático de la Unidad Popular bajo una montaña de cadáveres. A los europeos nos tocó comprobar que el tortuoso camino seguido en los países del Este hacia el paraíso comunista sólo había conducido, al cabo de setenta años, a mantener encerrados a sus ciudadanos en las tinieblas de la opresión.

Con sus respectivas trayectorias, las ciudadanías que en ambos continentes forjan la democracia, volvieron a coincidir en el espanto provocado por los atentados del 11 de septiembre, reforzaron su solidaridad y renovaron el empeño común en pro de la libertad y contra el terrorismo, que, amenazando la seguridad de los pueblos, merma también sus libertades. Pero hay que decir que estos valores no fueron administrados fielmente por el Ejecutivo norteamericano desde la intervención en Afganistán, deslizándose hacia la venganza en detrimento de justicia y anteponiendo su hegemonismo a la cooperación con los europeos. No obstante los discutibles resultados de aquella acción militar, la Unión Europea ha mantenido una prudencia casi excesiva, porque haberse autolimitado tanto en la evaluación de las operaciones contra el régimen de los talibanes y de sus consecuencias posteriores quizás haya servido para sentar el sobreentendido de que la estrategia a seguir en la lucha contra el terrorismo, y aun en la configuración geopolítica de aquella zona de Oriente, es competencia omnipotente de los EE UU, sin que a los países europeos les quede otro papel que el de secundarla a pies juntilllas si quieren participar de los hipotéticos beneficios que de ello puedan obtenerse. De ahí que, sin solución de continuidad, el mundo se haya visto embarcado en la dinámica de la guerra contra Irak por la exclusiva decisión de la Administración norteamericana de designarla como el siguiente paso. Ahora se discute cómo darlo, pero no ha habido lugar a debatir y decidir conjuntamente si el régimen de Irak debía ser el primer objetivo a batir en pro de una mayor seguridad mundial. La evidencia de que hay amenazas más tangibles para la paz, como el conflicto israelo-palestino, el armamento nuclear en manos de Corea del Norte, de Pakistán o de India, quieren rendirla ante el pretendido axioma de que la vara de medir está únicamente en las manos de la mayor potencia del mundo. Y en un mundo unipolar, es el que manda quien señala dónde anida el Mal y cuál es el manto que cobija al Bien. Una distinción que costó siglos de civilización arrebatársela a quienes detentaban el poder omnímodo, hasta lograr que dependiera de los que están legitimados por el pueblo, de donde emanan todos los poderes, para impartir justicia ateniéndose al estricto respeto del derecho y al cumplimiento de las leyes. Impedir que el nuevo Orden Internacional que se perfila marque un retroceso tan atroz es la causa más profunda que debiera animar la oposición a de todos los demócratas del mundo a esta guerra predecidida unilateralmente.

Es cierto que a esta deriva indeseable del concierto internacional ha contribuido la Unión Europea con su acomodaticia endogamia, ocupada en sus asuntos mercantiles mientras descuidaba su fortalecimiento político. Pero es cinismo, cuando menos, que quienes son responsables de haber obstruido el camino hacia una política exterior y de seguridad común europea, por preferir que tales funciones siguieran recayendo en el amigo americano, prediquen ahora que sólo cabe la resignación seguidista y obediente. Y más inadmisible aún es que esos mismos se hayan apresurado a romper el consenso de mínimos que la Unión Europea alcanzó para trasladarlo al Consejo de Seguridad de la ONU. Es lamentable para todos los europeos, y lo será más todavía para los españoles, que algunos representantes políticos como el presidente Aznar, emulando pobremente a Fausto, hayan elegido entre yugo y yugo para quedarse con el que más subordina, desbaratando al mismo tiempo el que les vinculaba, como iguales, a los europeos. Que es además al que habrá que volver, con Francia y Alemania, si seriamente se piensa en los intereses generales de España, presentes y futuros.

Pese a todo, la propia resolución 1.441 de la ONU, que ahora se invoca como definitiva para lanzar la ofensiva, pudo adoptarse por la mayor insistencia europea -más concretamente, de los después denostados gobiernos francés y alemán- frente a la cerrazón inicial de los dirigentes norteamericanos, que negaban su necesidad y pretendían bastarse de las emitidas años atrás para iniciar los ataques. Pero por mucho que se quiera retorcer su texto, no permite eludir una nueva resolución que cristalice la evaluación del trabajo de los inspectores ni mucho menos incluye la guerra preventiva. Concepto contradictorio en sus propios términos porque la guerra no se previene atacando, sino que se desencadena por agredir primero. "Es matar gente inocente por si acaso", como brillantemente expuso el secretario general del PSOE en el debate mutilado del Parlamento. Por si acaso tienen armas, que están descartando las labores de inspección y a las que se les quiere negar un mayor plazo por si acaso demuestran definitivamente que no existen en la medida que presuponen los gobiernos más proclives a la intervención militar. Éstos son también los que anunciaban disponer de datos e informes demostrativos de que a los inspectores se les estaba engañando en Bagdad y sin embargo han sido los primeros en ser desmentidos, cuando a los pocos días periodistas occidentales, acompañando a los inspectores, pudieron comprobar in situ que los hangares de temibles armas eran ruinas que sólo cobijaban chatarra, que los camiones utilizados como fábricas ambulantes de mortíferos productos químicos no circulaban más que por las maquetas informatizadas que exhibió Powell ante el Consejo de Seguridad. O cuando se ha descubierto que la información aportada por Blair en la Cámara de los Comunes se había confeccionado con retazos de un viejo trabajo estudiantil.

Mentiras desveladas que nos devuelven a otra reflexión de Camus sobre las palabras que acaban adoptando el significado de los actos que suscitan. Aquí y ahora, la guerra no suscitará la paz tras derrotar a un enemigo agresor, sino la masacre de cientos de miles de seres humanos. Será un crimen contra el pueblo iraquí y contra la voluntad de los pueblos que se oponen a que lo perpetren sus gobiernos.

También es mentira que vaya a procurarnos más seguridad. Antes de atacar a Irak ya se generaliza la inseguridad entre las poblaciones de Norteamérica y Europa, inducidas por sus gobernantes a proveerse de alimentos y de artilugios para tapar los resquicios de las ventanas y puertas de sus casas o tomando militarmente aeropuertos u otros lugares públicos. Y lo que es peor, se les está atenanzando en el ejercicio de la libertad con medidas restrictivas de los derechos, aderezadas con truculentos reportajes televisivos sobre la guerra bacteriológica.

Aun así, es alentador comprobar que la inmensa mayoría sigue pronunciándose contra la guerra y que buena parte de esas gentes se nieguen incluso a que la legalizacen con nuevas resoluciones. No son neutrales, como les espeta el señor Aznar, puesto que han tomado partido, pero lo han hecho por el bando contrario al que él ha decidido incorporarse sin atender a otros argumentos que los emitidos desde la Casa Blanca. Contra la inteligencia de cuantos han razonado frente a la guerra ha agotado los calificativos que su ingeniosidad ha sido capaz de producir y sus recurrentes tautologías las ha reiterado impermeable a cualquier reflexión divergente. Tilda de electoralista a la oposición y nada es más legítimo en democracia que reafirmar con los votos las voces que un gobierno no quiso escuchar. Voces que ojalá se eleven desde todas las ciudades cuantos 15 de febrero sean necesarios para impedir que truenen los cañones y votos que mañana contribuyan de verdad a la justicia, a la paz, a la seguridad, a la libertad.

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