No solo estabilidad, también soberanía

Hace bien poco Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, declaraba que el lanzamiento del euro fue un error de las “élites de Bruselas”, y las identificaba con los “técnicos de la Comisión”. Se equivocaba al confundir los niveles de debate y decisión de la institución: el político (Colegio de Comisarios) y el técnico (Servicios de la Comisión). Un error más que añadir al que siguió, hace años, a su anuncio de desaparición del euro “en cuestión de semanas, si no de días”. Suele ocurrir así con los economistas americanos porque entienden el euro como un asunto técnico regido por una estricta racionalidad económica.

Originariamente el euro nació con el objetivo de ser una de las monedas más sólidas y estables del mundo. Estuvo inspirado en ideales económicos de estabilidad monetaria y fiscal, y, a partir de la eurocrisis, también de estabilidad financiera. Estas ambiciones globales dejaban claro que nos encontrábamos ante un proyecto político con derivaciones económicas. Símbolo de la soberanía europea, el euro debía estimular una integración más profunda, y más soberana también, de esa comunidad política inhabitual llamada Unión Europea.

Desde la Edad Moderna, el príncipe ha venido reuniendo los tres atributos fundamentales de la soberanía. Se resumen en uno: el poder de dar leyes. El primero es la acuñación de moneda (política monetaria), pues “solo quien tiene el poder de hacer la ley puede dársela a las monedas”, como señala Bodin en Los seis libros de la república. El segundo consiste en la recaudación de impuestos (política fiscal); y, el tercero, radica en el poder de declarar la guerra (política exterior).

Siempre ha existido y existirá un fuerte vínculo entre estos tres atributos de la soberanía. En el Ancien Régime, el soberano concedía el derecho de acuñación a iglesias y monasterios, pero reaccionaba contra los príncipes que lo usurpaban porque le privaban de una fuente esencial de ingresos destinada a financiar sus campañas militares. Hoy en día ocurre algo parecido. En The euro as an international currency, Papadia y Efstathiou han identificado los factores que determinan el uso internacional de una moneda tales como el tamaño de la economía, el desarrollo de sus mercados financieros, su estabilidad financiera, la promoción del uso internacional de la moneda mediante políticas apropiadas, la libertad de movimientos de capital, y el poder político y militar.

Como bien decía Robert Mundell, otro Premio Nobel, en EMU and the International Monetary System, ciertamente “la cuestión del tamaño es importantísima en las relaciones monetarias internacionales. Las grandes potencias con monedas estables lideran y dominan sus zonas monetarias. Las grandes potencias requieren grandes monedas”. A parecida conclusión había llegado dos siglos antes Adam Smith en La riqueza de las naciones: las monedas de Estados pequeños convivían con las monedas de los Estados vecinos, mientras que las que circulaban en los grandes Estados eran, en su mayoría, las que ellos mismos habían acuñado.

Antes de su introducción en 1999, se presumía que el euro contribuiría a diversificar y estabilizar las finanzas internacionales, y a superar el bilateralismo triunfante del periodo de entreguerras entre la libra y el dólar. Y así ha sido. Las cifras muestran un uso creciente del euro en las transacciones internacionales como moneda vehicular en las facturaciones fuera de la eurozona; y, asimismo, como moneda de reserva e intervención de los bancos centrales en los mercados de cambio. Prueba de la confianza que inspira es la compra de miles de millones de euros realizada por el Tesoro Británico desde junio de 2016, en plena tormenta del Brexit. Según las últimas cifras del Banco de Inglaterra, que es quien gestiona la moneda extranjera en nombre del Tesoro, el Reino Unido mantenía en diciembre de 2018 más euros (44%) que dólares (29%) en sus reservas de divisas.

Sin embargo, para una gran moneda como el euro, no basta con mantener la estabilidad monetaria —interna (control de liquidez) y externa (tipo de cambio)—, fiscal y financiera. Es necesario, además, reforzar su papel de moneda global y hacerla menos dependiente del dólar para reducir la colisión de la política exterior de EE UU con nuestros intereses. El euro, segunda moneda del planeta, refleja el formidable poderío económico, comercial, financiero y de ahorro de la eurozona, pero necesita robustecer sus atributos de moneda global.

A pesar de lo que antecede, el euro ha sido incapaz de desbancar al dólar como primera moneda global porque algunos de sus elementos carecen de atractivo para los consumidores, empresas e inversores. Ello es lesivo para nuestros intereses y recorta nuestra soberanía. Así ocurre cuando la Administración de Trump aplica su política económica con fines militares y de política exterior. Nos vemos sometidos a sus reglas de extraterritorialidad, y a las sanciones asociadas que Trump impone, de modo un tanto imperial, al uso internacional del dólar.

Usar el dólar como moneda vehículo y de facturación en el comercio de bienes y servicios, en las transacciones financieras internacionales, y en las carteras de activos y mercados de crédito, refuerza la preferencia de los inversores internacionales por los activos seguros en dólares. Es el caso de los Bonos y Letras del Tesoro americano —estas últimas consideradas activos libres de riesgo— que permiten comprar en el futuro bienes y servicios en dólares, tras su conversión, pero sin pérdidas de capital y sin riesgo cambiario.

Para que el euro resulte más atractivo a quienes lo usan, los servicios de la Comisión Europea propugnan completar la Unión Económica y Monetaria, la Unión de los Mercados de Capitales y la Unión Bancaria, mejorar la liquidez de las infraestructuras de los mercados financieros, así como la rapidez de los pagos en la UE, la estabilidad de los tipos interés de referencia (eonia, euríbor), y el impacto de la diplomacia económica europea (SWD 600 final).

Combatir la coerción imperial del dólar exige el establecimiento de precios de referencia en euros para los mercados del petróleo y de materias primas, y que los mercados de bienes y servicios estén en condiciones de proporcionar financiación en euros, un hecho clave en sectores estratégicos como el aeronáutico y el naviero. Asimismo, debemos suavizar los aspectos regulatorios que colocan al euro en desventaja frente al dólar, y ampliar el fondo de activos denominados en euros, como hace la Comisión Europea con su propuesta sobre valores respaldados por bonos soberanos (SBBS, por sus siglas en inglés).

La política fiscal conservadora que practica la eurozona restringe la gama de activos seguros en euros al inversor internacional. El bunt alemán es hoy el activo seguro en euros de referencia, pero su oferta se comprime conforme disminuye la deuda alemana. En cambio, la creación de un bono federal seguro en euros emitido por un hipotético Tesoro Europeo —al que tanto se resiste Berlín, a pesar del enorme beneficio que le reportaría—, generaría una demanda tal que reduciría los tipos de interés en la eurozona, daría un impulso renovado a la función soberana del euro, y le permitiría competir con el dólar de igual a igual.

Todo ello debería verse fortalecido por un diseño político y unas políticas exterior y de defensa más cohesionadas. En septiembre de 2018, el discurso de Juncker sobre el estado de la UE abogaba por convertir al euro en símbolo e instrumento de una Europa más soberana. Esperemos que la nueva presidenta de la Comisión dote de contenido los planes para robustecer el euro como moneda global y soberana.

Manuel Sanchis i Marco es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia y doctor en Filosofía. Su último libro es El fracaso de las élites. Lecciones y escarmientos de la Gran Crisis, Pasado & Presente.

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