No somos simpáticos

Por Francisco Rodríguez Adrados, de la Real Academia Española (ABC, 30/12/03):

Resulta que los catalanes, gracias a un tipo muy especial de democracia, ya tienen un Conseller en Cap que no han elegido. Dice que España es un estado que no es simpático y él quiere la independencia.

Notable. Si después de vencer al moro y descubrir América y luchar contra toda Europa, es un decir, y mil problemas y desgracias hubiéramos tenido que caer simpáticos a ese señor, sería demasiado. No llegamos a tanto. ¡Cuánta frivolidad en cuestiones serias!

Al menos, Carod-Rovira, aunque tiene dos nombres, tiene un solo pensamiento: independizarse de unos señores poco simpáticos. Mejor que Maragall, que tiene un solo nombre, pero dos (¿dos?) pensamientos. Es españolista porque saca a Zapatero al balcón. Y dice que España desea un estado federal, como los alemanes: se confunde de sujeto, lo desea él, no los demás. Luego dice «estiraremos la cuerda» y acusa a otros de tensarla. Amenaza con el drama que está servido. Halaga a los andaluces y murcianos de Cataluña (ignoro por qué le votan, quizá por viejos temas ya somatizados). Pero ni una gota de agua ni un euro de solidaridad.

¿Qué clase de socialismo es esa? Muchos pensamos que no se debe exigir privilegios. Pero parece que el dinero es más urgente que la independencia, esa vendrá después.

En fin, Maragall se queja de que no le entienden. ¿Pero quién sería capaz de entenderle? Había en Salamanca un catedrático de Filosofía, contaba don Miguel de Unamuno, que decía a sus alumnos: cuando yo hable y vosotros (ustedes mejor, era otro tiempo) no entendáis nada, es que hago Filosofía; pero cuando veáis que ni yo mismo me entiendo, es que hago Metafísica. ¿Qué hace Maragall, Filosofía o Metafísica? Que su primer objetivo, dentro de tanta inestabilidad, es el poder, es lo único claro.

Con Pujol, uno sabía, al menos, a qué atenerse. Tenía una línea, no la ocultaba y era, a la vez, duro e inteligente. Tenía prioridades y prudencia. Solo en un tema era intratable: en el tema de la lengua. Y aun en este, tengo para mí, si los sucesivos Gobiernos españoles desde el 78 no hubieran sido tan medrosos, se podría haber llegado a acuerdos razonables, en vez de capitular sin más.

Por otra parte, me produce congoja la situación del partido socialista, indispensable para la vertebración de España. Luchan por ella, a veces, cuando firman el pacto antiterrorista o desfilan en San Sebastián con «Basta Ya». Pero luego medio se disculpan y tienen dentro de sí a gentes cripto-PNV o cripto-ERC o se alían con comunistas nada cripto. ¿O es que «hacen lo que pueden», como me dijo alguien muy importante un día? Quizá.

La verdad, me preocupo, todo esto recuerda demasiado las alianzas de los años treinta, que salieron tan mal como sabemos todos. Felipe González prefirió evitarlo. Ahora encuentro demasiados activistas vociferantes que convierten en tema de política interna todo lo que encuentran. Pero los gritos no son argumentos y ni siquiera traen votos.

Luego se ha visto que de lo del Prestige no tuvo la culpa el Gobierno, a otro le habría pasado igual; y que en Irak, tras ciertos errores de EE.UU., la ONU se ha alineado con ellos. En fin, dejo esto. Pero insisto en que hay temas esenciales en los que hay que mantener una postura firme, aunque uno se eche encima a los demagogos y a los interesados.

Son temas más esenciales, a la larga, que ganar o perder unas elecciones. A los socialistas, esos señores a que aludo se las están poniendo difíciles.

Sobre todo: una elección perdida (si la pierden, lo que, por otra parte, les evitaría un buen lío) puede recuperarse luego. Más importante es evitar que España sea la que se pierda. Sería mal para todos, hasta para Llamazares. Y, por supuesto, para los separatistas. Disgregar es perder.

Y hay una cosa llamada democracia y hay otra cosa llamada Constitución. Demasiado ha sido bordeada ya. Se hizo para establecer un guión asumible por derechas e izquierdas (valga el tópico) y por España y las regiones.

Supuso un avance de la izquierda y del regionalismo o nacionalismo. En el primer sector no ha habido mayor problema, aunque ahora hay una tensión artificial. En el segundo sí. Lo que para unos era una cesión, un nuevo límite más avanzado, para otros era un comienzo hacia una mayor disgregación.

Hoy la Constitución, que era una apertura, señala claramente un límite. El límite es España. Para evitar desastres mayores. «Por los comunes provechos, dejad los particulares», proponía ya, en nuestro siglo XV, el caballero y poeta Gómez Manrique.

Pero en Cataluña los socialistas «estiran la cuerda», como confiesa a ratos nuestro Maragall. Nada de esto hacen los Länder alemanes. Pero aquí es el deporte nacional, deporte peligroso. Lo inició Pujol, según lo confesaba en su discurso en el Colegio de Abogados de Madrid, en septiembre pasado: Cataluña había avanzado más que nunca en la Autonomía, optando por el gradualismo, decía, pero -añadía- había llegado el momento de llegar a un acuerdo global y definitivo. El ahora denostado Pujol resulta que era el Moisés que tratan de llevar más lejos estos nuevos Josués.

Pienso, simplemente, que la Constitución ofrecía ya un margen muy amplio, en ocasiones más que rebasado. Todos deben mantenerse dentro del límite que aceptaron. Europa está llena de ejemplos de lo que pasa cuando las tensiones van demasiado lejos.

Por otra parte, en democracia, hay los votos y hay las mayorías, que no deben ser demonizadas con eso del «rodillo» y demás. ¡Dicen que los de la mayoría absoluta «están solos»! Puede haber una negociación, ciertamente, un intercambio de argumentos. Pero hay un límite en el que los votos deciden dentro de las normas comunes y que debe ser aceptado.

Eso es la democracia: admitir la soberanía del pueblo español en su conjunto, así como las normas que se ha dado. Aceptar que al final se ceda ante los menos en cuestiones esenciales, no es democrático. Si por desgracias de la ley electoral se puede, con un dieciséis por ciento de los votos, ser Conseller en Cap en Cataluña, hasta ahí llega la cosa, no más allá.

Y yo, la verdad, me admiro de que, afirmando la Constitución la indisoluble unidad de la Nación española, el régimen monárquico y que los partídos políticos son libres «dentro del respeto a la Constitución y a la Ley», pueda existir un partido independentista y republicano. O puede una Autonomía, la vasca, proponer un referéndum independentista y desafiar cada día al Estado.

En fin, hay que esperar que todo acabará bien, llevamos quinientos años unidos, muchísimos más que los alemanes; unidos con los vascos, llevamos muchos más. No se percibe en Cataluña la famosa crispación: uno encuentra allí un país próspero y acogedor. No acaba uno de creerse lo que pasa. ¿Y qué decir del País Vasco, donde la crispación viene de allí mismo, no de Madrid?

En esta Navidad nos han amargado la vida a todos, a ellos mismos los primeros. Por un puro orgullo irracional, pura hambre de poder. Parece que no se resiste por mucho tiempo un estado de paz y de prosperidad: a muchos les tienta el renovar los conflictos. En realidad, tienta solo a unos pocos, que hacen lo que pueden para atraerse a la mayoría. Echan mano de halagos, semiverdades, resentimientos, egoísmos. Y al final todo nos afecta a todos, por más que todos pongamos el máximo empeño en conservar la normalidad y la serenidad. En hacer como que no vemos. En confiar en que todo volverá a sus cauces.