No son cinco años de guerra en Siria

En estas últimas semanas se han publicado diversos artículos sobre la situación en Siria, con motivo de la entrada de este país en su “sexto año de guerra”. Resulta curioso que se hayan cumplido cinco años de dicha guerra cuando el primer año nadie lo “celebró” como tal, pues en aquel entonces solo se hablaba de revueltas, revolución, manifestaciones y represión, pero no de guerra. Las matemáticas no cuadran.

En marzo de 2016 se ha celebrado, o al menos recordado, porque celebrar es difícil con las estadísticas y cifras que llegan a diario, el inicio de la “revolución de la dignidad”, como sus propios protagonistas la llamaron, una revolución fruto de años de opresión por parte del régimen autoritario más hermético de Oriente Medio. Las manifestaciones que en aquel momento comenzaron a llenar las calles de distintas ciudades, que se solidarizaban unas con otras según avanzaba la represión del aparato securitario, clamaban libertad y dignidad. Los activistas se arriesgaban a sabiendas de que el simple hecho de usar armas como la propia voz o un teléfono móvil podía suponer la detención, la tortura y, en los peores casos, la muerte. Por tanto, si queremos hablar de cinco años de guerra, hagámoslo, pero bajo la premisa indiscutible de que se trata de una guerra del aparato estatal contra su pueblo, una guerra de genocidio, amparada en el principio de “El Asad o quemamos el país”.

El uso de la aviación ha sido clave en la consecución de dicha promesa: hospitales, escuelas, hogares, edificios completos y complejos residenciales, además de lugares de culto de diversas confesiones han sido bombardeados. Basta con ver los vídeos que nos proporcionan los drones para comprender que tan tamaña destrucción y la forma en que los edificios se han desplomado no puede ser fruto del bombardeo de un tanque robado al ejército o de un rifle o metralleta, incluso de un misil disparado desde el suelo. No solo los bombardeos, sino que la política de asedio, constante desde el primer momento, cuando se cercó la ciudad sureña de Daraa, fueron clave para provocar la militarización de la revolución: de poco servían las manos alzadas contra las balas. Ahí comenzaron los enfrentamientos que han venido a llamarse guerra civil, sin tener en cuenta la amplia disparidad de los bandos.

Para complicar más la situación e incidir en que no es correcto llamarla guerra civil sin matices, es importante recordar que la revolución y sus brigadas armadas se han enfrentado y enfrentan también a grupos terroristas como Daesh y el Frente Al-Nusra, rama de Al-Qaeda en el país. Ambos han negado hasta la saciedad la idea de revolución, no ahora, sino desde el inicio. Basta con escuchar a Abu Muhammad al-Golani, líder de Al-Nusra, en sus múltiples discursos y entrevistas para certificarlo. De hecho, ni siquiera es necesario volver atrás en el tiempo. A mediados de marzo, sus combatientes dispararon contra las manifestaciones en la provincia de Idleb, especialmente las de la ciudad de Marrat al-Nu’mán, donde los viernes que han seguido al acuerdo de “cese de las hostilidades” han sido testigos de grandes manifestaciones con cánticos similares a los de 2011, pidiendo el derrocamiento del régimen. A pesar de los ataques, las banderas de la revolución han sobrepasado en número a las negras.

Eso sí es para celebrarlo. Celebremos pues, ante tanta miseria, que un frágil, imperfecto y efímero alto el fuego, que se ha cobrado víctimas igualmente, ha servido para recordar al mundo por qué comenzó todo esto y cómo: una revolución contra toda forma de autoritarismo.

Cuando Europa cierra las puertas y expulsa a los refugiados que huyen de una guerra cuyo máximo y principal responsable sigue en el poder, a pesar de las condenas verbales, como garante de la estabilidad en la zona y baluarte contra el terrorismo, celebremos que hay personas que siguen luchando por el cambio. Cuando el principal exportador de refugiados y máximo responsable de las muertes de civiles sigue enrocado en el poder y considera su permanencia una línea roja en toda negociación, celebremos que la sociedad civil mantiene su firme postura en diversos comunicados de que no se negocie hasta que dicha premisa sea totalmente eliminada de la mesa de negociación. Cuando el terrorismo se expande por el mundo a causa de la inacción internacional ante la masacre diaria de sirios, que además sufren dicho terrorismo en sus propias carnes, si tienen la desdicha de vivir bajo su yugo, celebremos que los sirios se manifiestan pacíficamente al grito de “Maldita sea tu alma, Hafez”. Cuando parece que no queda nada de lo que un día fue un rayo de esperanza, celebremos que “al pueblo sirio no se le humilla”, porque sabe levantarse de sus cenizas: un parcial cese de los bombardeos aéreos ha bastado para todo ello.

No sería justo permitir que estas manifestaciones volvieran a ser disueltas por medio de las bombas, como no es justo rechazar asilo a personas que en su mayoría insisten en querer volver a sus hogares cuando sea seguro. El Congreso de EE UU aprobó en marzo por mayoría abrumadora una resolución para exigir un tribunal internacional que condene los crímenes de El Asad, sin limitarse a condenar exclusivamente el genocidio perpetrado por Daesh. Por primera vez, ambos han quedado equiparados, y no enfrentados, en la narrativa internacional. Ha hecho falta que Daesh llevase dos años sembrando el terror para que una verdadera resolución contra las atrocidades cometidas por el régimen durante un lustro tomara forma.

Tal vez cinco años sean pocos, porque la detención arbitraria o la desaparición forzosa han sido constantes en la Siria de los Asad, padre e hijo desde que se consolidara su poder allá por 1970, sin olvidar la destrucción de Hama en 1982. No, Siria no ha cumplido cinco años de guerra, ha cumplido cinco del estallido del deseo de libertad y cambio.

Naomí Ramírez Díaz es doctora en Estudios Árabes e Islámicos, especializada en Siria

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