No son unas primarias

Trescientos noventa millones de europeos están convocados a las urnas los próximos días 22-25 de mayo en unas elecciones que coinciden con una de las crisis más profundas de la historia de la integración europea. Se trata de una crisis que es económica pero también política y de legitimidad, ya que dentro de la Unión Europea se ha abierto una gran brecha entre elites y ciudadanos y entre deudores y acreedores. Ello ha situado a toda Europa en un callejón sin salida pues las medidas que los técnicos proponen para salir de la crisis rara o difícilmente obtienen el consentimiento popular y las medidas que obtendrían el consentimiento popular no pueden ser puestas en marcha.

Es en esa tensión entre democracia y eficacia en la que se alimenta un peligroso círculo vicioso entre populismo y tecnocracia del que se nutre la deslegitimación de las democracias, la desafección con el proyecto europeo y el auge de las fuerzas populistas al que estamos asistiendo. Un importante avance de los eurófobos redundaría, por un lado, en unos gobiernos menos proclives a avanzar en la integración europea y, por otro, en un Parlamento Europeo con menos legitimidad que prestar a esas medidas de refuerzo de la gobernanza en la eurozona. También nos llevaría hacia una Europa cada vez más en contradicción con sus propios valores de solidaridad y de apertura.

De forma gradual, los ciudadanos han tendido a dar la espalda a las elecciones europeas: desde la participación récord del 62% en 1979, cuando se convocaron por primera vez, la participación ha caído sostenidamente hasta alcanzar el 43% en las últimas elecciones. Además, muchos de los que han acudido a las urnas lo han hecho para premiar o castigar a los gobiernos en ejercicio y mostrar su conformidad o disconformidad con las políticas nacionales en curso, no para marcar el rumbo político de Europa.

Por eso mismo, las elecciones europeas tientan a los partidos políticos a plantearlas en clave nacional, convirtiéndolas en un examen de mitad de legislatura. Es un proceder que supone hurtar a la ciudadanía la posibilidad de un debate informado sobre la Unión Europea en el que los ciudadanos tengan la oportunidad de juzgar las políticas llevadas a cabo hasta la fecha y, a la vez, señalar a las instituciones europeas cómo quieren ser gobernados durante los próximos cinco años. Utilizar estas elecciones como unas primarias de las elecciones generales no sólo devalúa la democracia sino que también disminuye nuestra relevancia y capacidad de acción en Europa.

El verdadero desafío que ahora enfrenta la Unión Europea es lograr que el auge de los euroescépticos no condicione su futuro en un sentido negativo, ni en Europa ni en casa. Hay que llamar a la participación, sí, y también a la confrontación con las fuerzas populistas, pero antes hay que hacer autocrítica y reconocer que durante los últimos años las cosas se han hecho mal en Europa. La falta de instituciones adecuadas y el diseño de políticas erróneas en el ámbito europeo han agravado la crisis y retardado su solución. A ello se ha sumado la falta de liderazgo de una generación de políticos que ha antepuesto los intereses electorales a corto plazo al bienestar común y la solidez del proyecto europeo. El resultado de todo esto es, reconozcámoslo, que a los ciudadanos europeos se les han impuesto sacrificios innecesarios.

La democracia se vacía de sentido, en casa y en Europa, si en lugar de ofrecer a los ciudadanos alternativas reales se les regalan promesas imposibles de cumplir que serán abandonadas rápidamente una vez logrado el poder. Sólo ofreciendo a los ciudadanos recuperar el control sobre la política se restaurará la confianza en la democracia como instrumento válido para resolver los problemas que la ciudadanía enfrenta. Precisamente porque la política y las instituciones europeas están más lejanas y son más débiles, el daño que pueden sufrir es mayor pues la agenda de populistas y eurófobos está obsesivamente centrada en reforzar el sentimiento nacional y, en paralelo, en debilitar el poder de las instituciones europeas, o incluso disolverlas.

Los populistas están equivocados en la solución a los problemas, pero si son populares es porque aciertan en el diagnóstico de las preocupaciones de mucha gente. La ciudadanía europea está hoy preocupada por el empleo, el bajo crecimiento, la precariedad laboral, la sostenibilidad del Estado de Bienestar y los servicios públicos, así como por la debilidad relativa de la democracia frente a los mercados financieros. Los europeístas deben escuchar más y mejor; no es democrático despreciar a una parte sustancial del electorado. Las instituciones europeas deben aprender a escuchar y atender a sus preocupaciones, no solo a atender sus disputas interinstitucionales, que poco o nada interesan a los ciudadanos.

La identidad y el futuro de Europa se juegan hoy en torno a tres pilares. En ellos es en los que se debe plantear el combate a los populistas. El primero, la capacidad de lograr que su moneda común, el euro, sea una fuerza de crecimiento económico, progreso social y cohesión entre territorios. Por desgracia, el gobierno de la crisis del euro no ha ido en dicha dirección, sino en la dirección de una mayor fragmentación política, económica, territorial y social entre los europeos. Por ello, es imperativo rodear al euro de los instrumentos e instituciones adecuados para que pueda de verdad ser la moneda común de un proyecto político tan singular y a la vez ejemplar como la Unión Europea. Es necesario pues, en paralelo a la profundización en la integración económica, avanzar en la integración política y social, ofreciendo a los ciudadanos la posibilidad de recuperar en el ámbito europeo la soberanía política y la capacidad de incidencia social perdida en el ámbito nacional. Sin una unión política más profunda no se corregirá la falta de legitimidad democrática del actual sistema de gobernanza europeo. Lo que equivale a decir que no se puede avanzar más en la unión económica sin el debido respaldo político.

El segundo pilar esencial de la actual Unión Europea es la libertad de circulación de personas. La movilidad de personas no solo es esencial desde el punto de vista económico, sino también imprescindible para afianzar el proyecto político europeo. Debemos dejar de observar a los ciudadanos que se desplazan por el territorio de la UE como inmigrantes: son simplemente ciudadanos que ejercen un derecho fundamental, tan crucial o más para la UE como lo es la libertad de circulación de bienes, servicios y capitales.

En último lugar, el tercer gran elemento que configura hoy la identidad de la Unión Europea es su dimensión exterior. La UE está en paz consigo misma, lo cual constituye un logro admirable, pero en sus fronteras se acumulan los desafíos y conflictos, tanto en la ribera sur del Mediterráneo como en Oriente Medio, los Balcanes y la vecindad oriental. Por altruismo, pero también por interés propio, la UE debe mantenerse activa e implicada en la construcción de la paz, la seguridad y la libertad en su periferia. Ello implica, aquí también, coraje y liderazgo político para explicar a la ciudadanía que Europa necesita una política de seguridad que merezca tal nombre y que el camino de la integración en defensa es inevitable.

En conclusión, es en el reforzamiento del euro, en la profundización de la libre circulación de personas y en el desarrollo de una acción exterior coherente con nuestros principios y valores donde Europa se juega su futuro. El proyecto político de los eurófobos es muy claro en los tres ámbitos: quieren volver a las monedas nacionales, cerrar las fronteras a los inmigrantes y aislarse del exterior. Es posible que, irónicamente, las fuerzas eurófobas estén haciendo un gran favor a los europeístas, pues les están señalando sin ningún lugar a dudas cuál es el camino a seguir: exactamente el inverso.

José Ignacio Torreblanca, en nombre del Círculo Cívico de Opinión, del que es socio fundador.

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