No soy prueba de que el sueño americano existe

Cuando pienso en el primer semestre que pasé en la universidad, me viene una avalancha de recuerdos que se traducen en una sensación física. Me siento muy cansada. Escucho el sonido de una alarma ruidosa a las 3:40 a. m. Siento la vibración en los dientes. Luego viene la sucesión de imágenes: el brillo anaranjado de los números gigantes contra el fondo negro, el toque instintivo del botón, semiconsciente, y el paneo lento que se aleja de mi cama mientras hago el esfuerzo de salir de ella y correr hacia la puerta. No me cambio de ropa. Tenía la costumbre de ponerme la ropa que usaría al día siguiente desde la noche anterior, pues es muchísimo mejor que la alarma suene a las 3:40 que a las 3:30 a. m.

Ya afuera, siento en las mejillas el frío típico del invierno en las Montañas Rocosas y emprendo el difícil camino al campus por banquetas que comenzarán a rociar con sal apenas en tres horas. Me dirijo al edificio de Ingeniería, donde tendré que quitar goma de mascar de una alfombra de pelo sintético, borrar ecuaciones extrañas de pizarrones llenos de gis y tallar el interior de las tazas del baño con un gel inodoro azul. Después de terminar, cerca de las 8 a. m., asistiré a mis clases.

Esta fue mi rutina los primeros dos meses de mi primer año en la universidad. Entonces, como no me alcanzaba para la renta, tomé un segundo empleo y empecé a servir ensalada y gelatina en la cafetería. La mujer que trabajaba conmigo también estaba en primer año y no podía costear el plan de comidas. No recuerdo que ninguna de nosotras haya hecho alusión alguna vez a la ironía de que servíamos comida que no podíamos pagar; no recuerdo haber sentido ningún enojo cuando me ponía el delantal frente a mi casillero y sacaba de mi mochila el almuerzo que había empacado, una barra proteínica y un paquete de sopa de fideos (que costaban 10 centavos en mi tienda de abarrotes local). Tampoco recuerdo haberme sentido humillada ni ofendida por limpiar los platos y los inodoros que utilizaban mis compañeros. En ese entonces, mi percepción de la desigualdad y la pobreza podría haberse sintetizado de manera brutalmente sencilla: estaba cansada.

Tara Westover el día de su graduación en la Universidad Brigham Young.
Tara Westover el día de su graduación en la Universidad Brigham Young.

Escribí acerca de estas experiencias y otras más en mi autobiografía publicada en 2018, Una educación, que, para mi sorpresa, se convirtió en un libro exitoso. Mi historia se caracteriza por sus extremos: nacida en las montañas de Idaho, de padres mormones que no me enviaron a la escuela, nunca había puesto un pie en un salón de clases antes de mi primer semestre en la Universidad Brigham Young (BYU, por su sigla en inglés). Me gradué en 2008 y obtuve una beca para la Universidad de Cambridge, donde concluí estudios de doctorado.

Hay algo curioso que ocurre cuando decides ofrecer tu vida al consumo del público: la gente empieza a interpretar tu biografía, a explicarte lo que creen que significa. En las firmas de libros, en entrevistas, con frecuencia escucho que mi historia es inspiradora, que soy un modelo de resistencia, una “inspiración”. Es agradable que te digan cosas así, por lo que siempre doy las gracias. Pero hay ocasiones en que ciertas personas van más allá y hacen algún comentario para el que no tengo respuesta. Dicen: “Eres la prueba viviente del sueño americano: que absolutamente todo es posible para todos”.

¿Acaso soy prueba de eso? ¿Eso es lo que significa mi historia?

Además de estar cansada, esto es lo que más recuerdo de ser pobre: la sensación constante de tener que hacer sacrificios costosos. Claro que tenía que optar por el mayor número de créditos, pues la colegiatura era cara; claro que debía tener dos empleos, aceptar turnos adicionales y otros trabajos esporádicos, como barrer hojas secas, cortar el césped o palear nieve. La única pregunta que hacía era cuánto tardarían en pagarme.

El dinero, o más bien la falta de dinero, marcaba el ritmo de mi vida en todos los aspectos, hasta poner la alarma a las 3:40 a. m. El salario por el turno de la noche era de un dólar más: 6,35 dólares la hora en vez de 5,35 dólares. No importaba que mis compañeras de habitación tuvieran la música a todo volumen hasta la medianoche y que, en una noche normal, solo pudiera dormir unas tres horas; no importaba que cabeceara en mis clases ni que pasara todo el invierno con una tos rasposa y un caso constante e inexplicable de sinusitis. ¡Era un dólar más! Los números eran claros y definitivos.

Mis ambiciones universitarias estuvieron a punto de concluir abruptamente durante el segundo año en la universidad. Resultó que un terrible dolor que sentía en la mandíbula inferior se debía a un nervio en proceso de descomposición. Necesitaba una endodoncia y 1600 dólares para pagarla. Decidí abandonar mis estudios. Mi plan era conseguir un aventón a Las Vegas, donde mi hermano trabajaba como camionero de larga distancia, y encontrar empleo en el restaurante In-N-Out Burger que estaba al otro lado de la calle frente a su remolque.

Entonces, uno de los dirigentes de mi iglesia habló conmigo en privado e insistió en que solicitara una beca Pell, un programa federal que ayuda a jóvenes pobres a pagar la universidad. Unos días después, recibí por correo un cheque de 4000 dólares. Nunca había visto tanto dinero; mi cerebro no alcanzaba a procesar esa cantidad tan enorme. Tardé una semana en cobrarlo, pues me daba miedo lo que tener esa cantidad de dinero podría hacerme. Entonces, las punzadas en la mandíbula me motivaron a ir al banco. Me hicieron la endodoncia. Por primera vez en mi vida, compré los libros de texto que necesitaba para mis clases. Todavía tenía dinero, más de mil dólares, así que renuncié al empleo en la cafetería y cambié el turno nocturno por el diurno. Ya no me quedaba dormida en las clases, paró la tos y desaparecieron las infecciones.

El día que cobré ese cheque fue el día en que me convertí en estudiante. Fue el día en que la corriente de mis pensamientos cambió del modo de rastreo obsesivo del saldo de mi cuenta bancaria, hasta los centavos, al modo de rastreo obsesivo de mis asignaturas. No fue una experiencia de riqueza, sino de seguridad… y con esa seguridad llegó la libertad para hacer preguntas sobre lo que quería en la vida. ¿Qué me gustaba hacer o pensar? ¿Para qué era buena? Comencé a buscar y leer libros que no estaban en la lista de requisitos de lectura; asistí a cursos que no eran obligatorios por la sencilla razón de que me interesaban y tenía tiempo para asistir.

Cada decisión que tomé a partir de ese momento fue en función de ese cheque. En esos años de desesperación, unos cuantos miles de dólares bastaron para alterar por completo el curso de mi vida. Ese cheque me dio acceso a todo un universo. Me permitió experimentar por primera vez la ventaja que ahora identifico como la más poderosa que ofrece el dinero: la capacidad de pensar en otras cosas además del dinero. Eso es lo que hace el dinero: libera tu mente para poder vivir.

Resulta tentador relatar mi historia de la manera que otros quieren que lo haga. Me encantaría ser la heroína y decir que solo hace falta trabajar duro y tener determinación, el triunfo arrebatador de la voluntad humana. Pero si soy franca y dejo de lado mi ego, sé que no es así. Ingresé a la universidad en 2004. Fui a la Universidad Brigham Young, una universidad privada que recibe enormes subsidios de la Iglesia mormona. La colegiatura era de 1640 dólares por semestre. Además, todavía no ocurría la crisis hipotecaria y era posible encontrar un cuarto en un desgastado apartamento compartido por solo 190 dólares al mes. En términos reales, estas cifras significaban que era posible que, con trabajo arduo, pudiera terminar mis estudios universitarios.

Podía ganar suficiente para cubrir la colegiatura con solo empacar las compras de los clientes en el supermercado, por 5,35 dólares la hora, durante el verano. En ese entonces, la cantidad de más de 3000 dólares que necesitaba para dos semestres parecía abrumadora, y para ganarla tenía que hacer la pregunta “¿papel o plástico?” un sinnúmero de veces. Pero era posible. Aun sin recursos familiares y sin ninguna ventaja cultural. Era algo que una persona joven podía hacer, aunque fuera de forma precaria, si en realidad lo quería.

En la actualidad, los jóvenes de las familias más pobres ya no tienen la opción de acceder a la educación que yo aproveché. Los números son impensables si tus padres son camioneros, agricultores, taxistas o trabajadores de intendencia, muy probablemente las personas más trabajadoras de Estados Unidos. Según el Departamento de Educación, en las últimas tres décadas, la colegiatura para las universidades que ofrecen carreras de cuatro años ha aumentado más del doble, incluso después de hacer ajustes debido a la inflación. Un informe que realizó en 2019 el Instituto de Política de Educación Superior reveló que en algunas instituciones estatales insignia (no escuelas privadas sofisticadas, solo universidades públicas regulares que ofrecen carreras de cuatro años) a los estudiantes de bajos recursos se les pide cubrir unos 80.000 dólares más de lo que pueden pagar. Incluso en BYU, uno de los centros universitarios más costeables de Estados Unidos con carreras de cuatro años, la colegiatura ha aumentado casi al doble desde que me gradué.

Una beca Pell me permitió saborear por primera vez la seguridad financiera. En la actualidad, hasta una beca completa es insuficiente debido a los crecientes costos de las colegiaturas y la vivienda. Cuando el programa se estableció hace 50 años, la beca más sustancial cubría el 79 por ciento de los costos de cursar una carrera de cuatro años en una universidad pública. Hoy en día, solo cubre el 29 por ciento. No es suficiente. Lo que esa beca me ofreció —seguridad, paz mental, un espacio para considerar, por primera vez, qué tipo de vida quería— ahora ya no puede ofrecerlo.

A los jóvenes pobres de nuestros días les presentamos un panorama en el que es imposible ganar. Clamamos irritados que deben obtener un grado universitario porque sin él no tienen ninguna esperanza de competir en la economía globalizada, pero, mientras lo decimos, dudamos de nuestra recomendación. Sabemos que les estamos pidiendo quedar sepultados en deudas en un periodo de gran incertidumbre acerca del tipo de empleo que podrán encontrar o cuánto tiempo tardarán en pagar los préstamos. Nosotros lo sabemos y ellos también lo saben. Para ellos, el sueño americano se ha convertido en una burla. Tal vez mi historia, más que la prueba de la persistencia del sueño americano, es la prueba de su precariedad, o incluso de su inexistencia.

Hay una multitud de soluciones. Podríamos volver a darles financiamiento a las universidades públicas e insistir en que operen como servicios públicos y no como empresas dedicadas a cobrar los precios más altos. Podríamos elevar el monto de las becas Pell y hacer una reforma en materia de deuda estudiantil. Si fuéramos más ambiciosos, podríamos resolver la gigantesca desigualdad que, en décadas recientes, ha desfigurado todos los hechos y facetas de la vida social y política.

En lo personal, comenzaré por contar mi historia de otra manera. Haré desaparecer esa vieja fábula tan de moda que reduce los méritos de las historias de éxito a meras agallas y laboriosidad. Debo admitir que, si somos francos, eran épocas más fáciles y el entorno era mejor. Nuestras instituciones eran mejores. Tal vez ese sea el núcleo de la historia, si es que se trata de algo. Es lo único que aprendí cuando cobré ese cheque: las personas no siempre pueden ser resistentes, pero un país sí que puede.

Tara Westover es autora de la autobiografía Una educación.

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