Acaba de aparecer en Francia un libro de Laurent Obertone ( La France Orange mécanique: «Francia, Naranja Mecánica» ) cuyo mismo título ya adelanta una denuncia que no se conforma con aludir a la ocultación de infinidad de delitos en las cifras oficiales (el triple de los reconocidos), sino que también recuerda la permisividad de los jueces y el espíritu de justificación y excusa permanentes hacia los malhechores con que se adornan los medios de comunicación, pues —según Obertone— el 94 % de los periodistas franceses serían «de izquierda», tan dispuesta siempre a enternecerse por los forajidos como a despreciar a sus víctimas. Datos que, de nuevo, nos replantean la cuestión de si nosotros —españoles— somos tan diferentes como nos creemos y nos gusta airear: el libro parece escrito sobre España, cambiando los nombres.
En estos días anda reverdecido el masoquismo retórico hispano por motivos bien lamentables. ¿Quién no ha leído u oído —ahora mismo— a tertulianos mejor o peor informados, con variables ganas de bronca antigubernamental, o ansiosos de hacer méritos ante los partidos de la oposición, la deleznable frase de autoflagelación comparativa «esto en Alemania no pasa»? O pongamos Francia, Estados Unidos, Inglaterra, etc. A elegir, entre los países desarrollados, y sea el asunto la corrupción política, la ineptitud y cobardía de los juristas, la incompetencia de las grandes instituciones del Estado, la venalidad de los secretarios de ayuntamiento, las huelgas de médicos, pilotos, ferroviarios, autobuseros… En todo somos inaceptables en un mundo civilizado, sin paliativos ni atenuantes. Mezclando casos muy dispares se concluye que nuestros malos son los peores porque, a fin de cuentas, subliminalmente y sin conciencia de ello, seguimos creyéndonos el ombligo del mundo, hasta para lo detestable: «Nuestra nación, en lo bueno y en lo malo, es aventajada más que las otras naciones» ( Viday trabajos de Jerónimo de Pasamonte). No más un gremio queda a salvo de las críticas, el periodístico, como si todos los medios de comunicación y todos sus profesionales fueran iguales, de suerte que debemos creer con fe ciega a carroñeros y buscones, con o sin conexiones políticas directas, aunque acusen sin pruebas o esgrimiendo un «se dice» como razón última. Y paguen —de verdad y sin indultos— los culpables, ante la Justicia, por poco que nos fiemos de ella, aunque en eso —como veíamos más arriba— nos parezcamos a los franceses. Y a los alemanes: también en Alemania se queja la población de la blandura de jueces y leyes, e igualmente hay errores médicos pavorosos y avalanchas con muchos muertos en supuestas fiestas juveniles y accidentes que podrían haberse evitado.
A veces, la salmodia ritual de nuestras culpas colectivas toma tintes antropológicos y Fulano concluye que todo se explica porque «somos así» o, si se las da de historiador y leído, por el nefasto influjo del catolicismo, responsable de cuanta mangancia corre por nuestras venas. Pero estas charlas no buscan la regeneración, sólo se parapetan en el regodeo masoquista: «Somos lo peor, me voy de España, vergüenza de ser español», regüeldan los SMS de las teles, bien surtidos de faltas de ortografía. Y claro que nuestra historia está tachonada de golferías chicas y grandes, como la de todos; y desde luego España desarrolló la novela picaresca (hay antecedentes indios, árabes y grecolatinos: Elasnodeoro, ciertos pasajes del Satyricon, etc.), que, por cierto, fue muy bien acogida en Europa, v. g. en Alemania, donde existían los antecedentes del Eulenspiegel de Bote (1515) o el DasNarrenschiff (1494) de S. Brandt, llegando al culmen en el Simplicissimus de Grimmelshausen (1669) y el TrutzSimplex (1670). O sea que entroncar el Lazarillo con las malandanzas de tal o cual político actual, por aquello de «España, tierra de ladrones», es un salto poco serio.
Por descontado que podemos encontrar anécdotas numerosas que diríanse fotografiadas en la Junta de Andalucía ayer por la tarde: «… el que llevaba sueldo de trecientas lanzas, no traía docientas; e por eso acordó [don Fernando eldeAntequera] de mandar hacer alarde de toda la gente en un día, el qual fue hecho en domingo (…) [1407] en todas las cibdades é villas del Andalucía; en el qual alarde se hicieron muy grandes burlas, porque muchos de los vasallos del Rey é aun de los Grandes de Castilla alquilaban hombres de los Concejos para salir al alarde (…) el Infante pagaba sueldo á nueve mil lanzas, e con todas las faltas no llegaron á ocho mil…” ( Crónica de don Juan II). Un siglo más tarde el Conde de Tendilla, capitán general de Granada, se queja en su Epistolario de que los encargados de las torres vigía de la costa ponen sustitutos, que también se ausentan («es una mala cosa porque con tal achaque nunca está la guarda en su lugar», con el peligro consiguiente, y «maravíllome que en las nóminas e alardes venga la gente toda casy cabal y por otra parte me escrevís que no ay gente»). Pero estas —y otras muchas— no son prueba de la especificidad y propensión de España para la trampa y el timo, sino de las prácticas del tiempo. Traduzco de las Ordenanzas de Carlos V de Francia (1374): «Ciertos capitanes que tenían el gobierno de los hombres de armas no habían mantenido los efectivos indicados en el momento de la revista; porque se quedaban con los fondos en su propio beneficio, sin repartir entre su gente las cantidades que percibían del rey…».
Y no menos podría concluirse de las trapisondas de los Oficiales Reales de la Casa de Contratación de Sevilla; de la mala preparación y armamento de las milicias en Indias; de las plantillas incompletas en las guarniciones americanas (Veracruz, 1683; Santa Marta, 1700, etc.); de la carencia de armas y organización en la costa peruana, señalada por Jorge Juan y Ulloa ; de las faltas de artillería y bastimentos en los barcos (a propósito: ahora se desguaza el Príncipe de Asturias, en busca de otro 98, pero más vergonzoso, porque no será frente a una gran potencia), en tanto se utilizaban los galeones reales de escolta para transportar mercancías privadas, lo que fue fatal para la flota de 1628, capturada en Matanzas (Cuba) por el pirata holandés Piet Heyn… Todo argumentos adicionales, pero si queremos disfrutar de una cumplida antología de corruptelas, sobornos, traiciones de bajos y altos funcionarios, además de los Avisos de Barrionuevo (reinado de Felipe IV), podemos deleitarnos leyendo los londinenses Diarios de Samuel Pepys (1660-1669). O, más adelante, las Memorias del duque de Berwick. Y un larguísimo etcétera. Acá y allá. U nos abusos no justifican los otros, pero en modo alguno los españoles debemos enredarnos en la carnaza perdiendo de vista otros asuntos que nos afectan más y de los cuales Mariano Rajoy y su Gobierno no están exentos de responsabilidad en absoluto: por qué soltaron al criminal Bolinaga, por qué se muestran tan temblorosos ante el separatismo catalán (dicen que lo van a resolver con un recurso de inconstitucionalidad: estamos salvados); por qué no actúan para impedir la desaparición de Iberia y la entrega de la T4 a los ingleses; por qué se olvidaron del Faisán; por qué el PP sólo se ha mostrado, hasta la fecha, duro e implacable con los médicos madrileños; o por qué esquilman los bolsillos y ofenden los sentimientos de la clase media, la masa de sus votantes. Y enlazando con estas cosas sólo hallo un ejemplo en el que nuestra singularidad es total, sin parangones posibles hasta donde yo sé: la inhibición, cuando no la connivencia, de los gobiernos centrales desde 1978 ante la erradicación en Cataluña del castellano como lengua de enseñanza y administración. Asuntos bien graves, pero perdidos en los meandros y sumideros de las tertulias, desde que alguien encontró su nuevo 11-M en las cuentas del PP. Y aunque no seamos tan diferentes como nos gusta creer.
Serafín Fanjul, Real Academia de la Historia