«No tiene la culpa el indio»

Conociendo la obra y personalidad del galardonado, no me sorprendieron el olvido de la gallarda renuncia al premio en 2001; los heroicos pellizcos del discurso, imprescindibles en quienes se oponían a Franco desde París; la estudiada pose indumentaria de trapillo; las previstas impertinencias contra la derecha política que le había beneficiado; el eterno humanitarismo selectivo (sólo merecen compasión moros y negros, salvo que estos sean cristianos); las preocupaciones sociales de boquilla, tan propias de la gauchedivine de que tanto mamó, a la usanza progre, con la lengua muy de izquierda y la barriga completamente «de derecha», en el peor sentido de «derecha»: creo que nos entendemos. Y se quedó corto en su estilo y maneras. Lo peregrino y en verdad maravilloso habría sido lo contrario: unas reflexiones postreras de fin de viaje, amistosas y un tantito avergonzadas, de un español –como muchos– a quien gustan las sopas de ajo pero que no pierde ocasión de resaltar su odio al país donde tales expresiones garantizan dinero (la última tacada, de 125.000 euros), protagonismo y una gratificante fama de comecuras, ahora que la moda ya casi lo había olvidado.

Si le preguntan por la barbarie islámica de nuestros días, sale con la Inquisición y las guerras de religión en Europa, obviando que en el presente sí podemos influir, pero no cambiar el pasado, amén de que aún esperamos –y esperaremos eternamente– que alguna autoridad religiosa mahometana pida perdón por los desmanes de los suyos, tal como hiciera el Papa. Y al fin, siempre es más rentable servirse de lejanos y coloristas perseguidos que empantanarse con incómodos y poco vistosos genocidios de ahora mismo en Asia y África, sobre todo si los asesinados, violados o esclavizados son cristianos: qué ocurrencia. No obstante, debemos reconocer al galardonado dos virtudes innegables: su perseverancia en el odio y la claridad con que lo muestra. Si bien su irrenunciable animadversión por los españoles –sus odiados carpetos– y el nacionalcatolicismo le lleva a no enterarse de nada y a seguir cerrando justiciero (don Quijote tenía más gracia y mejor cortesía) contra los pellejos de vino, con lo cual el mejunje nacionalcatólico y franquista con que se untó a mediados de los cincuenta no se le ha ido y ni huele que la Iglesia hace muchos años (por lo menos desde Tarancón) anda escondida y en retirada. Y para medir el franquismo que se gastan la derechona y las instituciones basta con ver el galardón que atrapa, perdonándonos la vida por aceptarlo.

Y es que el galardonado es inmune a cualquier tratamiento de realidad: atrincherado en su ombligo, no asimila datos contrarios, imágenes que le hagan dudar, argumentos opuestos a los suyos, por racionales que sean. Si hay corrupción o pobreza, es en España, en Marruecos no las ve («E non me fagas falare», decía mi abuela). Y no hablemos del derecho ajeno a la emotividad, los sentimientos, los distintos recuerdos, que conducen a conclusiones contrarias a las suyas. Tanto presumir de heterodoxo, rompedor de carriles, abolicionista de anteojeras, y jamás sale de su corralito obsesivo, con todos los papeles de buenos y malos repartidos, y en el que tan estupendamente le ha ido: el escritor maldito, marginado, a contracorriente y pugnaz enfrentado a los tópicos y las convenciones cuya carrera literaria ha sido un camino de rosas, desde que aterrizara en Gallimard de la mano de Monique Lange hasta la concesión del Cervantes, toda una vida de persecución y ninguneo, siempre atormentado por los carpetos, condenado al silencio, sin editoriales que quisieran publicarle los libros ni periódicos que le abrieran sus páginas, especialmente desde que murió el general. Qué dura debe de ser una existencia de víctima fija y sin escapatoria, boicoteada su presencia en congresos y mandangas, prohibida su firma por todas partes. Qué abnegación vivir perseguido pero sin arriar la bandera (perdón por usar tan fascista palabra) de sus convicciones, imposibilitado de hablar, de expresarse, de moverse: ¡qué tabarra!

Así pues, en los escasos resquicios por donde pudo respirar no le quedó más remedio que exhalar su grito de marginado: «La patria es la madre de todos los vicios: y lo más expeditivo y eficaz para curarse de ella consiste en venderla, en traicionarla», «hacer almoneda de todo: historia, creencias, lenguaje: infancia, paisajes: rehusar la identidad, comenzar a cero», «madrastra inmunda, país de siervos y señores», «funesta Península», «patria rezumando pus», «país de mierda»… No estamos extrapolando: las demasías del galardonado, con reiteración cargante, consiguen dejarnos fríos, ni siquiera irritarnos, su objetivo real. Y con esta forma de producirse, el autor está proclamando a gritos su españolismo, su prístina identidad de carpeto, por la saña de sus exageraciones, por el frívolo entusiasmo con que se suma a las simplificaciones más crudas sobre nuestra sociedad y nuestra historia.

«Este hombre es un malvado», me comentó un profesor marroquí, que no entendía tal torrente de improperios y la propuesta de traición a la patria, ni siquiera en beneficio de la suya. Por aquello de que los trapos sucios se lavan en casa, traté de explicarle que sólo eran ficciones literarias, provocación esteticista acontrario, yo qué sé, el sursumcorda para no decir lo que de veras pensaba. Creo que no le convencí, y hubimos de quedarnos en las fuerzas centrípetas y centrífugas que animan sus textos y los hacen revolverse sobre sí mismos disparando vocablos que surgen telúricos y vivos, inertes y móviles… Y no me pregunten cómo se come ese oxímoron: surgen, y punto. Es lo que pasa cuando el experimentalismo se convierte en costumbre y luego en negocio: el bodrio está garantizado. Lo que plantea preguntas ineludibles: ¿de verdad la obra del galardonado merece tal galardón?; ¿por qué el Cervantes ha de darse un año a este lado del Atlántico y al siguiente al otro, si por acá somos cuarenta y cinco millones mal contados y por allá cuatrocientos cincuenta?; ¿qué pasa con Fernando Arrabal, que, por cierto, no es nada sospechoso de «derechista», si es que la derecha política tiene prohibido dar premios a quienes los apoyan?

Ya la pregunta de quién, o quiénes, son los autores de tan soberbia cantada se me viene a las mientes un huapango huasteco de los Hermanos Zaizar: «No tiene la culpa el indio / sino el que lo hace compadre». ¿Tendrán algo que ver el Excmo. Sr. D. José Mª Lassalle (sí, ese, el de María San Gil), secretario de Estado de Cultura –¿será suya también la ocurrencia de la sardana?–, y el ministro Wert, que se lo ha permitido? Sí, claro, con un jurado independiente y experto, tanto como la comisión designada por Rodríguez para desguazar el Archivo de Salamanca. Después, la derecha política simula escandalizarse porque sus exvotantes no quieren ni verlos en la pantalla. Y no estoy inventando.

Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.


Doy por hecho que el artículo se refiere al último premio Cervantes, Juan Goytisolo, cuyo discurso en la Ceremonia puede leerse aquí.

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