No tocar lo que es de todos

Los casos de corrupción de las últimas semanas han puesto de actualidad la cuestión de cómo defender lo público de los intentos de apropiación con fines de enriquecimiento privado. La corrupción es, así entendida, la degeneración más flagrante de la calidad de la política y la imposición más obvia del lucro particular sobre el interés general. No es, sin embargo, la única manera de vulnerar los que Bresser-Pereira ha llamado «derechos republicanos», aquellos de los que somos titulares los ciudadanos de un Estado frente a los individuos o grupos que pretenden capturar el patrimonio público, la res publica. Hay otras maneras de vulnerar estos derechos que, al no encajar en la noción común de corrupción, pasan a menudo inadvertidas, lo que las hace mucho más frecuentes e insidiosas.

Tomemos, por ejemplo, el caso de un partido político que, al acceder al Gobierno, decide repartir entre sus afines un elevado número de cargos públicos. Probablemente, no lo llamaremos corrupción, pero lo cierto es que está utilizando lo que es de todos –la Administración Pública– como si fuera propio. «Cuando uno accede a un cargo público, debe considerarse a sí mismo como propiedad pública», decía Thomas Jefferson. Aquí, en cambio, la facultad, otorgada por las urnas, de gobernar la máquina administrativa se interpreta, torticeramente, como el derecho a poseerla y colonizarla. Si el botín político llega hasta las gerencias de los hospitales o la dirección de los museos, por decir algo, estaremos ante un caso grave de captura del patrimonio público.
¿Otro ejemplo? Hace algunos días se publicaba que, según fuentes de AENA, el sueldo de los controladores aéreos españoles se sitúa en torno a 350.000 euros anuales. Dado que, según el informe ICSA de julio del 2009, el director general de una empresa española gana –en la banda más alta– unos 230.000 euros al año, ¿cómo debemos interpretar una retribución pública fijada, por lo bajo, en cinco veces su valor de mercado? No parece difícil deducir que un colectivo profesional ha utilizado su posición de dominio sobre un recurso público estratégico –el control aéreo– para incrementar su poder de presión salarial hasta límites que suponen la evidente apropiación, en beneficio de un grupo reducido, de una porción del patrimonio público.

Los dos ejemplos citados tienen un rasgo en común. En ambos, la captura se produce desde dentro de las instituciones. También este hecho hace que el patrimonio público resulte más vulnerable. El ordenamiento jurídico y sus artefactos de defensa del interés general están preparados –aunque a veces fallen– para resistir el asedio exterior, los intentos de captura que vienen de fuera (la adjudicación indebida, el uso de información privilegiada, el fraude fiscal, el delito ecológico, el expolio del patrimonio artístico o cultural), pero lo están menos para resistir los ataques internos, salvo aquellos que implican meter, directamente, la mano en la caja. Nuestra misma cultura social penaliza relativamente poco conductas como los dispendios en viajes o las celebraciones excesivas con cargo al presupuesto, el cobro del impuesto revolucionario a los altos cargos, la ociosidad y bajo rendimiento de ciertos servidores públicos, el reparto de prebendas a los sindicatos o los logros obtenidos mediante la práctica de huelgas salvajes en servicios públicos esenciales. No digamos cuando se trata de hábitos sociales seculares como la práctica del enchufe o la recomendación, o cuando las capturas del patrimonio público parecen amparadas por instituciones tan respetables como la negociación colectiva.

Y, sin embargo, todas estas conductas deberían preocuparnos. En realidad, lo que nos escandaliza, justificadamente, como corrupción no es sino el extremo de un continuo de degradación de la calidad del gobierno que empieza mucho antes. Personalmente, estoy convencido de que la gran mayoría de los casos de corrupción no son imputables a individuos que hayan llegado a la política o al servicio público con un propósito previo y deliberado de enriquecerse. Se trata más bien de personas cuyos procesos de socialización, tras acceder al interior del ecosistema institucional político-administrativo y familiarizarse con sus rutinas y pautas de funcionamiento, les indujeron a creer que podían disponer como propios de recursos que son de todos, y así fueron recorriendo, paso a paso, todo ese continuo de prácticas de gravedad creciente. Es, por consiguiente, mucho antes cuando debiéramos aprender a escandalizarnos: desde el momento mismo en que detectamos que el patrimonio de todos es capturado o malversado, aunque lo sea mediante corruptelas aparentemente menores, de esas que nos suenan tan familiares como un resfriado o un atasco de tráfico. Es hora de que los ciudadanos incrementemos nuestra vigilancia de los comportamientos de los gobernantes y funcionarios públicos. Estar vigilante –ha escrito, con acento republicano, Philip Pettit– no es, necesariamente, sentir desconfianza ante las autoridades, sino mantener una pauta exigente de expectativas respecto de ellas.

Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.