No toda la culpa es de los políticos

Muchos sabios antiguos (y muchos gurús de la gestión empresarial moderna) han dicho de una forma u otra que las crisis son oportunidades. Si fuera cierto, y su magnitud fuera proporcional a la de la crisis, España tendría ahora una de las mayores oportunidades de los últimos decenios. En efecto, hay pocos países de Europa Occidental que, por citar algunos ejemplos, aún no hayan encontrado fórmulas de consenso para -como aconsejan los expertos en reconciliación- reconocer a todas las víctimas de la guerra civil; o que tengan un Tribunal Constitucional que anule acuerdos sobre los derechos de una minoría cultural, aprobados por un Parlamento autonómico, el Congreso y en referendo; un ingente número de políticos municipales y autonómicos inmersos en procesos judiciales por corrupción y, de hecho, el porcentaje de percepción de corrupción institucional más alto de Europa (93%) después de Grecia (99%); unas tasas de paro y de fracaso escolar respectivamente del 20% y del 30%; y uno de los índices de confianza interpersonal más bajos de Europa.

Para que una crisis se convierta en una oportunidad, hay que aceptarla. Dudo de que la sociedad española en su conjunto sea consciente de la amenaza que, para su desarrollo, suponen algunos de sus vicios más arraigados. Dejando al margen la situación económica, la mayoría de disfunciones de nuestra sociedad están relacionadas con el poco valor dado a la norma y al patrimonio común, sea material o cultural, y con la falta de voluntad o capacidad para corregir los desvíos del proceder democrático. Juan Pedro Quiñonero habla de una ancestral «enfermedad del espíritu» que cíclicamente nos arrastra a enfrentamientos internos y nos aleja del progreso.

Un reciente estudio de Fernando Jiménez y Vicente Carbona revisa las declaraciones policiales y judiciales de corruptos juzgados en España para identificar los elementos más consistentes. Entre ellos citan, evidentemente, el objetivo de enriquecimiento personal, pero también las creencias de que «los cargos públicos son para aprovecharse de ellos», «si no lo haces, eres un gilipollas» (lo hará otro), «si te aprovechas, no te pasará nada» (impunidad) y «el sistema aquí funciona así» (no se puede hacer nada). Al analizar otras encuestas sociales concluyen que la tolerancia a la corrupción en España no está tan relacionada con una escala de valores individual sino con la impunidad y la consiguiente desconfianza hacia las instituciones judiciales, tributarias y políticas. No lo creo. Desgraciadamente, la «enfermedad del espíritu» está presente en todos los niveles de la sociedad: corrupción, corruptela o picaresca, según donde se produzca.

La picaresca, entendida como conseguir algo con menor esfuerzo o coste de lo que requiere o vale, en España ha sido históricamente efectiva para defenderse del despotismo y la ineficiencia del sistema. Lentamente la hemos integrado en el imaginario colectivo hasta considerarla normal. Desde colarse en una fila, cobrar en negro o coger una baja hasta convertir algunas convocatorias para una plaza de profesor universitario en un mero intercambio de favores, el amiguismo y la pequeña trampa son valores aceptados en el día a día ciudadano, creando situaciones de injusticia que en otros países son enérgicamente rechazadas por el entorno donde se producen. Escuchar las miserias de los juicios de Valencia y comparar la arrogancia y aceptación social de sus protagonistas con la dimisión del ministro de Energía británico por mentir para conservar puntos en el carnet de conducir es clarificador. No en vano la palabra picaresca no tiene traducción al inglés y accountability (rendir cuentas) necesita dos para traducirse al catalán o al castellano.Construir sociedades más justas y competitivas pasa inexorablemente por dificultar que los ineptos o aprovechados accedan o sigan en cargos públicos y académicos, y por promocionar a los honestos y los más cualificados. Para conseguirlo hace falta una legislación, pero sobre todo determinados valores deben ser asumidos y exigidos consistentemente por una mayoría social.

Como dice Quiñonero, movimientos como la generación del 98 o el noucentisme diagnosticaron e intentaron tratar la «enfermedad del espíritu». Parece que con poco éxito, pues hemos pasado de aquel los catalanes, de las piedras sacan panes al ¿qué hay de lo mío?, y a tener muy claro que, sobre todo en las pequeñas trampas, hoy por tí, mañana por mí.

Ahora que el dinero no circula, combatir la picaresca no es solo una cuestión de ética, sino también de competitividad y productividad. Por eso, y ya que hablando de dinero todo el mundo lo entiende, la crisis es un buen argumento -y una oportunidad -para que los políticos y los ciudadanos denunciemos y rechacemos las actitudes y conductas que impiden recompensar el esfuerzo y la excelencia o facilitan que unos pocos se aprovechen de lo que es de todos. Es urgente, los buenos están cansados y, si pueden, se van.

Por Jordi Casabona, médico y escritor.

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