El presidente valenciano, Francisco Camps, ha dicho muchas tonterías en los últimos meses, ha cometido muchos errores e incluso, quizás, ha incurrido en irregularidades de otro género que los jueces han de esclarecer. Algunos lo consideran ya un cadáver político. Tiene razones, por tanto, para estar nervioso e irritable, situaciones en las cuales uno no suele dar pie con bola. Pero el jueves pasado pronunció unas palabras que, a pesar de encontrarse en este difícil trance, no tienen disculpa alguna.
En el Parlamento valenciano, replicando en un debate al portavoz socialista, Camps acabó su intervención diciendo:
"A usted le encantaría coger una camioneta, venirse de madrugada a mi casa y que, por la mañana, apareciera yo boca abajo en una cuneta". Al cabo de diez horas el presidente se excusó, pero lo dicho, dicho está. El principal perjudicado era él mismo. Desde la transición, desde que en España hay democracia, cualquier político de alto rango al que le pase por la cabeza semejante idea está incapacitado para seguir en el cargo, porque demuestra que no ha asimilado el sentido histórico de nuestra democracia constitucional, sus raíces más profundas y las líneas rojas que no deben traspasarse sin infringir algo tan elemental, pero tan básico, como que la España constitucional es la antítesis de la España de la Guerra Civil.
Los "trajes de Camps" fueron una bobada anecdótica, a menos que sean la espuma de una ola más profunda todavía por averiguar. Es normal que el tono probablemente exagerado de algunas acusaciones, quién sabe si infundadas, haga perder la calma al presidente valenciano. No obstante, un político experimentado - y Camps lo es-debe saber encajar las críticas, aun las peor intencionadas: es algo que va en el sueldo. Ahora bien, evocar la faz más siniestra de la Guerra Civil y acusar al portavoz de la oposición de querer secuestrarle para "darle un paseo" y acabar asesinándole supera todo lo imaginable y ninguna excusa sirve para justificarlo. Probablemente es el más grave ataque contra un cargo público formulado dentro de un debate parlamentario en los años que llevamos de democracia.
Hace un tiempo que la política española discurre por una senda peligrosa para la convivencia civil, aquello que tan trabajosamente se alcanzó, aunque a muchos les parecía imposible, durante el posfranquismo y los primeros años de democracia. Hace unos meses, en el habitual coloquio tras una conferencia en la que, incidentalmente, había hecho mención de la excesiva animadversión y encono que imperaba en las relaciones entre el PSOE y el PP, una asistente, a la manera de Vargas Llosa en su novela Conversaciones en la catedral,me preguntó con ironía: "¿En qué momento se jodió la democracia española, Zavalita?". Le contesté, primero, que la democracia española no se encontraba todavía en este estado. Ahora bien, que algo de razón tenía al plantear la pregunta, porque nos deslizábamos por una pendiente que podía conducirnos a la situación aludida por Vargas Llosa. No soslayé la cuestión y se me ocurrió la siguiente respuesta, que sigo manteniendo.
El malestar de la democracia española empezó a mitad de los años noventa cuando Aznar repetía sin cesar, desde la oposición, el mantra del "váyase, señor González", acusándole personalmente de corrupción, en lugar de pedir con naturalidad su dimisión por una mala labor de gobierno. Se comenzaba a sustituir el debate político por el debate penal, con acusaciones sin pruebas. A su vez, simultáneamente, el PSOE comenzó a identificar al PP con un doberman - un perro asesino, por lo menos en el imaginario popular-y a tratar a los populares como franquistas, es decir, como antidemócratas, resucitando el antagonismo de la Guerra Civil y de la dictadura.
En este cruce de actitudes políticas quebraron algunas normas básicas de nuestra convivencia democrática, el clima guerracivilista comenzó a aparecer de nuevo. Al adversario se le trataba como enemigo: no alguien a quien se debía ganar limpiamente en unas elecciones, sino alguien a quien aniquilar y borrar del mapa. Ahí comenzó a incubarse el huevo de una serpiente que, por el momento, afortunadamente, no ha roto el cascarón, pero allí anda gestándose desde aquellos años. El desprecio a la etapa de la transición y ciertas interpretaciones de la memoria histórica no cesan de caldear el ambiente. La Constitución, especialmente el consenso básico con el que se elaboró y los principios en que se basa, supuso el final definitivo de la Guerra Civil y de aquellos cuarenta años que no fueron de paz sino de victoria de una de las partes. Hasta 1975 los españoles se dividieron oficialmente en victoriosos y derrotados, el exilio y las cárceles son la prueba de todo ello. La transición trajo consigo el final de esta división: todos los españoles pasaron a ser libres e iguales bajo el amparo de un Estado de derecho democrático y social.
Frases como la de Francisco Camps nos retrotraen a tiempos pasados que en modo alguno deben ser contemplados como futuros. Aquel que las pronuncie, más que retractarse, debe retirarse. Pero expresiones como esta no tendrían lugar sin un ambiente general propicio. Por suerte, la desafección política significa también un rechazo a esta actitud de confrontación: en la sociedad hay más concordia que en las cúpulas políticas. Pero todo se andará si los políticos no ponen freno a sus juegos peligrosos que traspasan estas líneas rojas.
Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.