No vendamos nuestra auténtica humanidad

"Cómprame del todo!”, se lee en la tentadora oferta colgada en la página web del estudiante holandés Shawn Buckles. Buckles está subastando sus datos más íntimos —correos personales, chats en la Red, historial de navegación, datos de localización, entrenamientos, calendario— al mejor postor. La subasta se cierra el 12 de abril; el ganador obtiene todos los datos de Buckles para todo el año que viene.

No vendamos nuestra auténtica humanidad

Buckles no es un empresario: simplemente quiere hacernos más conscientes de la gran cantidad de datos que ya hemos revelado a Gobiernos y compañías. Pero esta chanza suscita también una cuestión filosófica más profunda: ¿se nos puede permitir vender nuestros datos más íntimos? ¿O debieran los Gobiernos disuadir o incluso prohibir semejantes transacciones —tal vez, como ya lo hacen, sobre fundamentos morales, por ejemplo, no permitiendo que nos vendamos como esclavos—?

Buckles no está solo. El pasado año, Federico Zannier, de Brooklyn, utilizó Kickstarter para un experimento similar. Mediante el pago de dos dólares, uno podía obtener el valor completo de sus datos de un día (aproximadamente 70 sitios web, 500 capturas de pantalla, 500 imágenes de webcam); mientras que por 200 dólares, uno podía acceder a 50.000 archivos recopilados a lo largo de varios meses. Tanto Buckles como Zannier reflejan una tendencia que los finos futurólogos del Foro Económico Mundial de Davos ya describieron en un informe de 2011: nuestros datos personales se están convirtiendo en una “nueva clase de activos”.

Los defensores de las empresas de datos sostienen que no debiéramos dejar que Google y Facebook se aprovechen gratuitamente de nuestros datos. Es un argumento razonable. Sin embargo, del mero hecho de que nuestros datos tengan un valor económico no se sigue que debiera estarnos permitido —o incluso se nos estimulara— comerciar con ellos. Con otras palabras, el proyecto de liberar a nuestros datos de los gigantes de Silicon Valley no tiene por qué transformarse necesariamente en el proyecto de convertirlos en una mercancía. También podemos procurarles otro uso.

Al fin y al cabo, ¿por qué no dejar que la gente done sus datos clínicos a universidades y hospitales para contribuir a los descubrimientos científicos? Idealmente, estaría bien que lo hicieran por razones humanitarias, pero podemos pensar en excepciones (por ejemplo, cuando el tiempo es un factor importante) en las que la promesa de una inmediata compensación monetaria pudiera dar como resultado que el trabajo se hiciera antes. No hay nada intrínsecamente malo en pagar a la gente por sus datos; lo malo aparece más adelante.

Cuando ofrecemos nuestros datos a investigadores socialmente sensibilizados, por lo general no esperamos que, como resultado de ello, se transformen nuestras vidas. Como contraste, los datos que ponemos a disposición de las compañías privadas tienen una particularidad diferente: son altamente procesables y pueden producir cambios notorios en nuestras vidas. Permitimos que nuestro smartphone acceda a nuestra localización: y nos llega una publicidad más pertinente. Rastreamos en la Red en busca de algún suplemento nutricional: y la publicidad para pérdida de peso nos sigue a todas partes. Nos interesamos por ciertos productos online y las compañías deducen que necesitamos algo, ya sea sobre salud o sobre planes para el futuro.

La mayoría de nuestros datos personales contienen esta importante cualidad capaz de conformar nuestras vidas: su estrecha integración, a tiempo real, con puntos de venta destinados a estructurarnos la vida diaria —desde restaurantes a páginas web de viajes o tiendas— no solo es responsable de las opciones particulares que hacemos (por ejemplo, comprar una Coca o una Pepsi), sino también de los tipos de afanes e inquietudes que determinan qué es lo que queremos hacer primero. Por ejemplo, mi smartphone detecta que yo podría tener sed, me muestra un anuncio y me encuentro con que estoy sediento; ¿pero estaba yo sediento antes? Como esos productos comerciales no son omniscientes (por ahora) no pueden estructurar cada una de nuestras decisiones. Pero ¿cuánto tiempo durará su ignorancia?

Supongamos que Shawn Buckles, tras haber vendido sus datos personales, decide cambiar de estilo de vida. Tal vez considere hacerse vegetariano, así que se mete en Google y busca: “¿Debería hacerme vegetariano?”. No importa qué sitios web descubra: ha revelado que una parte de su estilo de vida que anteriormente era estable ahora está disponible. Eso desencadena numerosos hechos que pueden parecer aleatorios, pero que en realidad están debidamente maquinados por empresas competidoras: el supermercado de Shawn le va a ofrecer descuentos personalizados en la compra de verdura, en tanto que su steakhouse local le tentará con cupones para que cene una suculenta barbacoa. Todo ello puede estar vinculado con tiempos y localizaciones específicos, gracias a su smartphone. (Field Trip, una aplicación de Google, ya puede alertarte sobre descuentos y ofertas especiales en establecimientos de tu entorno).

Da igual que Shawn decida hacerse vegetariano o que siga siendo carnívoro: su nominalmente autónoma decisión ha sido configurada por factores que él no ha podido percibir, y menos aún descuentos y contrarréplicas. Podría sospechar que eso está pasando, pero no tiene la capacidad de decir qué provoca qué. Se puede uno imaginar con qué tipo de estímulos se encontrará Shawn si el Gobierno se incorporara a la pelea y actuara en función de sus miedos a la obesidad, tratando de orientar a Shawn —de nuevo a través de su smartphone— hacia las verduras en vez de hacia la carne.

Es verdad que nuestro mundo se muestra mucho más plástico, interactivo e individualizado de como lo era hace cuatro décadas: hoy día esperamos un tratamiento personalizado, publicidad personalizada, entretenimiento personalizado. Y hay ahí mucho que celebrar. Pero hay también razones para preocuparse: si tuviéramos unas preferencias bien definidas y eternas, ese ajuste a nuestros deseos en tiempo real sería bienvenido. Pero no se trata de cómo somos, ni probablemente de cómo queremos ser: queremos preservar un espacio puramente experimental en el que podamos hacer nuestros propios planes de vida, reconsiderar nuestros valores, abandonar viejos proyectos y embarcarnos en otros nuevos.

Esa búsqueda de un alma puede ser un proceso muy lento. Pero una vez que hemos revelado que estamos entrando en ese espacio experimental —mediante una pregunta de búsqueda, un lapsus freudiano en un e-mail, algún casual arrebato emocional detectado por nuestras gafas inteligentes— nuestra autonomía es secuestrada, mientras la inmensa plasticidad de nuestro entorno se nos presenta con opciones que buscan empujarnos en una dirección favorable a los anunciantes (y, cada vez más, a los animosos reguladores del Gobierno), en vez de dejarnos viajar en la dirección que de otro modo hubiéramos escogido.

Vender nuestros datos íntimos a granel es comprimir ese espacio experimental al mínimo. Es renunciar completamente a nuestra búsqueda de autonomía, aceptando una vida en la que las opciones existenciales de la misma están conformadas o bien por las fuerzas del mercado o bien por cualquier guerra —ya sea la del cambio climático o la de la obesidad— para la que nuestros Gobiernos (más que las empresas) nos estén reclutando. En ese mundo, si nos hacemos vegetarianos —e incluso si dejamos de pensar en ello— depende de cuál de los jugadores —las steakhouses, los supermercados, los burócratas— tiene más que ganar en ese cambio.

Es verdad que, en ausencia de una regulación más estricta, la mayor parte de nuestros datos personales de todos modos se filtrará, y que el escenario descrito arriba aún tendrá lugar. Pero eso no debiera llevarnos a aceptar que los datos personales son una mercancía como cualquier otra y que todos nuestros problemas desaparecerían si simplemente, en lugar de unos gigantescos monopolistas de datos como Google y Facebook, dispusiéramos de un ejército de pequeños empresarios de datos. Nuestros datos constituyen nuestra auténtica humanidad; en cambio, venderlos es aceptar convertirse en una especie de cartel publicitario interactivo.

No permitimos que haya personas que ejerzan su derecho a la autonomía hasta el punto de que ese derecho claudique al venderse como esclavos. El liberalismo no se opone a esas restricciones. ¿Por qué hacer una excepción con las personas que quieren vender sus intelectos en lugar de sus cuerpos?

Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation. Traducción de Juan Ramón Azaola.

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