No votamos en lugar adecuado

Cuando los resultados de una elección no se corresponden con lo que se esperaba, es fácil deducir que la democracia no funciona; la semana pasada, millones de votantes en Europa debieron de tener esa sensación. Los nacionalistas, en los países donde han progresado, como Francia, Italia, Gran Bretaña y Hungría, están indignados porque en sus respectivos Parlamentos nacionales siguen poco representados proporcionalmente, y porque en el Parlamento Europeo todos estos nacionalistas juntos, con una cuarta parte de los escaños, tendrán poca influencia. ¿Y los que han votado por partidos preeuropeos, de derechas y de izquierdas, tienen más razones para estar satisfechos? Observan, y yo me incluyo, que los electores han designado un Parlamento Europeo sin saber demasiado bien cuáles serán los poderes de esta asamblea y cómo influirá en nuestro destino.

En el pasivo de esta democracia europea, también nos decepciona que los votantes estén obligados a votar listas nacionales basadas en criterios nacionales. ¿Los españoles que votaron por el Partido Socialista pensaban en Europa al introducir su papeleta en la urna? Lo dudo. Del mismo modo, en Francia votamos a favor o en contra de Macron, más que a favor o en contra de Europa. ¿Deberíamos llegar a la conclusión de que la democracia en Europa funciona mal? Se debe concluir, de manera más constructiva, que, para estimular la democracia en Europa, habría que gestionarla de otra manera.

Si Europa fuera una verdadera federación, las listas de candidatos deberían ser europeas y no nacionales. Si Europa no es una auténtica federación, sino una confederación, el Parlamento Europeo debería ser un Senado con dos o tres representantes por país, como el Senado de Estados Unidos, por ejemplo. De modo que no es la democracia en Europa la que está enferma, como leemos a menudo, sino que la causa de la enfermedad es la forma en que se ha instituido esta democracia. Podría curarse, aunque eso signifique reducir el número de personas de la asamblea actual, que, de cualquier manera, es un paraíso de prebendas.

Propongo extender esta reflexión sobre la «crisis» de la democracia -¿cuándo no está históricamente en crisis?- al mundo en general, más allá de las elecciones europeas. Igual que el Parlamento Europeo, está desfasada respecto a la realidad, y lo que votamos ahora se corresponde cada vez menos con nuestros derechos y libertades. Seguimos votando y manifestándonos sobre territorios e instituciones que se remontan a los siglos XVIII y XIX, aun cuando nuestro destino se decida cada vez más fuera de esos territorios e instituciones.

He aquí algunos ejemplos. Nuestra salud está dictada en gran parte por campañas de vacunación, epidemias y migraciones humanas y animales a escala mundial que no corresponden a ningún poder nacional, de modo que nosotros, como ciudadanos, no tenemos influencia sobre estos elementos que escapan a cualquier autoridad o son supervisados por organizaciones internacionales distantes. ¿El clima? Si es una fuente de peligro, como algunos creen, el ciudadano no puede influir en políticas que solo podrían ser globales, como un impuesto sobre el carbono, un gravamen generalizado sobre la emisión de carbono. ¿Y las redes sociales? Facebook, Google, etcétera, se han convertido en la principal fuente de información del mundo. Pero sin control y sin contrapoder, cuando una información falsa circula por estas redes sociales, nadie es responsable. Ningún Estado, y por lo tanto ningún elector, ejerce ninguna influencia sobre estas nuevas empresas privadas monopolísticas de carácter «orwelliano». ¿Si todos nos hemos convertido en ciudadanos manipulados, seguimos siendo ciudadanos? ¿Qué queda de la democracia cuando la información ya no es fiable? E iremos a peor. La inteligencia artificial que, entre otras cosas, permite el reconocimiento facial, en manos de un poder totalitario podrá destruir cualquier libertad personal.

Es lo que está sucediendo en Xinjiang, donde el Gobierno chino vigila continuamente a la población uigur. Este Gobierno ahora está vendiendo sus técnicas de vigilancia a otros regímenes autoritarios. En China no había democracia; ahora, los intersticios de la libertad personal también están bajo el control del Estado. ¿Quién nos garantiza que los Gobiernos occidentales, en nombre de la lucha contra el terrorismo o contra el calentamiento global, no vayan a adoptar nunca métodos similares? Pasaríamos entonces de la fase de democratización del mundo a una fase posterior de sinización del mundo: la tecnología al servicio del despotismo. Es cierto que en Occidente ya hay partidarios de la autoridad que preferirían el despotismo vagamente ilustrado al «desorden» democrático. China se convierte en un modelo.

En resumidas cuentas, muchos peligros amenazan nuestra experiencia democrática, una experiencia muy reciente a escala de la historia; la Unión Europea no ha sido totalmente democrática hasta los últimos treinta años. Para quienes están apegados a las libertades individuales que garantiza esta democracia, existe una necesidad imperiosa de cambiar los temas de conversación política y volver a alinear las elecciones con las instituciones y los desafíos de nuestro tiempo, no con los de épocas pasadas.

Guy Sorman

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