¿No votar o votar no?

El 16 de junio de 1978, al finalizar el debate en comisión sobre el Título VIII de la Constitución, referente a la organización territorial del Estado, el diputado Letamendía, de Euskadiko Ezkerra (luego lo sería de Herri Batasuna), pidió la palabra para defender una enmienda de adición sobre el derecho de autodeterminación. En virtud de ella, un territorio autónomo podría, transcurrido un plazo de dos años desde la aprobación de su Estatuto, optar en referéndum entre seguir formando parte del Estado o separarse de él y constituir un Estado independiente.

Lo más llamativo de aquella sesión fue que el representante de Convergència Democràtica, Miquel Roca, y los del PSC se ausentaron de la sala en el momento de votar, sin duda para no hacerlo contra la autodeterminación. El portavoz del PSUC, el partido de los comunistas catalanes, Jordi Solé Tura, incitado a hacer lo mismo, se negó a ello y tras la votación pidió la palabra para explicar por qué había votado y por qué contra la enmienda.

Lo había hecho porque “se trata”, dijo, de hacer una Constitución “que refleje las aspiraciones de la inmensa mayoría de la población española”, dejando de lado aquello que “o no es compartido por la mayoría o puede provocar divisiones o laceraciones tremendas”. Pero sobre todo, según explicaría años después en Nacionalidades y nacionalismos en España (Alianza Editorial. 1985), porque “lo que la izquierda no puede hacer es defender el Estado de las autonomías, propugnar su desarrollo y su plenitud en sentido federal y mantener al mismo tiempo un concepto, el derecho de autodeterminación, que cambia este modelo político y puede llegar a destruirlo”. Los nacionalistas pueden mantener la confusión, añadía, porque consideran que su única responsabilidad es el interés de su nacionalidad; pero la izquierda asume la de la construcción del Estado autonómico en su conjunto, por lo que “no puede permitirse la más mínima ambigüedad al respecto”.

Tras su intervención, en la que había aludido a la actitud poco comprometida de los otros representantes catalanes, Roca y el socialista Guerra Fontana dijeron que, de haber votado, no lo habrían hecho a favor, lo que dejó flotando la duda de si habrían votado no o se habrían abstenido.

Contra la idea, no solo nacionalista, de que la autonomía es una fase provisional hasta que haya condiciones para un referéndum soberanista, Solé Tura supo ver ya entonces que defender la lógica autonomista (o federal) es incompatible con propugnar la autodeterminación. No son dos vías consecutivas, de forma que la culminación de la una conduzca a la otra, sino dos caminos paralelos; y la opción por la de la autonomía se justifica por su mayor capacidad de integración de la pluralidad identitaria propia de toda sociedad compleja.

Un expediente tan traumático como un referéndum de autodeterminación, que divide a la sociedad entre ganadores y perdedores absolutos y es difícilmente reversible, no es la única y tampoco la mejor respuesta a las tensiones nacionalistas en un marco de libertades. Al revés: es un paso atrás respecto al modelo autonómico o federal (descentralización política sin ruptura de la unidad), que tanto la teoría política como la experiencia han demostrado que es capaz de satisfacer a un mayor número de ciudadanos que cualquier salida extrema; y de recoger eventuales variaciones en la temperatura nacionalista sin llevar a situaciones irreversibles.

Entre 2010 y fines de 2012, el porcentaje de los que se consideran solo catalanes ha pasado del 21% al 29%, pero es todavía muy inferior al 66,2% que consideran compatibles, en diferentes proporciones, sus identidades catalana y española. Esa mayoría, base social esencial de la autonomía, explica que, si bien en las encuestas realizadas en las semanas que siguieron a la Diada se aprecia una fuerte crecida del voto independentista (del 23% de 2010 al 44,3% de 2012), los partidarios de un Estado federal o autonómico sumaban un porcentaje casi idéntico (44,6%). ¿Puede plantearse un referéndum por la independencia en esas condiciones, enfrentando a una mitad de la población contra la otra mitad? ¿Puede cuando, además, esa iniciativa se presenta como respuesta a la negativa del Gobierno a mejorar la financiación de Cataluña a costa de las de otras comunidades?

La iniciativa dejará heridas de difícil cicatrización social. Porque esa motivación económica se proyecta no tanto contra los gobernantes como contra la población de esas otras comunidades, a las que se responsabiliza de las dificultades propias. De ahí la incoherencia de partidos con responsabilidades en otras autonomías que, estando en contra de la independencia, se dicen sin embargo partidarios de la consulta de autodeterminación sin otro trámite que pasar a denominarla derecho a decidir.

En función de su adhesión a ese principio, el PSC se comprometió de entrada a no interferir en el itinerario que conduce al referéndum planteado por Mas. Pero si es evidente que ese itinerario provoca una fuerte división interna y ruptura de lazos afectivos e intereses compartidos con el resto de los españoles, lo responsable sería tratar de evitar que la cuestión se plantee en esos términos tan cortantes. Más aún si se defiende el federalismo como marco capaz de recoger el pluralismo identitario sin desgarros para nadie.

Los socialistas catalanes han rectificado parcialmente presentando como alternativa una reforma constitucional en clave federalista; pero mantienen su defensa del referéndum, siempre que sea legal. Se comprende su temor a quedar aislados si no se colocan en la dirección de las olas, pero hay síntomas de que esa dirección ya está cambiando. Tras el debate público de estos meses, que ha dejado claro que la salida de España implica quedar fuera de la UE, y que ambas cosas tendrían efectos muy negativos para la economía catalana, así como que Europa no va a hacer nada por dar cobertura legal a la iniciativa, se afianza la convicción de que, al margen de las posiciones finales de los partidos, no existe una mayoría social clara por la separación.

Ante lo cual, desde el campo soberanista se está intentando recomponer la unanimidad que siguió a la Diada, pero no ya con relación a la independencia, sino al derecho a decidir. Como simplificó el líder de ERC, Oriol Junqueras, “no es que unos voten que sí y otros que no, sino que unos quieren que los catalanes voten y otros que no”. El objetivo no sería tanto ganar el referéndum como que este se celebrase, sentando un precedente a invocar cuando convenga. O, en el límite, si no llegase a celebrarse por los obstáculos legales, que se hubiera evidenciado una amplísima mayoría parlamentaria a favor del derecho a convocarlo, incluyendo partidos contrarios a la independencia, como el PSC, o divididos al respecto, como Iniciativa.

Si es lo que ocurre mañana, sería un gran éxito político del independentismo, con fuerte impacto en Europa. Y un lastre para los planteamientos federalistas del PSC. Condición para que una alternativa de ese signo sea capaz de suscitar un respaldo mayoritario en Cataluña y una aceptación suficiente en el resto de España es que se acote el marco de juego: el del autogobierno, con garantías, pero sin ruptura del marco común. Si Pere Navarro votase a favor del referéndum con la excusa del derecho a decidir, o se abstuviera, quedará sin margen para articular esa alternativa cuando se evidencie el fracaso de Mas; el que espera ERC para el sorpasso.

El presidente de la Generalitat ha debido darse cuenta de que el guionista del viaje a la independencia ya no es él sino su socio, Oriol Junqueras. No porque tenga más ideas, o mejores, sino porque no tiene dudas. “Cada vez que alguien pone pegas al proceso, nos hace perder el tiempo”, dijo hace poco, desbordante de certezas. Como las que deslizaba en la entrevista publicada en este periódico el 15 de enero: le parece innecesario negociar con el Estado español “porque no sirve para nada”, considera que cualquier norma que tratase de evitar el referéndum ilegal “sería antidemocrática”, y si el Estado o el Tribunal Constitucional frenan la consulta, “esta se celebrará igualmente: se colocan las urnas y se convoca a los ciudadanos”. Y el porcentaje para dar validez a la consulta será “la mitad más uno”.

¿Comparten ese guión Artur Mas, Duran Lleida, Joan Herrera y el resto de los que piensan votar mañana a favor de la declaración soberanista? ¿Cuántos votantes de sus partidos estarán en desacuerdo? Y ¿qué les diría hoy Jordi Solé Tura a sus antiguos camaradas comunistas y socialistas si no hubiera fallecido hace tres años?

Patxo Unzueta

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