Noelia de Mingo, quién vigila al vigilante

En la primavera de 2003, el terrible suceso protagonizado por Noelia de Mingo nos impactó profundamente a todos. La realidad superaba una vez más a la ficción y que una doctora de la prestigiosa Fundación Jiménez Díaz de Madrid recorriera los pasillos del centro armada con el enorme cuchillo que utilizó para atacar a ocho personas, de las que tres murieron, se antojaba el delirio de un exagerado guionista de películas de terror. Sin embargo, el único delirio que existía era el de una mente enferma dispuesta a matar para que "no la mataran a ella". Sí, lo acaecido, por desgracia, era completamente real. La espantosa diferencia entre ficción y realidad es que en esta última ni el verdugo ni las víctimas desaparecen cuando uno cierra las páginas de la novela.

Las otras páginas, las de los periódicos que narraron el suceso, la celebración del correspondiente juicio y el destino judicial de la mujer que blandió el cuchillo hasta clavarlo con furia en cuerpos de compañeros de trabajo y extraños, se reciclan continuamente con nuevas noticias. Lo que jamás se cierra del todo es el dolor, las incomprensibles y fatales consecuencias del brote asesino que sufrió una mente enferma.

Noelia de Mingo, quién vigila al vigilanteSin embargo, el complejo sistema de delirios de persecución que caracteriza la esquizofrenia de tipo paranoide que padece De Mingo no apareció un día de repente. Aquella mañana del 3 de abril de 2003, la joven residente de medicina no se levantó y fue a buscar el cuchillo más grande posible porque, de pronto, pensara que existía un complot para acabar con ella. Noelia de Mingo llevaba mucho tiempo aquejada de esa terrible enfermedad que le llevaba a la convicción absoluta de que estaba siendo acechada, que su vida corría peligro, que no había nadie en quien pudiera confiar. De hecho, durante el juicio celebrado en 2006 se supo que había estado en tratamiento, que solo se le permitía visitar a algunos pacientes, que pagaba a otro médico para que realizara sus guardias y, lo más significativo, que su extraña forma de actuar era vox populi. Algunos de sus compañeros confesaron que procuraban no cruzarse con ella, mucho menos, criticar sus actuaciones. Le vieron escribir en un ordenador apagado, reírse sola a carcajadas y hablar con los picaportes. Aun así, siguió acudiendo a su centro de trabajo: en el juicio hubo testigos que justificaron el hecho por la relación de antigua amistad que unía a la familia De Mingo con el fundador de la clínica.

Sea como fuere, volvimos a escuchar hablar de Noelia con motivo de su primera "salida terapéutica" aprobada por el juez de Vigilancia Penitenciaria. Se autorizaba que quien fue condenada en 2006 a 25 años de internamiento en un centro psiquiátrico pasara un mes en casa de su familia, sin ningún tipo de control externo, es decir, por parte de personas ajenas a su entorno familiar. Es comprensible que las reacciones ante la noticia fueran inmediatas. Especialmente del Defensor del Paciente, que consideró la citada decisión una "auténtica barbaridad" por el riesgo que podía conllevar una recaída en su patología, máxime cuando, según argumentaron, ya en su día se comprobó que la supervisión que la familia llevaba a cabo con Noelia era de tipo "actuemos como si estuviera bien", en lugar de "miremos de cara a la enfermedad y asumamos la misma para poder hacerle frente". Transcurrido ese primer mes, hubo más permisos y en 2017 muchos ni siquiera le dieron ya tanta importancia a que la medida se convirtiera en permanente. Noelia regresó a su céntrica casa de El Molar bajo la supervisión de su familia.

Es difícil, por no decir imposible, que las otras familias, aquellas que perdieron a un ser querido a manos de Noelia, y los heridos que lograron sobrevivir a la irracional agresión pudieran mostrarse comprensivos con la medida, por mucho que quisieran obligarse a entender que, como así reconoció la sentencia, Noelia de Mingo no era penalmente responsable al concurrir la eximente completa de enajenación mental. El dolor pesa demasiado y su única realidad, la que han de vivir cada día sin que concurra ningún tipo de eximente para ellos, es que ya no volverán a ver a sus seres queridos o, en el caso de los heridos, que tendrán que vivir para siempre con las secuelas físicas y psíquicas que aquel brutal incidente les dejó.

Por otra parte, el tratamiento psiquiátrico unido a la química atenuó e incluso hizo desaparecer temporalmente nuevos delirios, aunque lo cierto es que hablamos de una de las enfermedades más complicadas de tratar y en la mayoría de las ocasiones el paciente no logra, a pesar de todo, deshacerse de esa terrible sensación de que los demás conspiran en su contra. Era importante entonces que, bajo ninguna circunstancia, se corriera el riesgo de que sus delirios se vieran de nuevo como simples extravagancias. Queríamos estar convencidos de que en su caso sería difícil que ocurriera, porque todos los ojos estaban puestos en ella. En definitiva, estaba vigilada. Hasta que el cerebro enfermo de Noelia burló una vez más la custodia. Una custodia -ahora nos llevamos las manos a la cabeza- ejercida en solitario por su madre octogenaria. El pasado lunes Noelia salió a la calle a hacer lo que sus delirios le dictaban. Apuñaló de gravedad a la cajera y a la dueña del supermercado más cercano a su casa. Su madre se había caído y una sobrina la llevó al médico. Ella se quedó sola. Lo que imaginó su mente enferma se nos escapa, lo que sí podemos concluir es que en esta ocasión tampoco ha sido fruto de una única mañana sin medicación.

Sí, su nombre ha vuelto a las páginas de los periódicos, se escucha y disecciona su actual vida en informativos y tertulias. Ahora, solo ahora, volvemos a interesarnos en su rutina, en su solitaria vida custodiada por una mujer viuda de 81 años. Miramos a su madre, nos preguntamos dónde estaba. Incluso si seguía sintiéndose con fuerzas para supervisar que Noelia cumplía el tratamiento farmacológico con el indispensable rigor o si su hija había vuelto a mirar de soslayo durante los paseos a primera hora de la mañana que daban por los alrededores del cementerio antes de volver a encerrarse en casa. Quizás, si bajaba las persianas durante el día o se dejaba entrever algún miedo en sus ojos cuando hablaban. En realidad, admitámoslo, ni siquiera nos preocupaba si madre e hija hablaban. Es difícil, sobre todo desagradable, reflexionar sobre el obligado autoaislamiento, la terrible y solitaria carga emocional del cuidador. ¿No habría acaso que velar también por él? Puestos a escrutar, no miremos solo a la madre de Noelia De Mingo, fijémonos en las miles de familias que se ocupan cada día de un hijo, un progenitor, un hermano o un nieto diagnosticado de una patología psiquiátrica. Noelia de Mingo no es la única. Y la enfermedad mental no debe jamás esconderse o negarse, porque en casos extremos las consecuencias pueden resultar fatales.

Alicia Huerta es escritora.

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