Non iam imperator

¿Qué tienen en común el salteador de caminos andaluz Ambrosio, el torero Joaquín Rodríguez Ortega, el miembro del Senado del estado de Massachusetts Bernard T. Casey y el emperador Vitelio? Pues que eran los otros cuatro nominados al Oscar al Mayor Fiasco que Recuerdan los Tiempos ganado por Artur Mas el pasado domingo.

En el caso de Ambrosio la candidata era en realidad su inútil carabina, tanto en su versión real -la cargaba con cañamones en lugar de pólvora- como metafórica pues cuando las jóvenes del XIX querían pasar de las musas del chichisbeo al teatro de la pasión de nada servían dueñas interpuestas. Ni el padre Isla ni Bécquer ni Galdós ni Juan Valera, glosadores todos ellos de la estéril institución o el estúpido artefacto, llegaron a imaginar nunca un tiro por la culata tan estruendoso, y con tanto estropicio para el carabinero, como el que ha sido fruto del gatillazo del líder catalán.

La posición del tal Rodríguez Ortega, más conocido como Cagancho, en la cima del escalafón taurino era tan cómoda como la de Mas en la de su ínsula autonómica, hasta que se le ocurrió, como ídolo del momento, generar una expectación «excepcional» en torno a la que debía de ser una tarde memorable. Tuvo lugar el 26 de agosto de 1927 en una abarrotada plaza de toros de Almagro. La mayoría de los aficionados se habían trasladado desde Ciudad Real mediante el ferrocarril y habían pagado cantidades astronómicas en la reventa. Pronto se vio que el maestro tenía el día medroso pues no realizó quite alguno durante la lidia dirigida por sus compañeros de terna. Al primero de su lote le hizo una faena de aliño y lo liquidó tras 10 pinchazos y cinco descabellos. La bronca fue monumental con todo tipo de objetos volando sobre el ruedo, pero nada comparable a cuando el nuevo Mesías de la fiesta oyó los tres avisos en su segundo y pretendió abandonar el coso mientras el animal volvía al chiquero cosido a sablazos cobardones. Baste decir que un regimiento de caballería tuvo que intervenir en auxilio de la Guardia Civil y que desde entonces no hay mejor manera de llamar la atención a quien pierde el sentido del ridículo: Nen, estás quedando como Cagancho en Almagro.

Lo del bueno de Bernard T. Casey fue más bien un caso de mala suerte. Era un empleado de una compañía de teléfonos que llevaba ya ocho legislaturas en el Senado de Massachusetts y tratando de batir todos los récords buscó su noveno mandato con el presuntuoso lema de People's choice. ¡El favorito del pueblo! No tanto como la voluntat d'un poble pero casi. Su problema no fue que sufriera una debacle electoral sino que Norman Rockwell pasara por allí. Es decir, que el gran ilustrador se fijara en la patética brecha entre sus expectativas y el desenlace e inmortalizara su batacazo en la portada del Saturday Evening Post del 8 de noviembre de 1958, retratándole descuajaringado en una silla bajo su póster más seductor y ante la cruel mirada entomológica de la parroquia. Su Elect Casey es ya todo un clásico en la representación de esa tenue línea divisoria entre lo sublime y lo ridículo sobre la que megalómanos, salvapatrias y demás drogadictos del poder suelen hacer funambulismo. Los lúgubres bustos de piedra de Mas y Duran, aguardando a ser horadados por la hiedra tras la balconada del Majestic, pertenecen a esa misma iconografía.

Pero para caída trágica la de Vitelio, tercero de los césares entronizados en aquel turbulento año 69 o de los cuatro emperadores. Puesto que los gobiernos de sus antecesores Galba y Otho habían sido tan nefastos como los tripartitos de Maragall y Montilla, cuando las legiones del alto y bajo Rhin proclamaron a Vitelio se generó en Roma la mejor de las esperanzas. Pero a medida que su nuevo dueño se dirigía a la capital del imperio, fue quedando claro que era un hombre de muy poca calidad, manejado por extremistas. Especial impacto causó su comentario ante el hedor del campo de batalla en el que yacían los cuerpos insepultos de sus adversarios: «El cadáver de un enemigo siempre huele bien y mejor aún si es de un conciudadano».

Para Vitelio, había buenos y malos romanos y consideraba que quienes no estaban con él, estaban contra él. Cuando las legiones de Oriente se sublevaron proclamando emperador al competente general Vespasiano y los augures pronosticaron todo tipo de desgracias, Vitelio mandó ejecutar a los augures. Si hubieran profetizado éxitos rampantes cual mayorías absolutas, sólo se habrían llevado una regañina como el director del CIS catalán. Tras una parodia de dimisión, cuando sus enemigos entraron en Roma Vitelio se escondió en la caseta del portero de su palacio. Los legionarios adictos a Vespasiano lo descubrieron allí, lo arrastraron semidesnudo hasta el foro, lo torturaron y mataron a golpes y arrojaron su cadáver al Tíber. Fue un final bastante parecido al de Masaniello, efímero líder del independentismo napolitano.

Tácito dedica algunas de las mejores páginas de su Libro Tercero de las Historias a Vitelio, lamentando la crueldad de su muerte pero subrayando que «había perdido del todo la autoridad de mandar y de prohibir». Es entonces cuando hace el diagnóstico que se aplicaría luego a muchos otros gobernantes aferrados a un poder que ya no controlan: Non iam imperator, sed tantum belli causa erat. O sea que «no era ya el Emperador, sino tan sólo la causa de la guerra».

Exactamente ésa es la situación en la que ha quedado Artur Mas al ser víctima de su oceánica estupidez política. Sus elecciones anticipadas en pos de una «mayoría excepcional» han resultado ser la carabina de Ambrosio que le ha hecho quedar como Cagancho en Almagro, convirtiéndole, como a Casey, en una piltrafa de lo que fue y en un proyecto de cadáver ambulante que ríete tú de Vitelio. Sólo una irrevocable dimisión a tiempo puede salvarle ya del linchamiento a fuego lento antes de ser arrojado cual último vertido tóxico a las aguas del Llobregat, polucionadas por tanto tres y tanto cuatro por ciento.

Convertir ahora la aritmética parlamentaria en la trinchera de sus fantasías no le servirá sino para empeorar su situación. Mas ha sido tan sideralmente tonto como para creerse sus propias mentiras sobre la manifestación de la Diada y el nuevo Estado catalán dentro de la Unión Europea. La cruda realidad es que se ha quedado con un apoyo del 20,54% del censo para gestionar el gobierno de una región en bancarrota y que, aun sumándole el 9,16% de Esquerra, seguiría por debajo del 30% de esos 5.413.769 catalanes con derecho a voto.

Escaso bagaje para tan necios aprendices de argonautas. Aunque menor que el que obtuvo por sí mismo el PP a nivel nacional, ese respaldo sería suficiente para dar estabilidad al Gobierno autonómico, siempre que la mayoría parlamentaria fuera compacta. Pero queda lejísimos, digamos que a mitad de camino, de esa «mayoría excepcional» que habría sido condición necesaria, aunque no suficiente, para poder cuestionar una legalidad constitucional fruto de 500 años de historia. Rajoy estaría, pues, doblemente legitimado para recurrir ante el Constitucional una hipotética ley catalana de consultas que usurpara prerrogativas del Estado, para destituir al Gobierno de la Generalitat que desobedeciera una sentencia que la derogara -artículo 155 de la Constitución- y para enviar a la Guardia Civil a retirar las urnas si alguien mantuviera el desafío. Todo sería tan escrupulosamente democrático como la intervención de la Guardia Nacional en los estados sureños que en los años 60 se negaban a aplicar las leyes de Kennedy y Johnson contra la segregación racial.

Éste es el escenario del conflicto que Esquerra quiere acelerar, fiel a su tradicional ubicación con un pie dentro y otro fuera del sistema. Su objetivo es arrastrar a CiU hasta esa situación límite, sin tan siquiera tener que arremangarse en un gobierno de coalición, para seguir creciendo gracias a la polarización que produciría un proceso necesariamente revolucionario que devolvería a Cataluña a sus peores pesadillas de los años 30. No se trataría sólo de romper con España, aun a costa de salir de la Unión Europea, sino también de hacer honor a sus siglas estableciendo una república de izquierdas en esta orilla del Mediterráneo. Ese mismo es el sueño de Batasuna en el Cantábrico, pero ya hemos visto que Urkullu no está dispuesto a jugar el papel de tonto útil que tanto le cuadra a Mas.

En cualquier país con mayor tradición democrática, el Mesías despeñado se habría embozado con dignidad en su toga y habría hecho mutis por el foro la misma noche del pasado domingo, pero ahí tenemos al maestro y su cuadrilla parapetados tras la españolaza barrera del «yo sigo». Sólo su empecinamiento en desoír la invocada «voluntad del pueblo» impide a su partido pasar la página del delirio secesionista y recuperar su fructífera centralidad política. El presunto miles gloriosus no es hoy sino un obstáculo para la paz.

Desde que en 2005 recibí el mismo Premio Montaigne que la Fundación Toepfer y la Universidad de Tubingen concedieron en 1971 a Espriu -esta referencia tiene por objeto estimular la secreción de bilis de quienes tanta atención me prestan en Barcelona- me siento especialmente identificado con el sentido cívico del mal llamado «poeta nacional de Cataluña». ¡Pero quién nos iba a decir que su famoso a vegades és necessari i forçós que un home mori per un poble, però mai no ha de morir tot un poble per un home sol, que siempre nos hacía pensar en Franco, sería de fulminante aplicación al cuarto sucesor de Tarradellas!

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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