Normas para el parque digital

En ese gran manual de política urgente para candidatos desavisados que es Fuego y cenizas, el académico Michael Ignatieff relata cómo, según salía del coche que le llevaba a su primer acto relevante como aspirante al liderazgo del Partido Liberal canadiense, se encontró con varios grupos vociferantes que le reprochaban fieramente posiciones adoptadas por él en algún momento de su trayectoria pública, sin que él tuviera oportunidad alguna de responder a tan literales acusaciones. Su sorpresa no deja de revelar una cierta ingenuidad, ya que el uso político del pasado ha sido una constante en la lucha por el poder. Algo parecido podríamos decir de Guillermo Zapata, el concejal de Ahora Madrid obligado a dimitir por unos groseros tuits escritos años atrás en el marco de un debate sobre los límites del humor. Pero el caso Zapata nos ha adentrado en un nuevo territorio: frente a la prosaica cualidad analógica de los escándalos tradicionales, del desfalco latino al adulterio anglosajón, pasando por el rescate universal de antiguas declaraciones, el todavía concejal madrileño ha sido víctima de su propia identidad digital. Y esta novedad merece atención, porque remite a la transformación en curso de la esfera pública y sus consecuencias sobre la vida democrática.

Normas para el parque digitalVaya por delante que, para los defensores de Zapata, que están demostrando una capacidad exculpatoria más digna de la vieja política que de su hipotética renovación, el escándalo es gratuito. Se trataría de afirmaciones sacadas de contexto y su dimisión enviaría la señal errónea sobre la cuestión de fondo. A fin de cuentas, la libertad de expresión es un valor innegociable de las sociedades abiertas y el humor, distinguido históricamente en la desmitificación de los autoritarismos, forma parte esencial de la misma. Más aún, no se ve por qué razón el viejo Zapata, hablando a través de su máscara tuitera, que sigue siendo máscara aunque carezca de seudónimo, haya de descalificar al Zapata de hoy. ¿No puede aquel bromista ser ahora un buen gestor público? ¿Acaso no contenemos multitudes?

Es verdad que, como apuntara Daniel Gascón tras el atentado contra la redacción de Charlie Hebdo, el debate sobre la libertad de expresión se resume en que no hay tal debate. Pero una cosa es afirmar que se trata de un derecho irrenunciable y otra que no deba plantearse un debate sobre el uso que hacemos del mismo, en relación con la función que esa libertad haya de cumplir en las sociedades liberales. Y no se ve, en ese sentido, cuál es la función crítica, carnavalesca o hermenéutica que puedan cumplir los chistes sobre personas que han sido víctimas de la violencia. Ese mondo bruto delata más bien una insensibilidad que está reñida con los mecanismos empáticos que sirven de base a uno de los objetivos básicos de las democracias liberales: la abolición de la crueldad. No es razón suficiente para prohibir esos chistes, siempre que se mantengan dentro de los límites establecidos por el derecho, pero quien es señalado por hacerlas no puede acogerse a sagrado invocando la excepción digital. Porque ésta no rige.

Se ha repetido así estos días que es necesario poner el caso Zapata en contexto. Pero el contexto no es el particular debate que tuvo lugar con motivo del cierre del blog del director de cine Nacho Vigalondo y en el que participó Zapata; el contexto es Twitter. O sea, una red social donde eso que Manuel Castells llama «la autocomunicación de masas» se pone en práctica y donde, gracias a la brevedad que imponen sus famosos 140 caracteres, muchos podemos decir muchas cosas a muchos otros; cosas forzosamente breves y, casi siempre, superficiales. Es aquí donde ha florecido la ironía, por lo general de escasa calidad, como forma privilegiada de comunicación: una ironía entendida como posición ante la realidad, canibalizada sin pausa por una jauría de humoristas sin escrúpulos que nada toman en serio. Pero la vida va en serio, igual que la política. Y cuando ese mundo autorreferencial que se toma por el mundo se ve expuesto a la crítica de los literalistas, vocacionales o interesados, el desajuste se hace evidente. Es, si bien se mira, un desajuste representativo, que apunta la posibilidad de que muchos votantes de Manuela Carmena no estuvieran votando a Guillermo Zapata. Redescubrimos la razón de ser del tedioso argumentario partidista: a más detalles, menor representatividad.

Por lo demás, aunque los tuits de Zapata no sean precisamente un ejemplo de refinamiento, expresan el problema que se plantea cuando la ironía solipsista del medio digital ha de ser trasladada al espacio democrático común. Ya advertía Foster Wallace que reírse cínicamente de todo dificulta la tarea de reparar aquello que no funciona: la ironía, liberadora en la lucha contra las jerarquías tradicionales, sería ahora una forma de esclavitud. Este problema se agudiza si el tuitero en cuestión proviene de un activismo basado en la protesta y se da de bruces contra la literalidad de las instituciones. No en vano, la conocida separación de funciones entre el mundo de la vida y el mundo del sistema refleja lógicas de acción diferenciadas: el activista no gobierna, porque no es elegido; si pasa a gobernar, no puede comportarse ya como activista. Pero en la era digital, su pasado sigue haciéndolo.

Y es que internet está redefiniendo nuestras nociones de identidad y privacidad. Mal puede Twitter, en ese sentido, reclamar protección ante una práctica que constituye la más alarmante de sus patologías: la lógica del enjambre que se arroja sin miramientos sobre quien comete un desliz o cae en desgracia. Zapata ha sido víctima del ethos digital que él mismo ponía en práctica. En ese sentido, el filósofo alemán Byung-Chul Han ha enfatizado que la eliminación de la distancia causada por la hiperconectividad digital provoca la pérdida del respeto que hace posible la vida pública. La crisis de la mediación nos pone a todos en aprietos. Máxime cuando nuestras huellas digitales permanecen indelebles, conformando algo parecido a las «motas de identidad» a las que se refiere Matthew Fuller: delatores atisbos del yo.

En realidad, siempre hemos sido lo que parecemos. La diferencia estriba en que la construcción de nuestra propia imagen, la escenificación del yo en el teatro social, incorpora una dimensión nueva cuyas reglas de uso están por definir. Lo que el concejal de Ahora Madrid ha comprobado es que la imagen que uno construye en una esfera (o época vital) puede no valer para otra. Si la política contemporánea está bajo los efectos de una campaña electoral permanente, las biografías hipermodernas se desarrollan bajo el signo de la perpetua redefinición narcisista. Y ambas empiezan a fundirse. Nuestra identidad, tal como es percibida por los demás, adopta ahora un carácter diacrónico: una continuidad a la que se accede tecleando nuestro nombre. De ahí que el giro digital hacia la promiscuidad comunicativa exija la máxima cautela del candidato a candidato. ¡O a yerno!

Es de esperar que, cuando termine la actual fase de juego adaptativo a la red, habremos desarrollado nuevas reglas no escritas para el uso de las herramientas digitales y sabremos manejarnos en ellas con mayor sofisticación. Hasta entonces, sin embargo, el desorden está garantizado.

Manuel Arias Maldonado es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012).

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