Noruega, el paraíso vikingo

¡Salarios iguales ya! ¡Salarios iguales ya!", se oían los gritos desde la ventana de mi hotel en Oslo, mientras los huelguistas y sus partidarios se manifestaban ante el Parlamento noruego. ¿Cómo era posible? ¿Hay huelgas hasta en el paraíso?

Noruega es, de acuerdo con casi todos los parámetros, algo muy parecido a un paraíso terrenal. En renta per cápita es uno de los países más ricos del mundo. Es también uno de los más igualitarios. Posee un sistema de bienestar que es la envidia de todos los socialdemócratas. Las madres tienen 10 meses de permiso de maternidad con el sueldo completo. El año pasado, fue el primer país del mundo en el respetado "índice de desarrollo humano", que utiliza criterios de expectativa de vida, alfabetización y nivel de vida. Noruega es un país libre, rico, pacífico, seguro, sano y, en la medida en que se pueden valorar esas cosas, feliz. Ah, sí, y en estos tiempos de dificultades fiscales tiene un superávit presupuestario de más del 9%. Y dedica más del 1% de su PIB a ayudar a otros países; así que además es virtuoso.

No es extraño que todo tipo de gente lo mencione como prueba de todo tipo de cosas. Euroescépticos conservadores británicos como Daniel Hannan y el recién elegido miembro del Parlamento Mark Reckless lo consideran un ejemplo de lo bien que podría irle a Reino Unido si abandonara la Unión Europea. "No hay duda de que la soberanía les sienta bien a los noruegos", escribió Hannan hace unos años; estaba sugiriendo que a Reino Unido le iría igual de bien si se uniera a Noruega en un área de libre comercio vinculada pero no dentro de la UE. Qué bien hicieron los noruegos en votar no a la pertenencia a la UE en dos referendos, en 1972 y 1994. ¡Si nosotros hubiéramos votado no, podríamos ser tan ricos, seguros, sanos y felices como ellos!

Por otra parte, para Richard Wilkinson y Kate Pickett, Noruega es un ejemplo de los efectos beneficiosos de la igualdad. En su influyente libro The Spirit Level: Why More Equal Societies Almost Always do Better, mencionan varias veces Noruega, junto con otros países escandinavos, para ilustrar numerosos beneficios de la igualdad: la prestación de servicios sociales, menos embarazos adolescentes, mayores niveles de alfabetización y confianza social. "En Noruega", escriben, "no es infrecuente ver cafés que tienen mesas y sillas en la acera y mantas dejadas fuera para que la gente las use si tienen frío mientras se toman un café. A nadie le preocupa que los clientes o los transeúntes roben las mantas".

"¡Tonterías!", exclaman otros. La clave de todo esto no es más que el petróleo. El modelo igualitario socialdemócrata se sostiene exclusivamente gracias a las amplias exportaciones de gas y petróleo de Noruega, cuyos ingresos se han ido almacenando en el que eshoy el segundo fondo soberano del mundo. Con un valor de unos 300.000 millones de libras, es más que suficiente para permitir que los menos de cinco millones de habitantes del país sigan disfrutando del bienestar socialdemócrata al que están acostumbrados. Si el fondo continúa aumentando como hasta ahora, podrá incluso cubrir casi por completo -caso único en Europa- las futuras pensiones de una población que envejece. Por tanto, según estos defensores a ultranza de la idea de que los hidrocarburos son la base de todo, la única forma de seguir teniendo ese anticuado modelo estatal de socialdemocracia es perforar sin descanso. La felicidad noruega la paga, por así decir, el calentamiento global.

Claro que también es posible que la clave del éxito noruego esté simplemente en los noruegos. Quizá son sus extraordinarias tradiciones de sólida autodependencia, esfuerzo y sentimiento de comunidad, celebradas en la historia y la leyenda con referencias que se remontan en la imaginación hasta la época de los vikingos. Al fin y al cabo, el país marchaba muy bien con sus exportaciones de pescado, madera y productos manufacturados y su industria naviera incluso antes de que se descubriera petróleo en los años sesenta. Al admirar la belleza funcional de las naves vikingas en el Museo de Oslo, es fácil imaginarse un relato histórico que haga hincapié en el carácter excepcional de esta nación. El avión de Scandinavian Airlines en el que volvimos de la capital noruega se llamaba El vikingo pacífico.

Conozco demasiado poco el país nórdico para saber qué tienen de verdadero o falso estas distintas versiones y qué les falta a todas. Pero Noruega -o quizá debería decir el concepto de "Noruega"- es un buen ejemplo del peligro de extraer conclusiones demasiado simples de la experiencia de otros países o proyectar las conclusiones que uno desea para su propio país. Noruega está fuera de la UE; Noruega es un país rico y feliz; luego salgamos de la UE y nosotros también seremos ricos y felices. Muchas veces, uno acaba cayendo en la vieja falacia de confundir correlación con causa.

Hace unos años, hubo en Reino Unido una propuesta de ampliar enormemente el número de estudiantes en la enseñanza superior. Sus defensores ponían como ejemplo Alemania. Alemania tenía más alumnos universitarios y estaba en buena situación económica, decían. Pero el volumen de la enseñanza superior tenía muy poco que ver con el éxito económico alemán. En cambio, la extensión de la Massenuni, la universidad de masas, tenía mucho que ver con que las universidades alemanas estuvieran perdiendo puestos en las listas internacionales e incluso había obligado a algunos de sus mejores estudiantes a ir a estudiar a Reino Unido. Lo que los británicos deberían haber emulado era la importancia histórica que daba Alemania a la enseñanza técnica de calidad, a todos los niveles. Eso explica en parte por qué Alemania sigue fabricando cosas -coches, lavavajillas, herramientas- que otros quieren comprar. O sea, lo que quiero decir no es que no se pueda aprender de la experiencia de otros países. Es que hay que aprender las lecciones apropiadas.

Aun así, es preciso analizar con absoluto detalle cómo va a encajar determinado elemento o herramienta en nuestra propia mezcla nacional. Es posible que las escuelas públicas experimentales de Nueva York tengan algo que enseñar a quienes quieren desarrollar las llamadas academias en Londres, pero el contexto es muy diferente. Cuando la privatización iniciada por Margaret Thatcher llegó a Europa del Este, lo que consiguió fue dar más poder a los antiguos comunistas; no precisamente el resultado que buscaba ella.

Mientras pensaba en estas trampas de la traducción y la imitación, vi desde la ventana de mi hotel de Oslo otra manifestación que también se dirigía al Parlamento. Era mucho más pequeña y caótica, sin el servicio de orden de los sindicatos, y al principio no entendí lo que gritaban. Luego lo entendí: "¡Boicot a Israel, Palestina libre!". La noche anterior, Israel había atacado la flotilla turca de ayuda a Gaza. Por lo que vi, la policía no apareció hasta después de que hubieran pasado los manifestantes.

Es decir, ni siquiera la distante y afortunada Noruega es completamente inmune a las conmociones de la política mundial. Como la mayoría de los países europeos, se esfuerza para integrar a su población de religión u origen musulmán, cada vez más amplia. Depende de los mercados europeos para sus exportaciones. Tiene que invertir su inmenso fondo nacional de pensiones en algún sitio, así que también depende del comportamiento de las Bolsas mundiales.

Si las cosas van verdaderamente fatal en el resto de Europa, puede que Noruega se encuentre con una oleada a la inversa de vikingos modernos -"vikingos pacíficos", por supuesto- que vayan en busca de trabajo y bienestar a esas tierras más felices del norte. Me han contado que los ciudadanos de la UE tienen permiso para vivir en Noruega hasta tres meses mientras buscan trabajo. ¿Alguien se siente tentado?

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Facts are Subversive: Political Writing from a Decade Without a Name. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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