¿Nos estaremos yendo? (El largo adiós)

La mayor parte de las últimas palabras, esas que se le atribuyen a tal o cual moribundo ilustre, pronunciadas en su lecho de muerte, deben de ser apócrifas. Muchas parecen inventadas a medida del personaje (las de Goethe, por ejemplo, tan famosas: «Luz, más luz»; había escrito un célebre tratado sobre la luz y los colores y fue, en efecto, el poeta más luminoso de su época). Y no es extraño que a menudo devotos y amigos hayan querido fijar como últimas-últimas y por aproximación algunas de las palabras pronunciadas antes, dándole así un acabose ejemplar y significativo a la vida del finado.

De algunos circulan incluso dos o tres colofones como reliquias imposibles (en el museo de Elda dedicado al arte sutorio creo recordar haber visto, junto a unas botas cosidas por Tolstoi, que tenía esa afición, «las auténticas Sandalias del Pescador», y del mismo San Pedro se decía que se conservaba en no sé qué iglesia su calavera de cuando era niño). Bioy Casares atribuye a Paul Claudel las últimas palabras que para mí le disputan el podio a las de Oscar Wilde. Teniendo en cuenta quién era Paul Claudel (un poeta, además de Premio Nobel, profusamente católico), resultan aún más desconcertantes: «Doctor, ¿usted cree que ha sido el salchichón?». La ia (y lo escribo en caja baja porque la inteligencia artificial se ha equivocado conmigo tantas veces al serle preguntada alguna cosa, que ahora ya le consulta uno sólo como a una pitonisa), la ia, decía, da sin embargo como últimas palabras de Claudel otras de significado bien distinto, incluso filosófico: «¿Doctor, usted cree que todo esto es necesario?» (es, por otra parte, lo que uno se pregunta en el momento de ponerse a escribir estos artículos).

¿Nos estaremos yendo? (El largo adiós)
Toño Benavides

De Wilde únicamente se conoce una versión (aunque también se circuló lo de «muero como he vivido: por encima de mis posibilidades»). Parece que pasó sus últimas horas en un estado apacible, entrando y saliendo de la consciencia. En uno de los momentos que emergió del sueño, miró desconcertado al retortero con ojos de pez y se le oyó musitar: «O el papel pintado se va, o me estoy yendo yo» («y después murió, y no escribió ya más nada»).

Es más o menos lo que le está sucediendo a uno ahora: o la realidad se está yendo a pasos agigantados o está uno yéndose de ella, sin darse tampoco mucha cuenta. Porque cada vez se entiende menos lo que está sucediendo.

Los hechos se amontonan a tal velocidad que no da tiempo ni siquiera a ordenarlos. El cúmulo (el túmulo, diríamos) es informe, como un montón de naranjas. Ni siquiera me atrevo a sacar una para examinarla de cerca, por temor a que las de arriba se vengan abajo y rueden envueltas en su propia confusión. ¿Hechos? Nunca antes, ni en la época de Franco, había sentido uno tanto su desorden. Entonces tenía uno la sensación de que si Franco había durado cuarenta años, el franquismo, sin él, podía durar otros diez. Cuando, muerto por fin, se precipitaron los acontecimientos, todos vieron que no podía haber sucedido de otro modo. Pero de haber durado diez años más, también lo habríamos aceptado con fatalidad (¿no murió acaso en la cama, pese a unos antifranquistas que llevaban anunciando su final desde hacía cuarenta?). A día de hoy, si alguien vaticina que Ese va a durar otros seis años, no tiene mucho que argüir en contra.

Cada día que pasa, un nuevo escándalo de corrupción estrecha aún más el sitio a su Gobierno, a su partido, a él, a su familia, y un día le citarán en el Tribunal Supremo para interrogarlo como imputado, pero aun así no se irá (como tampoco se han ido tras perder las elecciones Maduro, su maestro, ni su pupilo el fiscal general, imputado ya por un delito grave). ¿Y quién puede asegurar que llegado el momento no tratará de amnistiarse a sí mismo convocando un referéndum sobre la República? (y de la República se debatió en ese congreso extraordinario socialista celebrado la semana pasada en Sevilla, un cálculo ponzoñoso del que no se ha hablado y que da rienda suelta a la pulsión golpista que parecen llevar en su adn algunos socialistas españoles desde 1934).

Pero al contrario de lo que sucedía en tiempos de Franco (el noble deseo de acabar con la dictadura justificó no pocas de nuestras insensateces y las peores compañías políticas), le está sucediendo a uno lo contrario que entonces: un deseo discreto de soledad y la necesidad de la inacción. Únicamente nos mantiene despiertos la curiosidad de ver cómo acaba esta novela. Cuántos irán a la cárcel. Cuántos que se decían amigos se clavarán el puñal por la espalda. Qué delitos sacarán a la luz unos de otros. Cuánto tiempo tardará en apagarse el eco de los aplausos enardecidos con que fue recibida la mujer de Ese en el susodicho «aquelarre sevillano» (Savater dixit). Y ni siquiera tenemos que molestarnos en pasar las páginas. Ya lo hacen ellos mismos, desde aquel Errejón a este Aldama, personajes devorados por su propia trama.

Sí, esta es una novela por encima de nuestras posibilidades de ficción. Todo lo que está sucediendo es real, y excede ya cualquier imaginación razonable. Qué difícil lo tendrán los novelistas del futuro para hacerse verosímiles: pocos les van a creer. Y acaso por ello mismo repitamos cada día lo de Wilde: o la realidad se nos está yendo de las manos, o somos nosotros los que nos vamos (si acaso no nos echan antes a los caimanes, como querrían).

Andrés Trapiello, escritor.

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