Nos, Francesc Homs, el Supremo

“En un pueblo libre, es más poderoso el imperio de la ley que el de los hombres” (Tito Livio)

Un aficionado a las historietas judiciales me cuenta que anteayer, lunes, 19 de septiembre, festividad de santa Constancia, mártir y virgen, el diputado señor Homs, se encaró al juez y al fiscal y arropado con la bandera de torear la ley y capear falacias, les dijo con estudiada parsimonia y voz impostada:

–Yo, en nombre del pueblo al que represento, os advierto de que con esta injusta actuación estáis manchando vuestras togas para siempre. Escuchadme con atención. No despreciéis nunca nuestra fuerza. Nosotros somos jueces de jueces. Este juicio será para España la peste; todas las enfermedades posibles caerán sobre vuestras cabezas; mi corte de incondicionales vociferantes harán que las siete plagas asolen el Estado español.

También me dice que mientras el diputado declaraba, en la calle, de forma terca e inclemente, llovían proclamas independentistas como piedras volanderas.

Otras crónicas más solventes y serias –la de EL ESPAÑOL, firmada por María Peral fue excelente–, informan que lo que el señor Homs manifestó apenas empezar su declaración fue que el procedimiento penal abierto en su contra por la comisión de los delitos de desobediencia, prevaricación administrativa y malversación de caudales públicos cometidos con ocasión de la consulta soberanista del pasado 9-N, era una causa política, él una de las víctimas de semejante aberración jurídica, que todo el proceso era una mera excusa y una manipulación del Gobierno al que, días antes había acusado de crear un GAL político contra Cataluña y, finalmente, que la sentencia estaba dictada de antemano.

Ésa fue, según pienso, una mala actitud, una pésima actitud del señor Homs y me parece que lo mejor hubiera sido haberse comportado como un ciudadano del montón para no desmerecer aún más, cosa que también podría haber hecho el expresidente señor Mas cuando afirmó, entre otros dislates, que la convocatoria del proceso participativo “fue obedecer al pueblo de Cataluña”, que si hiciera falta “lo volveríamos a hacer” o que el Gobierno central “recurre a los tribunales, mueve a la Fiscalía y monta operaciones para desprestigiar ante el pueblo de Cataluña a los principales líderes soberanistas del país”.

Con sus actitudes, tanto el diputado investigado como sus acólitos parecen creerse sumos hacedores del bien, con olvido de que un representante de la soberanía popular es el primero que tendría que saber que la justicia se administra por jueces y magistrados independientes e inamovibles y sometidos únicamente al imperio de la ley. Cuando el señor Homs y sus corifeos se sienten depositarios de los principios jurídicos de la humanidad –de su particular humanidad–, la justicia chirría en sus goznes.

Si aceptamos como premisa que los españoles cuentan con una elevada dosis de racionalidad y madurez política, la conclusión es admitir la vergonzosa evidencia de que uno de los objetivos de esas manifestaciones y comportamientos es despreciar a lo más alto del poder judicial con argumentos y posturas injustificables. En castellano y con no poca indulgencia, a esto se le llama la ley del embudo. Dicho con los debidos respetos, semejantes formas de proceder tiene el tufo de los vicios totalitarios y eso que habíamos llegado a creernos que el totalitarismo estaba ya muerto y enterrado.

Convendría saber, de una puñetera vez –dado el asunto, escribir puñetas viene al pelo– y para no perdernos en el laberinto cuya clave muchos ignoran, que negar legitimidad al Tribunal Supremo o a cualquier otro órgano judicial puede ser un aliciente propio de políticos de tres al cuarto, pero en ningún caso forma adecuada para la construcción de algo tan importante como el Estado de Derecho. No obstante, pensándolo bien y aunque el asunto es grave, ya se sabe que a los enfermos de verborragia, la pasión, en lugar de ayudar, sirve para cegar sus mentes y torcer sus juicios.

El diputado señor Homs no debió nunca comportarse del modo que lo hizo ante el señor juez y el fiscal que tenía enfrente, pues venía a reconocer que él con la ley y con las resoluciones del Tribunal Constitucional hacía lo que le salía por las cinco espitas de su cuerpo.

Me consta que algún bromista sostiene que santa Constancia, la del 19 de septiembre, defendía la eximente de que un diputado por Cataluña no puede pecar, pero esto es una ingenuidad de la santa, tan aficionada ella a jugar con las palabras. Todos los mortales, incluidos los nacidos en Peñaranda de Bracamonte, pecamos, aunque, a decir verdad, unos más que otros, pues los hay que lo hacen venialmente y otros mortalmente.

–Un momento, porque siempre ha habido clases. Los políticos convergentes que representamos al pueblo preferido de Dios nunca pecamos porque es inconcebible que, en nuestra infinita grandeza, podamos ofender al cielo. Creer que yo, representante de Cataluña, puedo pecar es un exceso de estulticia.

–Muy bien. ¿Quiere usted añadir algo más a lo ya dicho?

–Sí. Que mi conciencia está limpia, que yo soy el mejor diputado que hay; incluso soy más bueno que justo y nada me importa que no se me reconozca porque lo que prevalece es mi conciencia.

Cuando estoy a punto de concluir, me llega la noticia de que el diputado señor Homs está muy cambiado después de su declaración y que, pese a no aparentarlo, lleva la procesión por dentro. Quizá sea porque intuye que va de perdedor y ya se sabe que cuando un político empieza a caer, el personal lo mira fijamente para oír como se estremece.

En círculos políticos catalanes se dice que el diputado investigado se está planteando dejar el Parlamento de España, lo que implicaría la perdida de su condición de aforado. A mí me parece que abandonar tu escaño no es pecado si crees que la huida es un punto de contrición con el que puedes salvar el alma. A los derrotados no hay que desahuciarlos, basta con ponerlos en el camino del destierro.

Termino. Lo hago convencido de que en este asunto el Tribunal Supremo y el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña están dando un gran ejemplo frente a las ofensas recibidas. Sus magistrados saben que la función de juzgar es pasto propicio para los desahogos de justicieros y que el oficio es una servidumbre que hay que llevar con resignada compostura. El hombre ecuánime y sereno sabe perdonar a sus ofensores. Séneca nos enseña que Satius fuit dissimulare quam ulsisci –perdón por el latinajo–, que equivale a que trae más cuenta no darse por aludido, que darse por enterado. Lope de Vega lo dice en El desprecio agraviado: “La mayor venganza del sabio es olvidar el agravio”.

—Y tú ¿qué opinas de todo esto?

—Pues, así, a bote pronto, a la cabeza me viene aquello que decía Cervantes de que cuando la cólera se sale de madre, no tiene la lengua padre, ni ayo, ni freno que la corrija.

Los mortales somos como la naturaleza nos hizo, y a veces peor. Tarde o temprano, nos merecemos que alguien nos recuerde de qué pie cojeamos. Discúlpeme, don Francesc, pero es que se me atraganta la emoción.

Javier Gómez de Liaño, juez en excedencia, es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.

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