¿Nos gusta la Navidad?

Hay pocos hechos sociales tan coactivos como la Navidad. Está ahí fuera año tras año, cada vez más extendida en el tiempo. Otrora la lotería del 22 de diciembre marcaba su principio y los Reyes su fin. (Ahora dura más de un mes: “Es Navidad en El Corte Inglés”). Dicho período comprendía dos fechas familiares, dos fiestas de celebración pagana y un día que combinaba todo y era específicamente infantil. La recepción del 25 como fecha donde se practica también “la elegancia social del regalo” ha desteñido la fiesta de los Reyes Magos cuya magia se ha perdido en la sociedad de la información. En tiempos la cabalgata de reyes era el colofón de la Navidad. Los niños esperaban con ansia la llegada de sus Majestades de Oriente. Entre ellas había un rey negro, que asustaba o embelesaba a los niños, hoy protegidos por la dictadura de lo políticamente correcto. ¿Qué magia cabe en un mundo racionalizado, presa de la jaula de hierro del consumo y atenta contra las identidades continuamente construidas?

En una sociedad secularizada poco queda de la festividad religiosa. En una sociedad individualizada la celebración familiar afecta sólo a parte de la población. Entre un cuarto y un tercio de los habitantes de las grandes ciudades europeas viven solos, muchos de ellos sin familia. La ausencia de ésta se vive con vergüenza, como si fuera sinónimo ya de vejez, ya de fracaso. Si uno no tiene familia algo habrá hecho para estar solo. Quizá por esa creencia las consultas de los psicólogos se llenan en Navidad. Por si fuera poco, estas fechas tan entrañables son el tiempo por antonomasia de la felicidad, o al menos del contento, de la celebración. Y ya se sabe que el imperativo cultural de ser feliz produce más desdicha a quien se aparta de la norma.

Las encuestas dicen que gran parte de la población detesta la Navidad, la obligación de las comidas familiares y de empresa, la coacción de regalar y por ende de consumir. La Navidad es insoslayable: está en la iluminación de las calles, en la radio, en la publicidad y hasta en el cine. Y es que esta fiesta es la manifestación de la religión civil, de la sociedad celebrándose a sí misma a base de rituales. Pero es una religión civil decadente con un relato casi muerto del niño Dios. Queda por tanto el ritual de la reunión familiar, que en la sociedad de los individuos es cada vez más forzado. Con el fin de la familia extensa —los abuelos están en las residencias, cada vez más solos— y la mutación de la nuclear, se alza la identidad frente al grupo, la elección —incluso de género— frente al deber.

Puede causar extrañeza el empeño de “salvar la Navidad” por parte de los poderes públicos. Se entiende la nacionalización de la misma con la extensión desmesurada de la bandera española por parte de la derecha que gobierna Madrid desde hace tres decenios. Más sorprende el empeño de la coalición de izquierda en dicho salvamento. Todo ello en tiempos de pandemia. Con ello el Gobierno de España apuesta por estimular la economía, especialmente la hostelería (ya que la investigación poco importa —la Biblioteca Nacional es un fortín de casi imposible acceso—, los cines y teatros se han vaciado por falta de ayuda pública, y las universidades pueden cerrar en cualquier momento) por encima de la protección de la vida. Y el Gobierno se desentiende de las consecuencias a muy corto plazo: aumento de contagios, nuevo confinamiento. Si ocurre lo peor, siempre se puede apelar a los “hogares burbuja”, colchones de seguridad económica y emocional. La familia, de nuevo, resurge tras la Navidad. Quien no la tenga, que espere la vacuna en las residencias o que se confine solo.

Un gobierno irresponsable, que ha enviado mensajes contradictorios y no se atreve a cercar las reuniones familiares y las fiestas, creará más desconfianza institucional. Si viene otra ola de virus, ya no podrá apelar a la responsabilidad individual, ni a la virtud cívica. Ni siquiera una pandemia ha detenido la práctica de la religión civil, las burbujas de la felicidad, el retorno del turrón, el intercambio de dones.

Mientras, quienes no gusten de la Navidad que se escondan, son gentes “tóxicas”, encarnaciones de su fracaso sentimental y familiar, portadores de una actitud negativa a evitar. Se ha extendido el “tenga usted un buen día”, traducción del americano “have a good day”. ¿Cómo no repetir “Feliz Navidad” si no se quiere destacar como un ser asocial y amargado? Diríase que estamos en Estados Unidos, donde se idolatra a la familia y se ha extendido la religión personal de la felicidad. Allí unos grandes almacenes instalan órganos gigantes que escupen villancicos a todo volumen para animar a practicar la pasión por el bienestar material. La Navidad es allí reina, ritual colectivo de una religión civil en plena ebullición. Allí y aquí es ésta una sociedad enferma dispuesta a no practicar la responsabilidad, la virtud cívica, el sacrificio de no “celebrar” de manera multitudinaria un evento que carece cada vez más de sentido. Una sociedad civil que carece de instituciones que exijan el cumplimiento de una solidaridad que implica cuidar a los otros. Así la virtud individual revertiría en interés general. En bien común.

Helena Béjar es catedrática de sociología. Autora de La felicidad: la salvación moderna.

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