¿Nos odiamos tanto?

El regreso de las dos Españas y del clima de enfrentamiento vivido en los años treinta del siglo pasado se ha convertido en un motivo de preocupación muy compartido últimamente. Sin restarle importancia, pero para poner el asunto en su contexto, es conveniente decir que se trata de un problema universal, ampliamente extendido en los últimos años y, como en nuestro país, motivo de inquietud y zozobra en otros muchos. La división y la reaparición de viejas disputas ideológicas y tribales han sido algunas de las peores consecuencias de la ola de populismo y nacionalismo en el último lustro.

Estados Unidos es uno de los principales focos de esa brutal polarización. Como en España, los fantasmas de su guerra civil han resucitado, y el enfrentamiento sin tregua entre los dos grandes partidos está haciendo parecer ineficaz y arcaico un sistema político que, con buenos motivos, ha sido considerado siempre un ejemplo de democracia, ciudadanía y progreso.

Se ha visto durante el reciente proceso de impeachment a Donald Trump, cuando el Partido Republicano se plantó en bloque —sin permitir el debate ni los testimonios de testigos— junto al presidente, contra toda evidencia sobre su actuación ilegal en el caso de Ucrania y su constante degradación de la dignidad de la presidencia. Los republicanos convirtieron el Senado en una caricatura bananera de esa noble institución.

Los permanentes insultos y descalificaciones de Trump a sus rivales políticos ha dado alas al odio latente en los extremos, ha agudizado las tensiones raciales y étnicas, ha creado un clima irrespirable en toda la sociedad y está empujando al Partido Demócrata a responder con la misma moneda, lo que puede acabar provocado que elija como candidato presidencial a su propia versión de Trump.

Este panorama asusta cada día más a una parte de la sociedad que empieza a dudar de la solidez de los cimientos que han sostenido a esta gigantesca y poderosa democracia durante más de dos siglos. Comparado con España, cuál no será nuestra vulnerabilidad después de solo 45 años de vida democrática y con experiencias aún muy recientes de dictaduras, violencia política, radicalismo y rupturas territoriales.

Muchos intelectuales en Estados Unidos se preguntan por qué, qué es lo que ha pasado, qué es lo que ha fallado, cómo se puede solucionar. Desafortunadamente, no puedo mencionar a continuación las respuestas, puesto que aún no existen, o no existen con la suficiente rotundidad como para conseguir aceptación mayoritaria.

Sí hay, sin embargo, algunas explicaciones que ayudan a aportar algo de luz y conocimiento. Ezra Klein, director y fundador de Vox —en este caso, un periódico digital de centroizquierda—, ha publicado un libro, Why We’re Polarized, en el que sugiere que, en realidad, la sociedad no está más polarizada que hace unas décadas, sino que son los partidos políticos, los líderes políticos, los que, a falta de mejores ideas y propuestas, han promovido el enfrentamiento y la división como un instrumento útil para conseguir el poder.

Klein cita el ejemplo de los años sesenta en EE UU, los años de la guerra de Vietnam, de McCarthy, de los asesinatos políticos, de las luchas por los derechos civiles. El país estaba en crisis y existía una enorme tensión social, pero nadie temía que el sistema pudiese colapsar, en buena medida porque los dos grandes partidos políticos lo apoyaban incuestionablemente y compartían los principios básicos que daban forma a la nación americana.

Con los años, los dos partidos de EE UU se han ido haciendo más débiles y más extremistas. Los ciudadanos, con pequeñas fluctuaciones, han seguido votando cada cuatro años a su partido de toda la vida, independientemente de que la oferta que éste les presentara fuera distinta a la anterior, a veces radicalmente distinta. Los que votaron por McCain y Romney votaron después por Trump. Y es muy probable que quienes votaron por Hillary Clinton votarían también por Bernie Sanders o Elizabeth Warren, aunque solo fuera para evitar a Trump.

Esto ha creado la impresión de que el electorado se ha radicalizado en los últimos años y que los partidos han seguido a sus votantes solamente para no perderlos, cuando, en realidad, puede ser al revés. “La pregunta”, dice Klein, “no es por qué los votantes siguen siendo fieles a partidos que se han hecho tan diferentes. La pregunta es por qué los partidos se han hecho tan diferentes”. Existen, sin duda, tentaciones sectarias y gregarias por parte de los electores que tienen explicaciones diversas y complejas. Pero los partidos deberían de estar ahí para combatirlas y superarlas, no para estimularlas y utilizarlas.

Trasladado el ejemplo de los años sesenta norteamericanos a España, casi todos estarán de acuerdo en que la época de la violencia terrorista fue mucho más dura que la actual. Sin embargo, nadie, salvo grupúsculos insignificantes, mencionaba entonces la Guerra Civil ni se hablaba de regreso al pasado ni se vivía un clima social de desencuentro e irritación como el actual. Quizá tenga algo que ver el hecho de que, entonces, todos los grandes partidos —formalmente, también los nacionalistas— contenían las pasiones de sus militantes y compartían el proyecto común de consolidar una democracia en España.

Esos mismos partidos políticos han sido fuertemente criticados en los últimos años en España y en todos los países, tanto que algunos han desaparecido y otros han cambiado de siglas y de orientación. Las críticas responden, en gran medida, a sus propios errores. Pero también, en parte, a los intereses de quienes necesitaban dinamitar a los partidos para hacerse su propio hueco en el sistema.

En el caso de EE UU, el aprecio de Trump por el Partido Republicano —el mismo que ahora se ha jugado todo por él— es tal que, hasta poco antes de ser candidato a la presidencia, estaba inscrito en el Partido Demócrata, aunque siempre dedicado al juego de descalificar el bipartidismo y llamar a la insurrección contra el sistema. Una vez alcanzado el poder, comprobado que, en realidad, no tenía ningún verdadero cambio que ofrecer, se limitó a continuar con su verborrea y su retórica incendiaria. Polarizar se convirtió, por tanto, en una forma de gobernar.

Muchos de quienes visitan España no ven reflejada en la calle, en la actividad cotidiana, la tensión que se aprecia en el Congreso y en los medios de comunicación. Muchos de nuestros visitantes creen ver una sociedad desarrollada, apacible y sin diferencias insalvables entre sus diferentes territorios. Unos y otros, en la clase política y en los medios, deberíamos tal vez preguntarnos qué apreciación es la correcta, si no puede ser cierto que hemos vivido mucho últimamente de los toques de corneta convocando a la movilización frente a enemigos a los que sería mejor combatir con convicciones y buenas razones, a menos que carezcamos de ambas. El último toque de corneta proviene nada menos que de un vicepresidente del Gobierno.

Antonio Caño

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